Colaboración de Paco Pérez
No
soy muy amante de visitar el Cementerio
y por esa razón Mari me suele decir con cariño que estoy como los gitanos, ella
sabe bien que esa repulsa que tengo al lugar no está motivada por las mismas razones
que puedan impulsar el comportamiento de ellos en el mismo tema. Esta actitud
mía obedece más bien a que prefiero seguir la sabía línea de actuación que se
desprende de este dicho popular: [Una
vez muerto el burro la cebada al rabo.]
La inolvidable Anilla "la del kiosco” estaba apuntada
al seguro de los muertos que gestionaba Tomás
“El minico”. Un día le preguntó
éste:
-
Ana, me ha dicho la compañía que le
pregunte en qué tanda quiere usted que le adjudiquemos el nicho.
Ella
le respondió de inmediato y sin prestarle mucha atención:
-
Me da igual, no pienso asomarme.
Yo
soy de la misma línea que la genial Anilla,
esas cosas no me las planteo ahora porque cuando me visite la parca tendré que
estar alojado allí, sin solicitarlo, hasta el final de los tiempos.
Acompaño
a Mari cuando va a realizar ciertas
visitas porque ella sola no puede transportar tantas cosas y porque respeto que la
sociedad haya convertido las visitas al Cementerio
en una obligación pero pienso que el único bien que se puede hacer a los
fallecidos es en la iglesia o en la intimidad de la casa mediante la oración. Mientras viven las personas
es cuando tenemos que estar pendientes de ellas para atenderlas en sus necesidades,
las que se les vayan presentando por la edad o la enfermedad.
Adecentar
las tumbas periódicamente lo veo correcto y no cometer excesos florales que
cuestan el ojo de una cara debería ser una norma de comportamiento general... ¿Para qué tanto gasto inútil?
Me
crié en la calle 14 de Abril y por
ello, cuando era un niño, jugaba en los terrenos aledaños al Cementerio. Estas fechas eran
inolvidables para los peques de aquel barrio porque muchos días antes de la celebración las
señoras comenzaban con los preparativos de la festividad: blanqueo de los
nichos y pintura de las cruces.
En
la década de los años cincuenta había colegio por las tardes y a la salida nos
íbamos los amiguetes al Campo Santos
para recorrer los nichos, leer los nombres de los difuntos y conocer los años
que tenían cuando murieron. Tengo que recordar con especial cariño al
personaje central de esos días en el recinto funerario, el señor Arturo López, es el que tiene el pelo blanco.
Era
muy popular en aquellos años por su múltiples historietas, en él se cumplía
aquella frase célebre de la picaresca: [El
hambre aguza el ingenio]. El pícaro Arturo
siempre ponía en práctica la fórmula de comer, beber y no dar golpe.
En
aquellos años los enterramientos se realizaban en nichos y en el suelo.
En
éstos las familias rodeaba el espacio donde estaba la fosa de su familiar
querido con piedras del tamaño de un puño y la blanqueaban después, donde
calculaban que estaba la cabeza del difunto formaban una pequeña cruz con
piedras más pequeñas que también eran blanqueadas y el día central de la fiesta
le colocaban las mariposas y las flores.
También
había construidos en aquellos años nichos, unos eran ocupados en propiedad mediante
el pago de la cantidad que establecía el Ayuntamiento y otros en arrendamiento.
No
obstante, en aquellas fechas todavía no estaba generalizada la colocación de
lápidas de mármol en los nichos y estaban cubiertos con yeso y blanqueados.
En
éstos es donde el señor Arturo hacía
su agosto en estas fechas previas, tenía que comenzar con bastante antelación
sus labores porque eran muchísimas bóvedas las que tenía que adecentar. Los
peques estábamos alrededor suyo, como unas pesadas moscas, observándole todos
los movimientos pictóricos que hacía subido en las escaleras de tijera. En esa
incómoda posición manejaba con gran soltura sus finos pinceles, las reglas para
trazar primero la cruz, después las letras iniciales del nombre y apellidos del
difunto, el aguarrás para aligerar la pintura negra en una lata y los trapos
blancos con que limpiaba los pinceles.
Todavía
quedan bastantes ejemplares de aquel modelo de enterramiento y ya ha anunciado
el Ayuntamiento que otra nueva tanda de nichos antiguos va a ser demolida y
restaurada.
El
día 2 de noviembre, asistí a la misa que se celebró en el Cementerio por las almas de
todos los difuntos de nuestro pueblo.
