Colaboración
de Paco Pérez
Algunas tardes, en
verano, veo el programa que presenta Juan Imedio en Canal Sur, sobre
todo, cuando estoy fuera del pueblo. Es una temática sencilla que permite al
espectador entrar en contacto con una de las realidades más frecuentes de nuestros
días… ¡¡¡La soledad y el abandono que afecta a quienes transitan por los
últimos años de su vida!!!
Es un programa muy
emotivo y algunas de las historias que allí se cuentan calan hondo y por eso se
emocionan los sensibleros, mi caso. También cumple la función ancestral de “alcahuete”
pues busca el poder arreglar esos problemas personales a quienes acuden a él.
No obstante, hay que admitir que algunos de los argumentos que allí se exponen ante
las cámaras tal vez no contengan la verdad de las vivencias en su totalidad. A
pesar de ello creo que ayuda bastante a que los temas de la soledad y el
abandono de muchos mayores no se pierdan de vista por los hijos pues cuando
afectan a los progenitores en el momento más triste y difícil de solucionarlos.
Es bueno que nos lo recuerden para que las personas mayores no caigan en el
olvido de una sociedad que, debido a su juventud, no está afectada ni
concienciada en este momento por ese síndrome. Si a toda esta realidad le
añadimos que bastantes casos se solucionan porque logran vivir de nuevo en pareja
pues el programa creo, sinceramente, que cumple una buena labor social en un
doble plano, acabar con la soledad de algunos afectados y divulgar
una realidad de nuestros tiempos que debe ser atendida.
¿Por qué planteo este tema como entrada?
Porque conociendo a mi
abuelo muy bien él hubiera sido de los primeros en acudir a la llamada del
programa.
Creo que él no habría viajado
a Sevilla por las razones expuestas anteriormente y sí porque era muy
mujeriego. Sostengo esta opinión al amparo de una realidad: Mi tía Marina no se
casó y lo atendió hasta que murió. Luego el abandono y la soledad no le
afectaban a él.
La otra razón que me
sirve de sostén es una experiencia que tuve con él siendo un niño: Era un buen
aficionado a los toros y, algunas veces, cuando acudía a una corrida me llevaba.
Recuerdo una en la feria de Linares y otra en la de Jaén, en esta última viví en
directo los hechos.
En aquellos años viajar a
Jaén no era cómodo porque salía el autocar del pueblo, entonces propiedad de
Benigno Agudo, por la mañana temprano y regresaba por la tarde, por ello había
que desayunar y almorzar en la capital. Yo era muy pequeño, Jaén estaba en
feria y unos días antes me propuso viajar a la capital para pasar un día en el
ferial.
Ya dije que era “herrador”
y, además, que también comerciaba en sus ratos libres: Vendía seguros para la
compañía “La Estrella”, abonos, cuerdas y sogas de esparto en periodos de
siega, compraba granos y garbanzos por encargo del Sr. Extremera –almacenista
de Jaén- y vinos y vinagre a granel en su domicilio.
Después de desayunar y de
resolver sus asuntos, su espíritu indomable del “compro y vendo” nos arrastró a
media mañana hasta el ferial pues quería darse una vuelta por la “feria del
ganado”, estaba en la parte final. Nos encaminamos a los lugares donde los
gitanos comerciaban con el ganado de caballos, mulos y burros. Todos vestían
con el atuendo típico de su raza: Traje, chaleco, camisa blanca, zapatos
abotinados, sombrero, gancha, sortija mientras más grande mejor y reloj de
bolsillo; todo para dar buena imagen y colocar la mercancía deteriorada a
precio de oro.
Él no pretendía comprar ni
vender, sólo buscaba disfrutar con el ambiente del espectáculo y conocer cómo
estaban los precios. Conocía a la mayoría de los gitanos porque muchos de ellos
venían durante el año a Villargordo con su profesión, la compra-venta de
animales.
Después nos dimos una
vuelta por las atracciones infantiles del ferial, era el turno del nieto, y
regresamos al casco urbano para almorzar. Lo hicimos en una casa de comidas muy
popular en aquellos años, el “Bar mi casa”. Cuando nuestros estómagos
estuvieron satisfechos nos encaminamos hacia la plaza de toros, íbamos por la
calle Tablerón, hablábamos y, de pronto, dejó de hablar del tema que nos
ocupaba… Yo me sorprendí y le pregunté cuando lo vi mirando al frente y con los
ojos fijos y sin movimiento:
- ¿Qué te pasa abuelo?
Él parecía flotar en el
aire y después de unos segundos me contestó:
- Niño, mira qué tetas tan
hermosas tiene esa mujer.
Yo, debido a mi corta
edad, no entendía en ese momento nada, confirmo que la escena no se me ha
olvidado jamás. Sin ánimo de ofender a las mujeres entradas en carnes y con
pechos demasiado prominentes, así era aquella musa de sus sueños, tengo que
posicionarme y decir que mis gustos en este tema caminaron y caminan por
senderos contrarios a los de mi queridísimo abuelo Paco. Unos años después
aprendí, conversando con las personas mayores de la familia, que en aquellos
tiempos ese era el tipo de mujer que enamoraba a los hombres. Entonces, ya
tarde, comprendí el porqué de aquella reacción suya.
Unos años después volvió
a protagonizar otra célebre escena jocosa, muy apropiada para pasar a la
historia donjuanesca local.
Ya estaba bien cargado de
años su DNI y, como su mente no había seguido el mismo declive que el físico
pues le pedía hacer travesuras. Él nunca se paraba a pensar en los contras y por
eso se montaba siempre en el carro de los pros; en él se fue a Jaén;
visitó un prostíbulo; solicitó los servicios de una dama joven, para su edad
cualquiera de ellas lo era, y se encaminó con la moza a una habitación. Una vez
dentro y despojado de sus vestimentas pudo comprobar que la mente joven que lo
había llevado hasta allí no hacía juego con el físico pues éste no le respondía
de manera adecuada y por eso el órgano masculino que debía responderle para
cumplir con el motivo de su estancia allí se mostraba triste y no tenía la más
mínima intención de ir en su compañía a la feria. Llegó a esa certeza cuando
comprobó que no lograba que levantara el vuelo, había caído en una depresión
profunda y eso lo dejó helado.
La muchacha, al ver lo
que le ocurría, se dirigió a él con la intención de ayudarle a mejorar el
estado físico del músculo y para ello le dijo estas amables palabras:
- Abuelo, ven. Súbete
y arrímala pa que lo güela, ya verás cómo se anima.
Él, que ya había
comprendido su verdadera y definitiva situación, le contestó sin dudar un
instante con estas sabías palabras:
- Hija mía, lo siento.
No te esfuerces, te agradezco tus buenas intenciones pero ha llegado el carro a
la posá y esto no lo arregla ya ni el médico de Torres.
Le pagó y abandonó el
lugar sin hacer ruido ni dar voces.
Aquel fue el último día
que su cabeza le hizo pensar que todavía podía ir a buscar relaciones amorosas.
Ya no lo volvió a intentar más, aceptó la nueva situación con naturalidad y fue
muy feliz contándolas a cualquiera que quisiera reírse un rato con su relato,
ya no podía hacer otra cosa.
Este fue mi abuelo, tiene
más historias de este género y otro día tendré que ponerlas en escena.
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