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miércoles, 7 de octubre de 2020

LOS ROBABREVAS

                                            Colaboración de Paco Pérez

La mayor parte de las veces que salgo de casa para resolver algún asunto y camino por “El Paseo”, serán coincidencias de la vida o no sé qué otra cosa, me encuentro con Juan José Castillo Mata “El Espartero” en él o junto a la casa que hace unos años fue de Luisa “La Choca”, aquella inolvidable paisana que tan buenas relaciones tenía con todo el pueblo y, de manera especial, con otra villargordeña inolvidable, Anilla “La del kiosco”. La mayoría de las veces, hay otras que no, después de saludarnos suelen salir a relucir los recuerdos infantiles o juveniles y entonces me dice:
- Hace poco me acordé de otra historieta, te la voy a contar y después tú decides si la encuentras interesante o no.
– ¡Adelante, seguro que es muy buena! –le respondí.
Cuando escuché su relato lo felicité, le pedí que redactara esos recuerdos y, como había hecho otras veces, los dejara en casa o en el buzón de la correspondencia, unas fechas después cumplió su compromiso.
Una mañana del año 1951 me encontraba jugando, en el descampado que había junto al Cementerio, con Juan Guijarro Carretero El Papo”, fallecido y con Juan José Moreno Cerezuela El Caejo”, fallecido. Los tres, en aquellas fechas, vivíamos en la calle La Luna pero Juan, un tiempo después, se trasladó a la calle Ángel.
Como era una época en la que comer con normalidad era complicado pues en las conversaciones, muchas veces, aparecía el tema y ese día ocurrió; Juan José El Caejo” era poco hablador pero tomó la palabra y nos dio una noticia inesperada:
- Mi abuelo, en las olivas de “El Llanarón” (que ahora son de Juan Macho Varas), tiene una casilla y en la puerta hay tres higueras muy grandes que están cargadas de brevas.
Al escuchar sus palabras los ojos se nos pusieron como platos y le pregunté:
- ¿Dónde vive, en la casilla o en el pueblo?
Le hice la pregunta porque los zagales decían de ese viejo que era muy malo.
– El invierno lo pasa en el pueblo y el verano en ella –afirmó el nieto.
Estas palabras me causaron miedo porque me recordaron lo que nos ocurrió otro día con el padre de Juanillo Carapalo” y le dije:
- ¿Nos hará algo si nos pilla?
Él se rio y me dijo:
- Como voy yo no nos dirá nada y, además, como está más sordo que una tapia no se enterará de que hemos estado allí.
El Papo”, mostrándose también preocupado, nos dijo:
- Lo mejor será ir en la siesta, así correremos menos peligro.
La idea nos gustó y acordamos irnos a las tres. Mientras nos dirigíamos al lugar acordamos no hablar cuando estuviéramos en las higueras, allí todo lo haríamos en silencio o por señas.
Al llegar nos movimos con todas las precauciones del mundo aunque sabíamos que el abuelo echaba en ese momento la siesta, que no podría escucharnos y que no se despertaría aunque se repitiera en aquel lugar el bombardeo de Guernica.
Cuando estuvimos delante de ellas las miramos bien y nos gustó mucho una que estaba cargada, tenía las brevas muy gordas y debajo de ella había colocado el viejo una tinaja grande y panzona que tenía la boca no muy grande. La curiosidad hizo que nos asomáramos a ella y entonces comprobamos que estaba casi llena de cal ya apagada, la tenía preparada el abuelo para blanquear las paredes de la casilla.
Decidimos subirnos en esa higuera y el primero que lo hizo fue “El Papo”, después “El Caejo” y a mí no me dio tiempo a subirme porque “El Papo” una vez arriba se embelesó mirando las brevas, no se dio cuenta que estaba pisando en una rama muy delgada, ésta no aguantó su peso, se quebró y el pobre Juan bajó como un cohete, dando voces y con los brazos abiertos… ¿Qué le ocurrió?
