Colaboración de José Martínez Ramírez
Una
tarde, como casi todos los días, jugué a la pelota con los amigos y recuerdo
que esa estuve con los hermanos Sampedro,
Tomás y Antonio, los “camioneros”,
y Cayetano “El rubio”, tal vez hubo alguno más pero no lo recuerdo. El partido
lo jugamos en la era de “El pollero”
y duró hasta que el sol se escondió.
De
regreso a casa empezó a llover y yo sabía bien que en invierno, cuando llovía,
al bar acudían más parroquianos de lo normal.
Tras una ducha rápida me
incorporé a mi puesto de trabajo, detrás de la barra, y mi hermano Juanito, que ya me estaba echando de
menos, me dirigió uno de aquellos gestos suyos que eran tan peculiares en él y
lo eran porque sin decirte nada te lo decían todo. Era lógico que estuviera
ofendido pues conocía muy bien la habilidad que yo tenía en la parcela de la
restauración.
Algunos amigos, cuando nos vemos de tarde en tarde, todavía me dicen
que fui y soy el mejor camarero de Europa y yo, sinceramente, creo que tienen toda
la razón.
Ese
subidón de autoestima que me regalan, a veces, suele sufrir bajones bestiales después, cuando descubro
cosas que no se ven a simple vista y entonces mi decepción es mayúscula. Lo es
cuando los pájaros cantan más de la cuenta, los escucho y entonces me entero de
que unas horas antes de regalarme unos cuantos adjetivos sabrosos le han estado
dando a la monaira a mi costa, en
fin, qué les vamos a hacer. Una putada detrás de otra, esa es la vida perra que
nos ha tocado vivir.
Cuando
recordaba estos momentos tristes y de desencanto del pasado viajé mucho más
atrás y esta vez lo hice junto a unos personajes que lo único malo que hacían
era matar las horas de reloj agarrados al vidrio. Aquellos eran tiempos de
abundante clientela y, consecuentemente, de ligueras que se prolongaban hasta
términos inconfesables.
Recuerdo
que cuando la temporada de aceituna ya había concluido se solía repetir en la
gente una situación de alivio y ésta les
hacía sentirse más relajados. Ese nuevo estado les estimulaba el digno deporte
de filtrar vino con la ayuda individual del brazo y del hígado, por lo tanto un buen bebedor de
aquella época podía decirle a quienes quisieran reconducirle su debilidad una
adaptación de aquellas célebres palabras de Machado: [A nadie debo nada, debeisme cuanto he bebido y pagado religiosamente de mi bolsillo,
no del vuestro.]
En
ese viaje me encontré con el señor Frasco
“Paratrenes” y su amigo Periquín, ya difuntos, y ambos son un ejemplo de la
situación narrada anteriormente.
En
una ocasión se encontraban, como cada noche, en la misma parcela de la barra de
mi bar, “El Tropezón” primitivo.
Recuerdo que esa noche los recibió un servidor y les serví dos copas de vino
blanco, si no recuerdo mal. Los que consumimos vino sabemos que hay días en los
que nos da por cantar antes de la cuenta y lo hacemos bien por cansancio, bien
por estómago vacío o vaya usted a saber la verdadera razón.
Esa
noche sucedió que, de los dos amigos, el único que habló más que un sacamuelas fue
Periquín. Frasco se limitó a asentir con la cabeza lo que le contaba su
amigo y, mientras lo hacía, la mano derecha se la pasaba por la cara con la
misma frecuencia. Esta fue la escena que repitieron durante toda la velada
vinatera y los diálogos que se cruzaban tenían lugar después que Frasco interviniera para ordenarme
algo, por ejemplo:
-
¡Niiiño, hijo mío, llénate otro vasico
cuando puedas!
Lo
sorprendente de su petición era que al hacerla se ponía la mano en la cara y dejaba
el ojo derecho en libertad para ver.
Mientras
él escenificaba su petición Periquín se percataba de que no lo
escuchaba y entonces solía decirle en respuesta a su mal comportamiento:
–
Frasco… ¿es mentira?
A
continuación llamaba a mi Juanito y
le hacia la misma interrogante:
–
Juanito… ¿es mentira?
Éste,
que hablaba menos que un sello, le respondía de manera lacónica:
-
No.
El
caso es que tras beberse quince o veinte vasos de vino con la mano en la cara
me dijo:
-
¡Niiiño, dame la muuuulta!
Entonces
les di la multa, hecha en voz alta y con cálculo mental, del estropicio de vino
que habían metido en la panza:
-
Son veinte vasos cada uno, a dos duros el vaso pues… ¡cuarenta duros cada uno!
Al
recibir la noticia de nuevo volvió a la pose, la mano en la cara y el ojo
mirando como podía. En esa situación me dijo:
-
¿Veinte vasos? ¡Pero si sólo van oooocho!
Después
de pagar, Periquín salió el primero por
la puerta y lo hizo como buenamente pudo pues hacía más tomiza que un espartero.
Un
servidor, después de cobrarles, comenzó a secar vasos con un paño y Juanito, en ese momento, ya se
encontraba en la cocina cenando. Frasco
se quedó sólo en la barra y comenzó a moverse sin separar la mano izquierda de encima del mostrador, éste le servía de apoyo.
Mientras se movía hacía el recorrido deslizándola en dirección a la salida y, a
la vez, con la derecha se despedía despacio y sin parar, como los reyes. Las
palabras que nos dedicaba fueron:
-
¡Adioooos, adioooos, ya me voy, adioooos!
Claro,
como todo tiene su fin pues la barra no iba a ser menos y también lo tuvo.
Entonces, cuando su mano izquierda perdió el punto de apoyo, cayó en picado delante
de la vitrina que había enfrente.
Cuando
escuché el golpe y lo vi tirado en el suelo salté la barra, mi Juanito llegó corriendo desde la cocina
y lo levantamos como buenamente pudimos.
Aunque
era bajito y pesaba como el plomo logramos levantarlo con mil esfuerzos. Una
vez que se recuperó lo sacamos a la calle, decidimos acompañarlo a su casa y él
se negó en redondo. Entonces lo dejamos solo y ahora se apoyaba en la pared mientras
caminaba, lo hacía de la manera que podía en dirección a su domicilio pero al
llegar a la puerta del bar de “Pancho”,
como estaba abierta, al señor Frasco
le volvió a ocurrir tres cuartos de lo mismo, esta vez no se le acabó el
mostrador pero sí fue la pared y aterrizó de nuevo en el suelo, cayó dentro del
otro bar. Acudimos corriendo y, cuando llegamos hasta él, todavía permanecía en
el suelo pero esta vez en su cara tenía aquella típica sonrisa suya en la que
levantaba el labio superior hacia la derecha. Cuando me vio llegar dijo:
-
¡Veeeessss… Eaaaa!
De
nuevo lo levantamos y, con toda la dignidad que fue capaz de reunir, se
encaminó otra vez solo hacia su hogar lentamente y, mientras avanzaba, lo hacía
dando grandes trapajazos de un lado a otro de la calle.
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