Los “Martinillos”…
¿Verdad o
mentira?
Colaboración
de Tomás Lendínez García
Capítulo
I
En 1999 publiqué “Villargordo, mi pueblo”, un libro de temática villargordeña y en él relato, entre otras muchas, la leyenda popular que hoy desempolvo para
ustedes.
En las largas y
calurosas noches de verano, antes de hacer su aparición la radio o la
televisión, los vecinos salían a la calle para tomar el fresco. Cada persona
sacaba una silla a la puerta de la casa; formaban corros en medio de la calle
porque no temían ser atropellados por los vehículos de entonces, los carros o las galeras; comenzaban las tertulias y así permanecían hasta altas
horas de la noche. En ellas también estaban los niños y los ancianos. Las
temáticas solían girar sobre adivinanzas, refranes, relatos, cuentos y
leyendas.
Unas temáticas eran verdaderas. Como ejemplos de
éstas tenemos el relato de aquel abuelo que estuvo sirviendo al rey en las lejanas tierras de África o aquel otro en el que se vio metido el cura de Villargordo cuando lo robaron. En esta acción delictiva,
para conseguir su objetivo, ataron al ama de llaves a los barrotes de la cama y
a él, sentándolo junto al fuego, le pusieron monedas candentes sobre su
espalda. Después de un tiempo con esa tortura el cura no tuvo más remedio que
mostrarles el escondite.
Otras eran de mentirijilla y este grupo quedan
encuadradas las leyendas más populares: “El
Tesoro del Moro”, “Los tíos
mantequeros”, “La bicha Gaspara”
o “Los Martinillos”.
Los niños
presentes solicitaban con más frecuencia la de “Los Martinillos” auque el relato les ponía los pelos de punta por
el espanto que le ocasionaba el tema.
Un día, sin saber
de dónde ni cómo, apareció por Villargordo una vieja y apergaminada gitana que
dijo llamarse Martina. Además de
pedir limosna a los vecinos, de vez en cuando, visitaba las cortijadas próximas
y hacía lo mismo. Todos sabían que practicaba la hechicería, quiromancia y
otras extrañas y prohibidas artes.
Los chiquillos
que eran revoltosos, traviesos y juguetones cuando la veían aparecer por
cualquiera de las calles del pueblo la perseguían con saña y le hacían toda
clase de burlas para divertirse con ella.
Un día, la vieja
gitana harta y cansada de aguantar sus crueles y pesadas bromas decidió acabar
con la situación. Impulsada por el resentimiento hacia ellos recurrió a sus
dotes y artes para el encantamiento y convirtió
a todos los chiquillos del pueblo en
revoltosos enanitos.
Una vez que
ejecuto su venganza desapareció de Villargordo y nunca más se supo de ella.
Desde ese momento el pueblo comenzó a llamar a los niños transformados en
enanos “Martinillos” y se lo
pusieron en honor de su autora, Martina.
Una vez
transformados se convirtieron en seres malévolos y revoltosos, ya no vivían con
sus familias y se instalaban, según el decir popular y de manera preferente: En
las casas deshabitadas del pueblo, en los rincones ocultos e inaccesibles de
las cámaras de las casas, en las cuadras, en los pajares y en los viejos
molinos de aceite que ya estaban abandonados.
Por la noche se
daban cita en las calles Campanas y Tercia, en ésta última, antiguamente
había un caserón en el que la parroquia
cobraba los “diezmos” y “primicias” de las cosechas al pueblo.
En estas reuniones acordaban las jugarretas que harían y a quienes se las
aplicarían.
Cuentan que estas
acciones traían de cabeza a los
campesinos porque les mezclaban el trigo con la cebada, las habas con los
garbanzos… Les escondían los aperos y los utensilios de labranza, cambiándolos
de sitio. Despertaban a los niños en pleno sueño haciéndoles cosquillas con
plumas de ave. Cambiaban al reloj la hora y llegaban tarde a su trabajo los
hombres. Cambiaban en las cocinas el azúcar por la sal o viceversa y
estropeaban las comidas. El relato de sus actos sería interminable.
Una familia,
cansada de soportar sus muchas y pesadas bromas, decidió que lo mejor era
cambiarse de casa. Se mudaron y, cuando ya estaban instaladas en su nuevo
domicilio, advirtieron que se habían dejado las trévedes en la anterior casa. Al ir a por ellas observaron, llenos
de asombro, como se las traían a hombros los “Martinillos” y, mientras lo hacían, se lo pasaban fenomenal con su
algarabía. Cuando llegaron hasta ellos les dijeron:
- ¡¡¡Ya las llevamos nosotros!!!
Entonces se
dieron cuenta de que los “Martinillos”
estaban dispuestos a seguir viviendo con ellos en la nueva casa, que iban a
continuar con sus trastadas y que todo el esfuerzo realizado para aislarse de
ellos había sido inútil porque continuarían con sus diabluras.
Este cuento o leyenda ha viajado mucho hasta nuestros días y ha pasando de unos
a otros, de generación en generación, por tradición
oral. Como tal se ha despojado de los grises y pesados ropajes del rigor
histórico y lo ha hecho así para lucir galas multicolores y etéreas con las que
el pueblo sencillo y llano suele vestir y adornar sus ritos, tradiciones,
cuentos y leyendas.
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