Colaboración de Paco Pérez
Nunca
fue fácil para los hombres despertar al hecho religioso y por esa realidad Dios se lo fue presentando poco a poco
y cambiando la manera de hacerlo hasta llegar a nuestros días. Lo hizo así para
que sus mensajes fueran entendidos cada vez mejor por todos.
Hoy,
en Deuteronomio 18, 18-20, se nos
muestra un diálogo y en él Dios le
comunica a Moisés que en el futuro
les anunciaría lo que debían hacer mediante “la intermediación de los profetas”. También le expuso qué deberían respetar, qué no y qué consecuencias podrían
sobrevenir a los futuros profetas que no hicieran lo correcto cuando
desempeñaran su cometido.
TEXTO: [El Señor me respondió: Tienen razón;
suscitaré un profeta de entre sus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su
boca, y les dirá lo que yo le mande. A quien no escuche las palabras que
pronuncie en mi nombre, yo le pediré cuentas. Y el profeta que tenga la arrogancia de decir en mi nombre lo que yo no
le haya mandado, o hable en nombre de dioses extranjeros, ese profeta morirá.].
Pasan
los años, entramos en el tiempo de Jesús
y con Él se inicia un modelo
distinto al anterior.
Los
judíos se reunían el sábado en la
sinagoga para rezar, leer los textos sagrados y comentar sus lecturas. Él la visitaba, siguiendo las costumbres del judaísmo, participaba, opinaba sobre los textos y los impresionaba…
¿Por qué?
Porque
había una gran diferencia entre su forma de enseñar los mensajes y la que
empleaban los “doctores de la ley”.
Éstos usaban un método memorista y repetitivo, Él no se ajustaba a ese formato porque les mostraba a Dios desde su experiencia de la vida y
no desde la rigidez de los textos. El hombre siempre estuvo preocupado por sus
problemas y Él se acercaba a ellos
hablándoles de cómo vivir el día a día para darles solución.
Al
morir Jesús la labor evangelizadora
continuó pero tampoco era igual que cuando Él estaba con nosotros. En ese tiempo nuevo, Pablo
y sus seguidores se plantearon cuál debía ser el estado de las personas que
decidieran servir al Señor, hacerlo
desde el matrimonio o desde el celibato.
Para
él, que era soltero, los casados tenían unas obligaciones que
les harían distraerse del servicio al Señor
porque también tendrían que atender las necesidades
de la esposa, el esposo y los hijos. Por esa razón les recomendaba el “estado célibe” para poder atenderlo en plenitud pero su reflexión
no iba encaminada a prohibirles casarse
sino a que supieran valorar de antemano la realidades
de “la vida matrimonial” y “el servicio a Dios”.
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