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martes, 11 de junio de 2013


RECUERDOS

DE

ADOLESCENCIA

Colaboración de Paco Pérez

Me ha bastado con observar las fotos que Ramón y Juan Antonio han publicado sobre nuestra Fiesta “Las Flores” para que ese portento que es la mente me transportara en unos segundos a las vivencias que conservo del pasado, sólo fue necesario encontrar entre ellas la que captó a los hermanos Juan y Fernando Valero “Pelotas”.
Cuando estás fuera de Villargordo te acuerdas mucho de lo que has dejado allí y por eso decir que la añoro no es descubrir nada nuevo. Cuando se aproximan las fiestas esta añoranza se incrementa pero la razón se impone al deseo y, una vez sosegado el espíritu, devuelves la maleta al fondo de armario donde estaba recluida desde hace dos meses, le cantas una nana y le susurras al oído que descanse hasta que le llegue la hora de cambiar de aires el 31 de julio.
Sin esperarlo, gracias a esas fotografías he tenido la oportunidad de disfrutar algo de los acontecimientos más relevantes de estos últimos días… ¡¡¡Amigos, muchas gracias por permitirme soñar despierto!!!
De todas las fotografías visionadas esa fue la que me impactó y lo consiguió debido a que me hizo viajar hasta unos hechos que pudiéramos situarlos en los primeros años de la década de los sesenta. La pantalla del portátil me mostró la imagen de mis viejos amigos Juan y Fernando disfrutando del momento clave del día villargordeño, la “liguera”, en uno de los chiringuitos que se habían montado en “El Paseo”. Inmediatamente me acordé de cuando teníamos muy pocos años, muy pocas pesetas en el bolsillo para pasar las fiestas y mucha ilusión.
Crecimos en el barrio de la “Ermita” y las prácticas de los juegos nos permitieron convivir mucho y ahí se forjó nuestra amistad, la que aún sigue en pie. Cuando llegaba la “Fiesta de las Flores”, unos días antes, ya bajábamos al Paseo por las tardes porque comenzaban a venir los feriantes con sus atracciones: carrusel, columpios, casetas de tiro, noria, turronerías y “Manolico”.
El “Carrusel” era lo que más nos gustaba a los niños, disfrutábamos viendo como lo montaban o desmontaban y luego subiéndonos en él mientras teníamos parné. Esta atracción tenía una ubicación fija e aquellos años, junto a la fuente que hubo en el “Paseo” y que ahora ocupa la terraza de verano del Restaurante “El Recreo”. Entre la ubicación del “carrusel” y el “Paseo” había un desnivel de un metro aproximadamente y, desde esa altura se podía observar perfectamente lo que ocurría en ese espectáculo giratorio. Cuando se nos acababa el dinero, algo que ocurría en poco tiempo, esa era nuestra distracción. Era muy bonito e ilusionante ver a los empleados mantener el equilibrio mientras andaban sobre aquella superficie giratoria fraccionada y ensamblada con piezas en forma de triángulo isósceles para cobrar a los viajeros en mano, así no se enteraba Hacienda de lo que ganaba el dueño… ¡¡¡Unos CINCUENTA años después estos negocios siguen funcionando con el mismo descontrol oficial pero el precio del billete ha multiplicado por SETENTA, o más, su valor!!!
Lo más bonito era verlos saltar desde la plataforma giratoria al pasillo o viceversa. Esta visión ilusionaba a los lugareños más intrépidos y los lanzaba a ejecutar lo que aquellos muchachos de más edad estaban habituados a practicar por necesidades del trabajo y no para demostrar que eras un valiente. La realidad era que se jugaban el tipo sin necesidad porque la fuerza centrífuga los podía despedir y tener un accidente, que los hubo.
Un atardecer un niño incauto se bajaba y, en la escalinata, tuvo la suerte de encontrarse un duro –en esas fechas cinco pesetas eran mucho dinero para un niño- y, llevado de la alegría del momento exclamó:
- ¡¡¡Me he encontrado un duro!!!
Como había muchos niños en los lugares que he comentado con anterioridad pues un pícaro muy popular, ya fallecido, salió como una flecha a su encuentro y le dijo:
- Es mío, se me ha perdido.
Como era algo mayor el otro picó en el anzuelo y le entregó al supuesto dueño el tesoro encontrado.
