Colaboración de Paco Pérez
Capítulo II
Ahora
vamos a viajar hasta el pasado reciente de nuestro pueblo para recordar todos
los movimientos que se hacían para engordar el “marrano” que se mataría al año siguiente, éstos comenzaban desde el
momento en el que se acababan las labores de la “matanza”.
Hay
una frase muy popular que dice: [Del
marrano me gustan hasta sus andares].
En
algunas casas, sobre todo en los
cortijos, había “marranas de cría”
y en las familias humildes, la mayoría, no era posible. Quienes no tenían “marranas” ahorraban para comprar los “lechones”, ya destetados, a los criadores o a los particulares que estaban
sobrados de alguno y así éstos ya sólo tenían que empezar los cuidados del “engorde” cuando éste empezaba a
alimentarse de otra forma.
A
la vivienda del cerdo se le llama “cochinera”
o “zahúrda” y solía estar en la
parte final de la casa, en el corral,
para que los malos olores que desprendían afectaran lo menos posible a la
familia y vecindad. Algunas casas cerdunas estaban muy bien acondicionadas,
eran construidas con ladrillos y tenían tejado, ventanilla y puerta. Ésta tenía
dos banderas superpuestas y este detalle tenía una sencilla explicación: la
bandera inferior siempre estaba cerrada para impedir que se saliera el animal y
se comiera las gallinas o las plantas del jardín y la superior siempre estaba
abierta, para la ventilación y la luz.
Quienes
no tenían buena economía le hacían unos cortados al raso y de ahí que cuando
llovía se formara ese fangal en el lugar donde estaban. En el suelo de las “cochineras” siempre se esparcía paja
para que les sirviera de cama, ésta se renovaba cada cierto tiempo y se echaban
esos restos -una mezcla formada por la paja, los orines y los excrementos- en
el estercolero que había en todas las
casas.
Como
eran épocas de penuria económica pues la fase del engorde se conseguía mejor si
el animal era llevado al campo para que recorriendo pastizales y rastrojos
comieran lo que había esparcido por ellos después de la recogida de la mies en
verano y para que las carnes se hicieran de manera, no como ahora que no andan.
Al amparo de esta necesidad, y para que fuera más rentable a los dueños de los
lechones, nació la profesión de “porquero”.
En nuestra niñez alcanzó mucha fama un
señor que vivía en la calle Miguel
Torres y que era conocido como Antonio
“Corona”. Este buen hombre recorría por las mañanas las calles del pueblo y
al pasar por ellas las familias le echaban los cerdos, él los llevaba a los
pilares y, desde allí, ya se encaminaban hasta el campo. En él estaban todo el
día, hasta que llegaba la hora de regresar por la tarde y entonces emprendía el
camino inverso. Hay que resaltar como curiosidad el hecho de que los animales,
al pasar por la puerta de la casa de su dueño, sin que nadie se lo indicara, se
separaban de la manada y entraban en ella.
Este
paso de los animales por las calles ocasionaba que éstos depositaran sus
excrementos en el empedrado de ellas, lo que ocasionaba que las mujeres
tuvieran que barrer las puertas con cierta frecuencia. Ninguna se quejaba y todo se veía con normalidad.
¿Quién
aguantaría ahora que los “marranos”
ajenos se cagaran en nuestras puertas?
Una
vez en la casa los dueños les echaban un pequeño refuerzo alimentario para ir
sosteniéndolos hasta que, unos meses antes del sacrificio, ya empezaban a
darles más alimentación. Entonces sí lo cuidaban ya con mimo y esmero, era puro
egoísmo pues si lo trataban ahora como si fuera un miembro más de la familia
era para que se convirtiera, unos meses después, en el alimento y sostén de
ella durante todo el año.
Los
jóvenes creerán que soy mentiroso y los que tenemos unas cuantas canas, mi
caso, sabemos que todo esto es cierto. Sin necesidad de ser orientadas por
economistas, las amas de casa se ganaban su sueldo sin tener que salir de casa.
