Colaboración de Paco Pérez
El
pueblo de Israel tenía una “Ley
religiosa” que obligaba a los judíos, en las tres fiestas principales del
año, a presentarse ante Dios en el Templo de Jerusalén. Debían hacerlo en Pascua, la más popular; en las primicias, Pentecostés, y en la cosecha, las Tiendas.
En
la familia de Jesús eran fieles cumplidores y por ello comenzó Él a subir con
María y José a Jerusalén al cumplir los doce años, un año antes de lo
establecido.
La
religión judía discriminaba a las personas por el simple hecho de estar sordos, tullidos, ciegos o
enfermos; ser ancianos o niños; tener las facultades mentales
disminuidas; ser homosexual, mujer o
esclavo no liberado.
Por
ser así ya no estaban obligados como los otros. Esta norma lo que hacía era
resaltar más los elementos diferenciadores de las personas ante la sociedad y por
ella eran considerados indignos para
presentarse ante Dios. Una barbaridad, si nos fijamos en que después vino Jesús
y nos enseñó todo lo contrario.
A
pesar de ello Él subió con sus padres a Jerusalén y visitó el Templo. Allí se
reunió con los “doctores de la ley”
y el método que practicaba en ellas era el de escuchar y después preguntar.
Lo hacía con sencillez e ingenuidad. Al hacerlo así desarmaba a los adultos
presentes porque Él actuaba con espontaneidad
y ellos no, lo hacían dominados por la
ley, el rito o la teoría. Sus palabras los asombraban
porque eran fruto del amor y del conocimiento, las de ellos resonaban huecas
porque estaban desconectadas de la verdad que proviene de la realidad de la vida.
Quienes
hablan hoy de la fe usando palabras bonitas o frases hechas, que ni ellos
mismos entienden, lo que hacen es cansar a quienes los escuchan y, al concluir,
éstos se marchan a casa con la cabeza caliente y los pies fríos. Han pasado
muchos años desde que Jesús los encandilaba pero los procedimientos siguen
siendo, más o menos, los mismos.
Empujados
hoy por la celebración del “Día de la
Sagrada Familia” debemos proponer siempre cosas sencillas que se entiendan
bien por todos y lo haremos siguiendo la metodología de Jesús.
La
familia siempre debió ocupar un papel destacado en el plan de Dios para las
personas, la Biblia lo contempla, y ese modelo organizativo no propone
privilegios de unos sobre otros. Lo que sí hace es regular cómo deben
comportarse cada uno de sus miembros. Si nos fijamos bien comprobaremos que
antes, en un tiempo no muy lejano, ese modelo bíblico estaba vigente en nuestro
pueblo y lo que no pretendo decir ahora es que fuera perfecto. Había ejemplos
para todos los casos pero, de lo que no hay duda, sí había esta coincidencia:
[Los ANCIANOS y los PADRES eran respetados por los hijos y
nietos siempre, incluso después de haberse casado y vivir ya en sus casas.].
Por
desgracia, el progreso ha llevado a la “FAMILIA”
hasta una situación lamentable y ya no se respeta, como antes, esa jerarquía en la que los mayores eran
consultados por los hijos para encauzar las grandes decisiones que debían tomar.
Antes los abuelos eran atendidos por todos y ocupaban un lugar privilegiado
cuando se reunían y ahora, en la mayoría de los casos, ni los padres son
atendidos.
Con
este comportamiento familiar lo que hacemos es proceder como los judíos,
marginando a los mayores… ¿Cuál es el
delito que han cometido ellos para que pasen a ser objetos manipulables?
Sólo
del que no pueden ser acusados, de ser mayores. Para llegar hasta ahí tuvieron
que ser primero jóvenes, entonces ellos hicieron lo que les correspondió y les
permitió su situación personal. Ahora, lo que no debe ser es que al llegarles
la hora de descansar no puedan hacerlo porque estén convertidos en esclavos de
las necesidades de sus hijos y nietos y todo porque la modernidad ha llevado a
los jóvenes cónyuges a tener que trabajar para pagar las necesidades descomunales
que se han impuesto ellos por vivir según el modelo de los nuevos tiempos.
La
familia actual también ha perdido el norte en el campo de la religiosidad y esto también ha influido bastante en la
situación anterior. Se nos ha generado ésta porque nos hablaron mucho de la “fe”; lo hicieron de manera ininteligible
y por ello creímos entonces tener alguna; se reforzaba con el hecho de que
visitábamos el templo los domingos y, cuando salíamos por la puerta, nos
olvidábamos ya de Dios los otros días de la semana; confesábamos; comulgábamos…
¿Hacíamos algo más? ¿Leímos la Biblia para conocer a fondo la
esencia de Dios? ¿Tomábamos
conciencia real de quién era nuestro prójimo y qué debíamos hacer con él?
Sinceramente,
creo que la mayoría no lo hicimos. En mi caso, leí la Biblia a fondo cuando
sobrepasé la barrera de los sesenta y lamento enormemente no haberlo hecho en
su momento porque me ayuda mucho a comprender, algo, el gran misterio de Dios; me
empuja diariamente a cambiar mis comportamientos, algo nada fácil, y, también,
porque es quien me ayuda a llegar cuando viajo por la vida y no encuentro el
camino.
Si
las familias nos sentáramos con más frecuencia alrededor de la mesa camilla
para hablar del pasado, del presente o del futuro; si juntos leyéramos la
Biblia pues por los pasajes de hoy, tal vez, todos podríamos asumir con total naturalidad
y eficacia nuestro papel dentro de ella y muchos ancianos no tendrían que ser
recluidos en una residencia o padecer el síndrome de la SOLEDAD, esa que es
descrita por ellos mismos como una señora muy fea.
Debería
nuestra Iglesia, de una vez y para siempre, el ser muy paciente; no tener prisa
en nada de lo que programe, ni en este ni en otros temas; sembrar semillas de paciencia
y esperar; no preocuparse tanto por las aglomeraciones porque son flor de un día;
imponer, como obligación del cristiano-católico, leer la Biblia y, finalmente,
dejar a un lado lo que no es bíblico y coger como bandera única lo que nos
propuso Jesús.
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