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lunes, 4 de noviembre de 2013

DÍA DE LOS DIFUNTOS

Colaboración de Paco Pérez
No soy muy amante de visitar el Cementerio y por esa razón Mari me suele decir con cariño que estoy como los gitanos, ella sabe bien que esa repulsa que tengo al lugar no está motivada por las mismas razones que puedan impulsar el comportamiento de ellos en el mismo tema. Esta actitud mía obedece más bien a que prefiero seguir la sabía línea de actuación que se desprende de este dicho popular: [Una vez muerto el burro la cebada al rabo.

La inolvidable Anilla "la del kiosco” estaba apuntada al seguro de los muertos que gestionaba Tomás El minico”. Un día le preguntó éste:
- Ana, me ha dicho la compañía que le pregunte en qué tanda quiere usted que le adjudiquemos el nicho.
Ella le respondió de inmediato y sin prestarle mucha atención:
- Me da igual, no pienso asomarme.
Yo soy de la misma línea que la genial Anilla, esas cosas no me las planteo ahora porque cuando me visite la parca tendré que estar alojado allí, sin solicitarlo, hasta el final de los tiempos.
Acompaño a Mari cuando va a realizar ciertas visitas porque ella sola no puede transportar tantas cosas y porque respeto que la sociedad haya convertido las visitas al Cementerio en una obligación pero pienso que el único bien que se puede hacer a los fallecidos es en la iglesia o en la intimidad de la casa mediante la oración. Mientras viven las personas es cuando tenemos que estar pendientes de ellas para atenderlas en sus necesidades, las que se les vayan presentando por la edad o la enfermedad.
Adecentar las tumbas periódicamente lo veo correcto y no cometer excesos florales que cuestan el ojo de una cara debería ser una norma de comportamiento general... ¿Para qué tanto gasto inútil?
Me crié en la calle 14 de Abril y por ello, cuando era un niño, jugaba en los terrenos aledaños al Cementerio. Estas fechas eran inolvidables para los peques de aquel barrio porque muchos días antes de la celebración las señoras comenzaban con los preparativos de la festividad: blanqueo de los nichos y pintura de las cruces.
En la década de los años cincuenta había colegio por las tardes y a la salida nos íbamos los amiguetes al Campo Santos para recorrer los nichos, leer los nombres de los difuntos y conocer los años que tenían cuando murieron. Tengo que recordar con especial cariño al personaje central de esos días en el recinto funerario, el señor Arturo López, es el que tiene el  pelo blanco.

Era muy popular en aquellos años por su múltiples historietas, en él se cumplía aquella frase célebre de la picaresca: [El hambre aguza el ingenio]. El pícaro Arturo siempre ponía en práctica la fórmula de comer, beber y no dar golpe.
En aquellos años los enterramientos se realizaban en nichos y en el suelo.
En éstos las familias rodeaba el espacio donde estaba la fosa de su familiar querido con piedras del tamaño de un puño y la blanqueaban después, donde calculaban que estaba la cabeza del difunto formaban una pequeña cruz con piedras más pequeñas que también eran blanqueadas y el día central de la fiesta le colocaban las mariposas y las flores.
También había construidos en aquellos años nichos, unos eran ocupados en propiedad mediante el pago de la cantidad que establecía el Ayuntamiento y otros en arrendamiento.
No obstante, en aquellas fechas todavía no estaba generalizada la colocación de lápidas de mármol en los nichos y estaban cubiertos con yeso y blanqueados.
En éstos es donde el señor Arturo hacía su agosto en estas fechas previas, tenía que comenzar con bastante antelación sus labores porque eran muchísimas bóvedas las que tenía que adecentar. Los peques estábamos alrededor suyo, como unas pesadas moscas, observándole todos los movimientos pictóricos que hacía subido en las escaleras de tijera. En esa incómoda posición manejaba con gran soltura sus finos pinceles, las reglas para trazar primero la cruz, después las letras iniciales del nombre y apellidos del difunto, el aguarrás para aligerar la pintura negra en una lata y los trapos blancos con que limpiaba los pinceles.
Todavía quedan bastantes ejemplares de aquel modelo de enterramiento y ya ha anunciado el Ayuntamiento que otra nueva tanda de nichos antiguos va a ser demolida y restaurada.