Los “Columpios” era un espectáculo demasiado sencillo pero muy atractivo para los mozos porque no se subían a él por placer y sí para demostrar a lo demás que eran más fuertes que el resto. Dos triángulos formados por unos maderos resistentes se unían por sus vértices mediante una barra metálica y de ella se colgaba una barcaza de madera que era sujetada con unas varas metálicas. Debajo de la barca había un tablón de unos cuatro dedos de grosor el cual, mediante un mecanismo de palanca, se elevaba y actuaba de freno.
Había dos modelos de clientes, los pacíficos y los fogosos. Los primeros se subían acompañados de otros y lo hacían para disfrutar del balanceo, se alternaban en el esfuerzo de impulsar la barcaza. Los segundos eran los peligrosos, porque lo que pretendían era llegar a ponerse boca abajo, haciendo chocar las barras metálicas con el madero superior que unía el sistema. El encargado les bajaba los humos con el freno pero algunos elevaban demasiado la barca. Un año hubo una desgracia porque debió de fallar algo, el mecanismo de frenada o la atención del encargado de la atracción, y el mozo se empeñó en llegar a lo máximo. Su osadía lo llevó al accidente y terminó en el cementerio.
Las “Casetas de tiro” eran numerosas y se establecían a ambas partes del paseo. Era difícil conseguir el premio porque, aunque fueras un buen tirador no se solía atinar al objetivo debido a que estaban manipuladas en el alza y el punto de mira. Recuerdo que en algunas el premio consistía tirar a una diana que, de acertar, te regalaba un chorro de licor que caía en una copa. El licor era de diversos paladares, los mismos de ahora. También había palillos con cigarros y cintas de papel, obtener estos premios era más complicado. Más de uno probó sus primeros trinques en este tugurio del ferial.
Las “casetas de turrón” solían establecerse en la “Cañadilla”, desde la barbería de Vicente “El beatrizo” hasta la esquina de “Zamorita”. En una ocasión había una en la esquina de Domingo “El morralero” y, al atardecer, nos descargó una fuerte tormenta primaveral, la “Cañadilla” se convirtió en río y la caseta comenzó a moverse. Los clientes de la barbería salieron ante los gritos de la señora Luisa, primero se la sujetaron con sogas a las ventanas, después le sacaron las cajas de mercancía y enseres y, finalmente, la pusieron a salvo arrastrándola hasta la calle “El embudo”.
Manolico” era un feriante que se hizo muy popular durante unos años en aquellos  tiempos porque tenía una “Caseta de tiro” y junto a ella traía unos “futbolines” bajo unos toldos. Solía instalarse frente a la puerta de Antonio Martínez “Peón caminero”, en esa casa está el Pub “Alos” en nuestros días.
Este señor tenía un montón de hijos y uno de ellos participaba en las partidas. Los que solíamos juntarnos para jugar éramos: Manolo “El Recreo”, Juan “Pelotas”, yo y un cuarto inconcreto. De éstas guardo un recuerdo imborrable porque en la Fiesta de “Las Flores” solía llover muchísimo y nosotros aguantábamos debajo de aquellas lonas dándole al puño de la barra. Esta circunstancia inolvidable es la que me ha permitido guardar este recuerdo, el que he comentado con Juan en repetidas ocasiones.
He dejado para el final mis vivencias tardías de la noria, ya estaba casado, porque los hechos podríamos situarlos cerca de 1980. Hasta la noche de marras, no me había subido en una atracción de esa clase por el vértigo que me ocasionaban las alturas y los de la peña conocían el asunto. En aquellos años el número de amigos era muy numeroso, decidimos montarnos todos/as, aparqué por una vez mi rechazo histórico a subirme, y copamos todas las plazas. Cuando se nos acabó el billete, no recuerdo bien quien fue el gracioso que tuvo la genial idea, el primero que se bajó le dijo al señor que nos dejara en todo lo alto un buen rato, hasta que se volviera a llenar de gente, les siguió la broma y las risas se escucharon en Almenara… ¡¡¡Una y no más, santo Tomás!!!

 

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