Que tuvo la suerte de que los pies y el cuerpo entraran por la boca de la tinaja hasta la cal pero la desgracia de que los brazos en cruz se le atrancaran en la boca de la tinaja, se dio un fuerte en ellos y se le rompieron. Los lamentos que daba se escucharían en el pueblo y cuando acudimos para ayudarle comprobamos que estaba blanqueado, parecía un muñeco de nieve y después de media hora pataleando los tres, con mil fatigas, pudimos sacarlo, mientras él seguía gritando por el dolor. Nosotros también terminamos bastante blanqueados al sacarlo pero no como él que lo estaba desde los pies a la cabeza.
Después lo pusimos acostado en el suelo y, como no podía moverse mucho, pues se nos planteó el problema de cómo llevarlo hasta pueblo y por eso acordamos llamar al viejo. El nieto salió corriendo a la casilla en busca de él, porraceó la puerta pero la sordera le hacía no escuchar los golpes que daba en ella y después de mucho rato le abrió, el nieto le contó lo ocurrido y vino de inmediato hasta donde estaba Juan… ¡Menuda escena se originó!
Cuando el viejo lo vio convertido en un muñeco de nieve comenzó a dar risotadas, nosotros nos contagiamos con su risa, nos reímos también y mientras tanto el accidentado seguía llorando.
Cuando nos calmamos, el viejo le preguntó cómo estaba, Juan le comunicó que le dolían los brazos, él se los tocó y le dijo:
- Hijo, los tienes rotos.
Rápidamente se fue a la casilla, entró en la cuadra, aparejó la burra, vino hasta la higuera con ella, lo subimos y a su nieto lo colocó detrás del accidentado para que lo sujetara durante el regreso al pueblo y no se cayera, pues estaba muy mareado. Salimos pitando para el pueblo y el anciano nos llevó a la calle La Parra porque allí vivía D. Tomás Pes Setsé, el médico que entonces teníamos en Villargordo. Cuando estuvimos en la casa del doctor lo bajamos, llamamos, nos abrió una señora y nos dijo que pasáramos. Cuando vino el médico, al verlo cómo iba, también comenzó a reírse y mientras lo hacía exclamó:
- ¡Madre mía, como viene el chico!
El viejo le contó lo sucedido y entonces nos pasó hasta el patio porque en él había un pozo, allí podríamos quitarle la cal que llevaba pegada a la ropa y al cuerpo pues, como hacía mucho tiempo que había caído en la tinaja, la cal se había endurecido y no había forma de limpiársela. Lo desnudamos totalmente y, como tenía la cabeza blanca, pues mientras sacaba el agua se me ocurrió decirle que parecía un cucurucho de helado y comenzamos de nuevo a reír, le echábamos los cubetazos de agua por la cabeza, lo frotábamos para mejorarlo un poco pero cuando el doctor vio que era imposible quitarle toda la cal nos dijo que le pusiéramos sólo los pantalones y lo pasáramos a la consulta.
El médico le colocó los huesos, le inmovilizó las roturas con unas tablillas, le vendó los brazos y se los puso en cabestrillo con unas gasas anudadas al cuello.
Aquella tarde me di cuenta que no podemos escuchar lo que se dice de las personas porque fui a la casilla con la idea de que el abuelo era una mala persona y resulto ser todo lo contrario… ¡Muy bueno y con gran humor!
Cuando salimos del médico nos despedimos, él regresó a la casilla y nosotros nos fuimos para la calle La Luna acompañando a Juan hasta su casa. Al llegar a ella y verlo su madre casi denudo, blanqueado, con los dos brazos liados y colgados de unas gasas al cuello comenzó a gritar:
- ¡Juan, hijo mío! ¿Qué te han hecho?
Nosotros, cuando vimos la situación, salimos de la casa a la carrera y dejamos que él se lo explicara.

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