Colaboración de Paco Pérez
Capítulo II
Alfonso
ingresó en la “Guardia Civil”,
trabajó en distintos pueblos y finalmente recaló en Jaén, en este destino permaneció hasta que dio por concluido su
periplo profesional.
Amaba a Villargordo
tanto que, una vez jubilado, bajaba a diario en su “Niva” de color rojo y, cuando su enfermedad avanzó, primero lo
hacía en los autocares municipales hasta Las
Infantas pues el día anterior lo había dejado aparcado allí porque no quería correr riesgos. Solía hacer
dos maniobras casi a diario, viajar hasta nuestro pueblo o, desde allí, visitar
sus olivares. Cuando dejó de conducir porque empeoró ya venía hasta el pueblo en
los autocares de “Montijano” y lo
hacía acompañado de su inseparable cartera de cuero, tamaño folio, en la que guardaba
su documentos. La enfermedad siguió avanzando, se agravó de manera irreversible
y, después de pasar algunos años imposibilitado en la cama, nos dejó para
siempre.
Cuando no estaba enfermo y venía solíamos tomar unas
copas, hablábamos de muchos temas, y
siempre nos peleábamos para pagar, algunos creerán que esto es un cuento pero
es totalmente cierto. En estas tertulias me comentó lo de la bicicleta –yo era
demasiado pequeño cuando ocurrió y no podía recordarlo. También hablábamos
sobre cómo consiguió, tras una y mil peripecias legales, lo que tuvo que trapichear
para llegar a conseguir el patrimonio que juntó: Él compraba olivares o tierra
que no estaban bien cuidados, no se enamoraba de manera perdida de ninguna de
sus compras y por eso las vendía cuando conseguía ganarles algún dinero.
La verdad es que consiguió el objetivo que se
propuso, mejorar el patrimonio heredado de sus padres y dejarles a sus hijos un
pedazo de pan en la despensa. Lo que hizo, para mí, tiene más mérito porque lo
consiguió con un sueldo de funcionario y, a su lado, una esposa muy trabajadora
y buena administradora; todo esto lo aderezaron con honradez, mucho ingenio y
más diplomacia.
Este espíritu comercial lo heredó Alfonso de su madre. La inolvidable Juana estuvo, durante un tiempo,
dedicada al ejercicio del comercio clandestino. Lo era porque su casa
desempeñaba el papel de establecimiento comercial y, de manera más concreta, la cocina.
La casa tenía dos cuerpos, dos plantas, un corral,
una cuadra y un pajar. La puerta de la calle estaba centrada y daba paso a un
portal con dos habitaciones laterales. Un arco abierto en la pared maestra daba
paso al segundo cuerpo y en él la cocina estaba en la parte izquierda, en la
derecha había una habitación, las escaleras para subir a la cámara, situada en
el piso superior, y a puerta por la que se salía al corral.
En la cocina las casas solían tener dos alacenas y
en una de ellas fue donde montó Juana
el escaparate de su negocio de “zapatería”.
Mi abuela Rosa Antonia, ayudada por
mis tíos, tenía un negocio con matrícula de ferretería y ésta les permitía
vender de todos los productos –desde una punta hasta un jamón- y, además, ellos
tenían un sistema muy rentable: Adquirir
grandes cantidades y pagar al contado, así conseguían un precio de compra
más bajo. Lo que era una ventaja tenía el inconveniente de que algunos
productos tardaban en venderse y se pasaban de moda, en este grupo entraban los
zapatos para el campo, muchos de
ellos eran de goma.
Juana
iba
allí a comprar todos los días y las chirigotas aparecían a la entrada siempre, a
mis tíos les encantaba escuchar sus exageraciones y por eso procuraban
despacharla la última. Un día, cuando la conversación retornó al punto de la
seriedad, ella propuso a mis chachos comprarles, a bajo precio, un montón de
calzado campestre que ellos tenían en el almacén, la mayoría eran botas de goma de color rojo oscuro. Acabaron
haciendo el trato.
Cuando tuvo la mercancía en su domicilio acondicionó
la alacena como escaparate y le colocó una bombilla para que la clientela las
observara con detalle y pudiera enamorarse de sus productos de temporada
aceitunera. Era tan buena comercial que logró vender las botas aunque fueran
del mismo pie y algunas estuvieran ya deterioradas por los efectos invisibles
de la vejez:
- Esas son
las tuyas, te quedan mejor que pintadas- les decía a los compradores.
Cuando regresaban a casa después de la jornada
laboral en los olivares unos lo hacían con rozaduras o ampollas en los pies y
otros las traían ya rotas. Éste fue el problema más frecuente que tuvo que
lidiar Juana con los compradores, se
les rompían tan pronto porque llevaban fabricadas mucho tiempo y los materiales
ya habían perdido su consistencia. Cuando ocurría esto la visitaban para
protestarle, ella los atendía, les respondía con una ocurrencia jocosa y
apropiada para salir del paso, la protesta quedaba en risotadas y luego
contaban en la esquina del “Ratón”
lo que les había contestado Juana.
- ¿Se
comprende por qué Alfonso fue tan buen comerciante?
Otras veces comentábamos las anécdotas que nos
había regalado la vida cuando participábamos en las timbas de “Chabarrasco”.
Éstas las jugábamos por las tardes en los bares del pueblo, normalmente, en la década de los ochenta y hubo un tiempo
en el que la “Casilla del cura”, la
segunda o de abajo, se convirtió en un casino. Ambos teníamos una cualidad
común cuando jugábamos, la prudencia.