Fue, para mí, muy emotiva porque es
lo único que realmente tiene sentido de esta celebración festiva, la pena es
que no acudió la clientela que si hubo la tarde y noche anteriores en el mismo recinto.
Esa es la cultura que tenemos y sólo se puede cambiar si somos capaces de
razonar, entonces no nos dejaremos arrastrar por las corrientes comerciales de
los tiempos, pensemos en los intereses que rodean a estos días de celebración y,
por el contrario, cuando nos llama Dios
para rezar por sus almas no acudimos en masa, lo hacemos con cuentagotas.
Para
desdramatizar el día voy a presentar unas
anécdotas jocosas de dos personajes locales, las traigo porque es de
difuntos el caso de Sebastián Moral
“El tonto Avelino”, es el del
sombrero, y las de Arturo porque es
la figura central de lo noticiable en nuestro pasado sobre estas fechas.
El
día 30 de mayo de 1972 murió mi
abuela Rosa Antonia y esa noche la
velamos en casa de mis padres, todavía no se estilaba llevar a los difuntos a
los tanatorios.
Como
hacía una buena temperatura aquella noche los hombres estábamos sentados en el
patio y entre ellos se encontraban Sebastián
y su vecino Teodoro Delgado.
Uno
de los reunidos comentó que el cielo se estaba nublando un poco y otro señor le
dijo:
-
Ocurrirá como casi todos los años, lloverá y se estropeará mañana la “Fiesta de las Flores”.
Entonces
tomó la palabra Sebastián y nos
dijo:
-
Tranquilos, esos nublos son jerga vacía
y no caerá una gota.
El
pronunciar “jerga vacía” causó
impacto en algún joven que desconocía su verdadero sentido y se carcajeo con la
ocurrencia de Sebastián.
Teodoro, al
producirse de nuevo el silencio propio del velatorio, rompió el hielo y comentó
a Sebastián que había estado durante
la “Feria de Sevilla” en casa de sus
cuñados. Éste le preguntó:
-
¿Cómo es aquella feria?
-
Un fenómeno, no te la puedes ni imaginar y por mucho que yo te cuente no te puedes
hacer una idea exacta –le contestó Teodoro.
-
No será para tanto – insistió Sebastián
con sus averiguaciones.
-
Es mucho más grande.
-
Nos pones un ejemplo y así nosotros decidimos después si es verdad lo que dices
–continuó insistiendo Sebastián.
-
Cuando llegas al ferial quedas asombradísimo con el montón tan grande de luces
que hay, es increíble.
-
¿Cuántas puede haber?
Teodoro, empezó a
pensar y después de meditarlo unos minutos tomó de nuevo la palabra y le dijo:
-
Tú imagínate que has podido pillar un saco de moscas, te vas con él a una
habitación cerrada y las sueltas. Pues así están las luces en la “Feria de Sevilla”.
La
reacción de los reunidos no se hizo esperar y las risas no fueron pocas, más
bien abundantes.
Así
eran los velatorios en las casas, la
mayor parte de las veces, sobre todo si eran personas mayores las que habían
cerrado los párpados.
Arturo, como siempre
estaba al fallo del dólar, contaba cuatro chirigotas graciosas que alegraban el
ambiente, y así conseguía su que lo invitaran a un café aquí, un chato allá o
una copa de coñac en otro lugar.
Alguna
vez que otra hacía algunos trabajos, por ejemplo en casa de mi abuelo, Pérez “El viejo”. Una vez tuvo la necesidad de quemar las puertas de la
casa para quitarle la pintura vieja y adecentarlas de nuevo para
rejuvenecerlas. Arturo aceptó el
trabajo, lo hacía con una lámpara de gasolina y después raspaba la pintura con
una espátula, también llevaba en ese trabajo unos trapos viejos para limpiar la
espátula.
Él
no era un señor constante y lo hacía con una intermitencia increíble, ese
proceder ya desesperaba a mi tía Marina
y a mi abuelo pero por más que le reprochaban su conducta holgazana él no
cambiaba el paso jamás.
El
colmo de sus trapacerías lo llevó a ingeniarse una situación de pícaro que pudo
haberle costado un disgusto gordo en su integridad física y a mi abuelo una
responsabilidad de gran calibre porque en aquellos años se trabajaba y nadie
daba de alta al trabajador, no se estilaba hacerlo.