Este ejemplo no es el todo, es una parte.
Unos
días antes de matar al animal, las mujeres comenzaban a preparar los utensilios que se necesitaban en la
MATANZA: mesa para matarlo; gamellón,
un cajón de madera rectangular de un palmo de altura y con las tablas muy bien
unidas para que el agua hirviendo no se escapara al pelarlo después de muerto con
una chapa metálica fuerte a la que llamaban raspador –ahora se hace con soplete y en unos minutos; calderas de cobre donde hervir el agua,
donde cocer la cebolla o para cocer las morcillas; cajón de salar los jamones y los tocinos; camal para colgar el cerdo al frío de la noche; sogas; cubas metálicas; sartenes y
peroles donde cocinar los chorizos que se conservaban en aceite y
los “costillares” y “tocinos” en adobo; orzas para guardar los productos cocinados; lebrillos para mezclar los productos que formaban las recetas de
los butifarras, chorizos, morcillas, rellenos y salchichones; máquina de moler la cebolla y la carne, también
se usaba para llenar las tripas de
los embutidos y máquina de embutir morcillas.
También
era obligatorio el preparar con antelación el “testamento”, nombre popular con que era conocido el conjunto de las especies que eran necesarias para la posterior elaboración de los
embutidos y el adobado.
En
casa de mi abuela Rosa Antonia, al
haber tienda, las matanzas se repetían con una frecuencia enorme y yo
disfrutaba con el trajín que allí se montaba. Recuerdo como los bromistas de mi tíos, Pascual y Juan, me iban anunciando, unos días antes, que ya iba a comenzar la
“matanza”, sería mi primera
experiencia en directo, y lo hacía para reírse conmigo en el momento de matar
el marrano. Ellos me hicieron creer que me necesitaban mucho para hacer un
trabajo de gran importancia y que sólo podían hacerlo los niños, tenía que
comenzarlo en el momento en que el animal era apuñalado en el cuello por el “matarife”, el inolvidable José “El lobo”, y acababa cuando moría. Esa labor consistiría en estar “moviéndole el rabo al cerdo” mientras éste
tuviera vida porque así daría bien la sangre, si paraba un momento no la daría
toda y entonces se harían menos morcillas.
El
día de marras dormí en casa de la abuela, era de noche todavía y ya tocaron diana.
La mesa de matar ya la tenían puesta junto al sumidero y el gamellón próximo
para, después de muerto, depositarlo en él y pelarlo. Desayunamos y empezamos a
animar el fuego con los palos, pusieron
la trébede encima de él, la caldera la colocaron sobre ella, la llenaron de
agua y ya aparecieron las primeras luces del día. Las personas contratadas, las
“matanceras” y el “matarife, para hacer el trabajo
llegaron y entre ellos, con la capacha
de sus arreos de matar a cuestas, el
graciosísimo José.
Cuando
todo estuvo preparado trajeron al animal, lo tumbaron y le ataron las patas
mientras daba los típicos lamentos “gorrinos”,
lo subieron a la mesa, estaba bien sujetado por mis tíos, José y yo comenzamos nuestra labor, el pobre animal daba unos estremecedores
lamentos y la “matancera” movía con
la mano la sangre que caía en un lebrillo grande y de color marrón.
Yo
hacía mi función sin parar, me sentía en ese momento muy importante y el animal,
cuando ya estaba a punto de morir, hizo sus necesidades mayores sin avisarme y
comenzó a mearse y a cagarse en presencia de todos. Como mi mano diestra se
encontraba muy próxima a la zona de defecación pues fue inevitable que se
impregnara de un blando elemento conocido con el nombre popular de “mierda de cerdo”.
Mi
reacción fue inmediata, solté el rabo y me aparté de allí de inmediato y los
mayores presentes, que estaban esperando ese momento, soltaron una enorme
carcajada.