Por ella salíamos victoriosos la mayor parte de las veces.
Hace casi unos treinta años, un sábado por la
tarde, fuimos invitados a una timba en el “Bar
Danubio” de “Las Infantas” por
quienes venían de allí a nuestro pueblo. Ellos solían juntarse allí los fines
de semana y nos hablaban de un tal Miguel
“Caballo loco”, ese señor era
muy popular entre ellos. Por la
forma que tenían de hablar de él nosotros creíamos que era natural de Las Infantas o que estaba casado con
alguna moza del lugar. Esa sensación
aumentó cuando llegamos al bar y nos encontramos a este señor en compañía de
otro caballero y dos mujeres, yo
supuse que eran sus esposas- gran error.
La partida comenzó sin el caballero, cuando se
incorporó al grupo se sentó a mi
izquierda y lo que hizo no fue una casualidad, lo tenía todo perfectamente
calculado y este detalle lo comprendí más adelante.
Iniciamos la partida sobre las 16:00 horas y antes
de empezar les anuncié que a las 20:00 horas me marcharía para casa. Hecha esa
aclaración, como siempre ocurría, todos los jugadores pusieron la misma
cantidad de dinero y después las reposiciones ya eran libres, una vez
arrancada. Alfonso también comenzó
en ella y, como siempre, los dos fuimos prudentes ese día y seguimos el guión
habitual. Ambos comenzamos mal y tuvimos que reponer varias veces, siempre lo
hice con una cantidad baja, 500 pesetas, y así llegué a ir perdiendo hasta
5000. Ahí me cambió la suerte y pasé a
mi línea de ganador habitual… ¡¡¡Llegué
a acumular una cantidad, aproximada, de 50 000 pesetas!!!
Una vez montado en la borriquilla, estar en la
posición de ganador, opté por nadar y guardar la ropa porque la hora de
abandonar la timba llegaba en cuestión de minutos. Como ganaba tanto, en
aquellos tiempos era un dineral esa cantidad, opté por seguir media hora más
porque me daba vergüenza levantarme.
Ese fue, por mi parte, un error grave porque en
una jugada muy favorable para mis intereses “Caballo Loco” me limpió la era. Acabada la jugada me levanté,
felicité al ganador y regresé a Villargordo.
Unos días después, en “El Tropezón”, tomaba con los amigos unas cervezas, se nos acercó Alfonso y se integró en el grupo.
Cuando encontró el momento oportuno me pidió que lo acompañara hasta el coche
porque me tenía que enseñar una cosa. Una vez solos me comentó que había sido
una excusa para comentarme un asunto de interés para mí. Guardé silencio y
entonces me comunicó:
- Tú sabes bien que te aprecio un montón y hoy te tengo
que dar el consejo de que no vuelvas a jugar más con esa gente a las cartas
porque no sabes quienes son.
– La verdad es que no, fue la primera vez que los
vi –le contesté.
- No te puedes imaginar lo que ocurrió después de
que tú te vinieras.
Entonces, en un relato pormenorizado, me informó
de cómo fue el final de la partida. Un guardia civil jubilado muy amigo de Alfonso y conocido mío, Dulce, se acercó al señor “Caballo Loco” en el aparcamiento del
restaurante cuando se iba a montar en el coche y le puso la pistola en el
costado para que le devolviera el dinero que le había ganado, 10 000 pesetas.
¿Por qué
procedió así Dulce?
Porque conocía a “Caballo Loco” desde que estuvo trabajando en el equipo de seguridad
de varios casinos y en ellos es donde conoció a aquel tramposo individuo. Éste era
un tahúr profesional y cada día de
la semana visitaba un lugar diferente para menear el árbol de la nobleza humana
y llevarse sin esfuerzo la cosecha valiéndose de las típicas trampas de su
profesión. En este caso se colocó a mi
izquierda porque sabía que era el
enemigo a batir, tenía suerte y, además, jugaba bastante bien. A mi derecha se sentó el compinche, éste
tenía la misión de empujar cuando él diera las cartas que previamente había
manipulado.
Las señoras no eran sus señoras, eran
profesionales del mundo de la noche que aquel día fueron usadas por el tahúr
para engañar a la concurrencia.
Agradecí a mi inolvidable amigo sus palabras y,
desde aquel momento, me dediqué a distraerme con otros juegos porque el
objetivo era estar distraído a determinadas horas del día, en este caso por las
tardes.
Estas palabras de Alfonso me ayudaron a tomar la decisión de no participar en más
timbas, aunque me fueron muy lucrativas durante un tiempo, pero hubo otra razón
más fuerte y poderosa… ¡¡¡La MALDAD
humana hizo que algunos paisanos perdedores divulgaran una mentira como si
fuera verdad!!!
Jugaba para distraerme y no para lucrarme. Cuando
alguien afirma algo debe de tener pruebas y las mías están en poder de tres
amigos: Alonso y los hermanos Paco y Diego Lerma. Los cuatro formamos, en plan cachondo, la empresa “EPIAN”. El origen de ese nombre está en la palabra “NAIPE”, si se escriben sus letras en sentido contrario.
Preguntando a ellos se confirman los hechos narrados o se desmienten.
Mientras duró el invento repartíamos beneficios
para los cuatro todos los meses y
después de la charla con Alfonso les
anuncié que dejaba el asunto. Como teníamos un fondo común decidimos no
repartirlo para invitar a la numerosa peña de gente con la que nos divertíamos
en aquellos años.
¡¡¡Amigo
Alfonso, allá donde estés, gracias por cómo me trataste cuando era un niño y de
mayor!!!
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