Arturo se lió los
trapos de limpiar en un pie, les echó gasolina y simuló que se le habían incendiado
de manera fortuita. Su error estuvo en que salió corriendo y dando gritos, no
se paró a quitarse los trapos que llevaba ardiendo y bien anudados. Mi tía Marina acudió al oírlo, le echó encima la
primera ropa que pilló y así le apagó rápidamente el incendio que él mismo se había
originado.
Lo
que buscaba era lesionarse y sacarle a mi abuelo unas perras y lo que realmente
consiguió fue que allí acabara su trabajo, teniendo que rematar la faena otro
señor.
Eran
años de muchas dificultades económicas y si a esa realidad le añadía el
trabajador su poca o nula disposición para el trabajo pues se quitaba el hambre
a tortazos, lo que le ocurría a él.
Era
un genio para el engaño y en una de estas industrias tramposas se asoció con el
famosísimo villargordeño Rafael Álvarez
Bonaque, más conocido como “Cachaflatas”,
cuya profesión era la de albañil y de ahí les vino la inspiración.
En
aquellos años los materiales usados en la construcción de las viviendas eran la
tierra, los palos, el yeso, las cañas y las piedras conocidas vulgarmente como
“toscas” en nuestro entorno se usaban
para hacer los cabezales de las paredes con los tapiales.
Ambos
eran muy amigos y un día maquinaron asociarse para meterse a empresarios de
materiales de la construcción, traerían palos
para construir los tejados de las
casas.
Viajaron
vestidos con sus mejores galas a un almacén de palos y se presentaron como D. Rafael del Nido, “Cachaflatas”, y D. José Araque, “Arturo”.
Firmaron los pertinentes documentos para el pago posterior, una vez vendidos, y
regresaron en el tren hasta Las Infantas
con el cargamento de palos.
Pasó
el tiempo, vendieron los palos, se gastaron el dinero, no pagaron y un día ocurrió
lo que tenía que ocurrir… ¡¡¡El almacenista se presentó en Villargordo y preguntaba por los señores mencionados a los vecinos!!!
Cuando
daba sus nombres nadie los conocía, aunque les describía muy bien cómo eran.
Dio vueltas y más vueltas hasta que por fin encontró a un paisano que los
reconoció y le dijo:
-
Éstos no pueden ser otros que Arturo
y “Cachaflatas”. Venga usted conmigo,
que yo lo voy a llevar hasta donde vive Rafael
del Nido.
Una
vez que le indicó la casa donde vivía se marchó, el señor forastero llamó en la
puerta y le abrió un hijo de Rafael:
-
Buenas… ¿Vive aquí el señor D. Rafael
del Nido?
El
hijo le contestó:
-
Mi papa sí se llamaba Rafael pero
que no es ese hombre.
“Cachaflatas” escuchó la conversación y
salió al encuentro:
-
Pase, pase, no se quede en la calle.
Una
vez dentro de casa y después de los saludos se dirigió a su hijo en estos términos:
-
Niño, tráete la palmatoria.
-
Papa… ¿Eso qué es?
-
El candil hijo mío, el candil.
Cuando
volvió el muchacho con el candil Rafael lo encendido, lo invitó a pasar más
adentro de la casa y le dijo de nuevo mientras le alumbraba:
-
Señor, tenga cuidado con el piano, puede tropezar y caerse.
Cuando
el señor observó el mobiliario de la casa y escuchó que le señalara a la albarda de la burra como si fuera un
piano pues pensó que estaba loco y que debía salir de allí por la puerta lo más
pronto posible.
Una
vez en la calle ya sólo le quedaba la esperanza de encontrar al otro señor,
nuestro Arturo. Éste ya se había
enterado de su presencia en el pueblo y se montó también un número de loco.
Cuando
llegó a donde vivía pasó hasta el corral, en él había una chumbera y Arturo estaba subido en ella totalmente
desnudo, como su madre lo parió, y en cuclillas. Cuando apareció el señor de
los palos en el corral empezó a escenificar su número así:
-
¡¡¡Pi, pi!!! ¡¡¡Ya viene por allí el tren de mi chacho Benigno!!! ¡¡¡Pi, pi!!!
Repetía
este mensaje sin parar y, simultáneamente, se ponía la mano sobre la vista,
como si mirara a lo lejos.
El
señor recibió de nuevo un mensaje de locura se marchó, se olvidó de sus palos y
nunca más volvió a cobrar su factura.
Así
se las ingeniaron para no pagar su compra.
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