Me
despedí del empleo en aquel mismo instante, me fui a las oficinas y pedí el
finiquito. La verdad es que fue muy divertida la broma.
Asimilé
bien la lección y, en el futuro, sólo aparecía cuando el veterinario, D. Alfonso Valdivia Duro, había analizado
las muestras de los animales.
¿Por qué entonces y no antes?
Porque
como aprendí sin maestro que al rabo no había que darle vueltas pues me aficioné
a la otra enseñanza que me dieron aquel primer día, aparecer cuando los
resultados del análisis de la carne dijeran que ya se podían cortar trozos de
carne al marrano, echarlos a las ascuas y comerlos con pan de moños, tierno y
crujiente. A estos trozos de carne le llamaban los mayores “chicharras”… ¡¡¡Qué ricas estaban!!!
El
primer día de matanza se dedicaban las mujeres a llorar un poco y es verdad lo
que digo, no lo hacían de dolor y sí porque tenían que pelar un montón de
cebollas. Acabada esta labor la troceaban, la cocían en la caldera, la
depositaban en una canasta de mimbre, le ponían encima una tapadera de madera
y, sobre ella, bastante peso para que eliminara la cebolla el agua.
Las
tripas del marrano se aprovechaban
y, como es lógico, había que hacerles un lavado a fondo con agua, sal y vinagre.
Las
tripas más gordas se dedicaban a las
morcillas o al relleno y las más delgadas a los chorizos. Las dedicadas al
relleno se inflaban y se colgaban hasta
que se llenaban, era la manera que tenían
de conservarlas.
También
había que pelar un montón de ajos y
en esta labor sí que me hacían currar con una navajilla, sentado en una mesa de
cocina que había junto a la chimenea y con una caja de cartón pequeña para
guardar los que ya había limpiado.
Cuando
las labores de preparación ya estaban acabadas pues se empezaba a mezclar los
ingredientes de cada receta con una pala
de madera, por separado y en lebrillos distintos. Acabadas las masas se
tapaban los lebrillos con paños para evitar que le pudieran caer elementos
extraños.
Hacían
dos clases de morcilla y cada una
tiene un paladar característico y unos ingredientes propios:
1.-
La de CEBOLLA se elaboraba con cebolla, sangre, sal, manteca y especies.
Se
comía como ingrediente del cocido, frita
y conservada en seco o en aceite… En fin, está buena a cualquier hora, en el campo
cogiendo aceituna o en la casa con pan y aceite.
2.-
La EXTREMEÑA es elaborada con sangre, sal, orejas, caretas, hígado, riñones y especies. Esta especialidad se embutía
después de que los ingredientes se hubieran cocido y mezclado, por eso no se
cocían después.
Antes
de hacer el embutido a las tripas se le ataba uno de sus extremos con un trozo
de cuerda de cáñamo, la parte libre de la tripa se introducía en un embudo que
estaba soldado a un cilindro de latón, se llenaba de masa y en él se introducía
una pieza de madera cilíndrica que iba acoplada a un brazo de madera, largo, y
con él se hacía un empuje vertical para que dicha masa saliera presionada hacia
la tripa. Una vez llena se ataba el extremo abierto con la otra parte libre de
la cuerda, con un alfiler de cabeza negra se pinchaba la tripa repetidas veces
para que al cocerla no se rompiera y, finalmente, se depositaba el conjunto en
un lebrillo.
Otras
“matanceras” iban cociendo las
morcillas terminadas en la caldera y, cuando las sacaban, las colgaban en unas
cañas para que se fueran oreando con el calor que desprendía la lumbre de palos
del fogón. Unos días después, para evitar que se enflorecieran, las limpiaban
con un trapo impregnado en aceite y las colgaban en el interior de la chimenea
para “ahumarlas” y “secarlas”, método de conservación
tradicional.
Se
trabajaba desde el amanecer hasta bien entrada la noche.
