PREGONERO:
Santiago
López Pérez
CAPÍTULO IV
MIÉRCOLES SANTO
El Miércoles Santo por la noche Villargordo recibe
un abrazo, el abrazo de la ternura de
Dios hecho hombre. Es el Cristo del Amor y Santa Vera Cruz que, desde un
profundo silencio, asido por los clavos al madero, pide a nuestros corazones
que lo amemos con un amor sincero y verdadero. Entre cirios y cruces y olor a
incienso, los jóvenes nazarenos llevan a hombros a Cristo Crucificado y, sin
decir una palabra, por todo el pueblo van pregonando: “Mirad el árbol de la
Cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo. Venid a adoradlo”.
Y en mi interior brota la oración de Laudes del
Viernes Santo:
¡Oh cruz fiel,
árbol único en nobleza!
Jamás el
bosque dio mejor tributo
en hoja, en
flor y en fruto.
¡Dulces
clavos! ¡Dulce árbol donde
la Vida
empieza
con un peso
tan dulce en su corteza!
( … )
Ablándate,
madero, tronco abrupto
de duro
corazón y fibra inerte;
doblégate a
este peso y esta muerte
que cuelga de
tus ramas como un fruto.
Tú, solo entre
los árboles, crecido
para tender a
Cristo en tu regazo;
tú, el arca
que nos salva; tú, el abrazo
de Dios con
los verdugos del Ungido.”
Es difícil, Señor, verte en esta cruz y no
reconocerte en tantos cristos rotos como he conocido, sobre todo tras mi
experiencia en Calcuta, junto a las Misioneras de la Caridad, las Hermanas de
Madre Teresa. A modo de ejemplo, te recuerdo especialmente aquella tarde de 25
de julio de 2.005, día de mi santo, cuando me cogiste de tu mano y me hiciste
acompañarte hasta el Calvario. Había sido una tarde de duro trabajo limpiando
la enorme herida podrida de un anciano. Y, cuando, apresurado, bajaba a la Casa
Madre para encontrarme Contigo en la Adoración y el Rosario, en medio de la
avenida, entre un mar de gente y anegado en un charco, estabas Tú, Jesús
crucificado, agonizando en el cuerpo de un joven muchacho esquelético, echando espuma por la boca, con los ojos en
blanco, completamente desnudo y abandonado. Eras Tú, mi Cristo roto, viviendo
tus últimos minutos, el que rescatamos y, cuando íbamos al dispensario para
atenderte, te empecé a notar cada vez más frío, más helado. Era el frío de la
muerte, sin duda, el que ya te había abrazado. Te fuiste con una sonrisa,
Señor, queriendo agradecer el amor que habías encontrado en los últimos
momentos. Esa sonrisa de paz, esa sonrisa fue, Dios mío, para nosotros un
precioso regalo.
Yo te pido en esta noche, Cristo del Amor,
por los jóvenes de mi pueblo.
Que te encuentren, Señor,
en el Pan de la Eucaristía
y en el hombre que está sufriendo.
Yo te pido, Jesús, por esta juventud
que parece perdida,
ven, Cristo, a sus vidas
y cólmalos de plenitud.
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