El
segundo día de matanza comenzaba bajando los cerdos que habían permanecido
colgados toda la noche de sus patas traseras en los camales, éstos eran unos palos de oliva arqueados y labrados en
sierra para que no se escurriera de ellos el animal.
El
siguiente paso era el despiece de los
cerdos, labor que correspondía al “matarife”
José. Como cada parte del cerdo
tenía una aplicación diferente pues por eso se clasificaban los trozos
resultantes.
Los
tocinos –también llamados badanas-, jamones y paletillas, si se iban a salar, se limpiaban de lo innecesario y
se guardaban en unos cajones muy grandes de madera, enterrados en sal gorda,
hasta que les llegaba el momento de sacarlos. Entonces se colgaban con cuerdas en los palos
de los entresuelos de las casas, de unos clavos que había hincados en ellos.
Si
no se destinaban a esta función se troceaban y se picaban con la máquina para
aliñarse y convertirse en “chorizo”.
Otro
derivado de la “matanza” son los “torreznos”,
trozos de tocino cortados en tiras o en cuadrados de tamaño muy pequeño que suelen comerse fritos en
aceite virgen de oliva. Para que sea un buen “torrezno” deberá llevar carne y tocino.
En Villargordo suele servirse en los
restaurantes y bares de aperitivo.
Si
desean una receta pueden hacer un clic en TORREZNO.
Las
mujeres villargordeñas, cuando habían acabado de cocer las morcillas, no
tiraban el caldo resultante porque, después de dejarlo enfriar, le castraban la grasa y la colaban... ¿Por qué recogían esta grasa?
Para
hacer con ella, unas fechas después, las ricas “tortas de manteca”.
La
manteca del cerdo se compartía para aplicarla en la elaboración de dos
productos: La “morcilla cebollera” y
los ricos “mantecados navideños”.
¡¡¡Qué manjares tan irrepetibles!!!
Repetir
los hechos narrados es sumamente difícil por no decir imposible. Pongo en duda
la cuestión porque el primer gran fallo está en la alimentación del cerdo. Antes
comían el trigo, la cebada, las bellotas, los garbanzos morunos molidos y el “salvado” o “moyuelo” -restos de la molienda del trigo. En el verano también se
les echaba de comer las cáscaras de los melones y de las sandías. Ahora, desde
el primer momento, toman como único alimento los piensos y éstos les originan
retención de líquidos, por eso engordan mucho y, cuando echas su carne a la
sartén, el agua que se desprende hace salpicar al aceite cuando se mezclan ambos
elementos. Al terminar de freírse, el tamaño del filete ha quedado reducido a
la mitad.
El
segundo gran fallo está en que los animales no se mueven de las “cochineras” y por eso las carnes no
están bien hechas, son agua y no tienen músculo.
Antiguamente
los chorizos se curaban con el mismo procedimiento que las morcillas y, cuando se
secaban, estaban en perfecto estado hasta el último día. Ahora dejad a secar un
chorizo y comprobaréis cómo se ahueca o se pone rancio.
Los
aliños que se usaban antes eran todos
muy naturales y ahora lo dudo. Hace ya algunos años se me ocurrió comprar unos
kilos de chorizo en un pueblo de nuestra provincia porque tenían buena fama…
¿Qué me ocurrió?
Mari estaba de
viaje, me metí a cocinero y freí unos chorizos al llegar a casa. Como el aceite
se quedó en la sartén, cuando volvió comprobamos que el fondo tenía una gran
cantidad de polvos rojos que, supongo, serían de un sucedáneo del “pimiento molido”. Tardamos un tiempo en
consumirlos y tuvimos que tirarlos porque estaban huecos y se pusieron rancios.
No os hablo de estos tiempos, hace ya más de veinte años que nos ocurrió la
experiencia tan desalentadora.
Quienes
tuvimos la suerte de comer aquellos productos tan ricos del cerdo ahora no nos
conformamos con cualquier cosa.
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