El día 2 de noviembre, asistí a la misa que se celebró en el Cementerio por las almas de todos los difuntos de nuestro pueblo
Fue, para mí, muy emotiva porque es lo único que realmente tiene sentido de esta celebración festiva, la pena es que no acudió la clientela que si hubo la tarde y noche anteriores en el mismo recinto. Esa es la cultura que tenemos y sólo se puede cambiar si somos capaces de razonar, entonces no nos dejaremos arrastrar por las corrientes comerciales de los tiempos, pensemos en los intereses que rodean a estos días de celebración y, por el contrario, cuando nos llama Dios para rezar por sus almas no acudimos en masa, lo hacemos con cuentagotas.
Para desdramatizar el día voy a presentar unas anécdotas jocosas de dos personajes locales, las traigo porque es de difuntos el caso de Sebastián MoralEl tonto Avelino”, es el del sombrero, y las de Arturo porque es la figura central de lo noticiable en nuestro pasado sobre estas fechas.
El día 30 de mayo de 1972 murió mi abuela Rosa Antonia y esa noche la velamos en casa de mis padres, todavía no se estilaba llevar a los difuntos a los tanatorios.
Como hacía una buena temperatura aquella noche los hombres estábamos sentados en el patio y entre ellos se encontraban Sebastián y su vecino Teodoro Delgado.
Uno de los reunidos comentó que el cielo se estaba nublando un poco y otro señor le dijo:
- Ocurrirá como casi todos los años, lloverá y se estropeará mañana la “Fiesta de las Flores”.
Entonces tomó la palabra Sebastián y nos dijo:
- Tranquilos, esos nublos son jerga vacía y no caerá una gota.
El pronunciar “jerga vacía” causó impacto en algún joven que desconocía su verdadero sentido y se carcajeo con la ocurrencia de Sebastián.
Teodoro, al producirse de nuevo el silencio propio del velatorio, rompió el hielo y comentó a Sebastián que había estado durante la “Feria de Sevilla” en casa de sus cuñados. Éste le preguntó:
- ¿Cómo es aquella feria?
- Un fenómeno, no te la puedes ni imaginar y por mucho que yo te cuente no te puedes hacer una idea exacta –le contestó Teodoro.
- No será para tanto – insistió Sebastián con sus averiguaciones.
- Es mucho más grande.
- Nos pones un ejemplo y así nosotros decidimos después si es verdad lo que dices –continuó insistiendo Sebastián.
- Cuando llegas al ferial quedas asombradísimo con el montón tan grande de luces que hay, es increíble.
- ¿Cuántas puede haber?
Teodoro, empezó a pensar y después de meditarlo unos minutos tomó de nuevo la palabra y le dijo:
- Tú imagínate que has podido pillar un saco de moscas, te vas con él a una habitación cerrada y las sueltas. Pues así están las luces en la “Feria de Sevilla”.
La reacción de los reunidos no se hizo esperar y las risas no fueron pocas, más bien abundantes.
Así eran los velatorios en las casas, la mayor parte de las veces, sobre todo si eran personas mayores las que habían cerrado los párpados.
Arturo, como siempre estaba al fallo del dólar, contaba cuatro chirigotas graciosas que alegraban el ambiente, y así conseguía su que lo invitaran a un café aquí, un chato allá o una copa de coñac en otro lugar.
Alguna vez que otra hacía algunos trabajos, por ejemplo en casa de mi abuelo, PérezEl viejo”. Una vez tuvo la necesidad de quemar las puertas de la casa para quitarle la pintura vieja y adecentarlas de nuevo para rejuvenecerlas. Arturo aceptó el trabajo, lo hacía con una lámpara de gasolina y después raspaba la pintura con una espátula, también llevaba en ese trabajo unos trapos viejos para limpiar la espátula.
Él no era un señor constante y lo hacía con una intermitencia increíble, ese proceder ya desesperaba a mi tía Marina y a mi abuelo pero por más que le reprochaban su conducta holgazana él no cambiaba el paso jamás.
El colmo de sus trapacerías lo llevó a ingeniarse una situación de pícaro que pudo haberle costado un disgusto gordo en su integridad física y a mi abuelo una responsabilidad de gran calibre porque en aquellos años se trabajaba y nadie daba de alta al trabajador, no se estilaba hacerlo.
Arturo se lió los trapos de limpiar en un pie, les echó gasolina y simuló que se le habían incendiado de manera fortuita. Su error estuvo en que salió corriendo y dando gritos, no se paró a quitarse los trapos que llevaba ardiendo y bien anudados. Mi tía Marina acudió al oírlo, le echó encima la primera ropa que pilló y así le apagó rápidamente el incendio que él mismo se había originado.
Lo que buscaba era lesionarse y sacarle a mi abuelo unas perras y lo que realmente consiguió fue que allí acabara su trabajo, teniendo que rematar la faena otro señor.
Eran años de muchas dificultades económicas y si a esa realidad le añadía el trabajador su poca o nula disposición para el trabajo pues se quitaba el hambre a tortazos, lo que le ocurría a él.
Era un genio para el engaño y en una de estas industrias tramposas se asoció con el famosísimo villargordeño Rafael Álvarez Bonaque, más conocido como “Cachaflatas”, cuya profesión era la de albañil y de ahí les vino la inspiración.
En aquellos años los materiales usados en la construcción de las viviendas eran la tierra, los palos, el yeso, las cañas y las piedras conocidas vulgarmente como “toscas” en nuestro entorno se usaban para hacer los cabezales de las paredes con los tapiales.
Ambos eran muy amigos y un día maquinaron asociarse para meterse a empresarios de materiales de la construcción, traerían palos para construir los tejados de las casas.
Viajaron vestidos con sus mejores galas a un almacén de palos y se presentaron como D. Rafael del Nido, “Cachaflatas”, y D. José Araque, “Arturo”. Firmaron los pertinentes documentos para el pago posterior, una vez vendidos, y regresaron en el tren hasta Las Infantas con el cargamento de palos.
Pasó el tiempo, vendieron los palos, se gastaron el dinero, no pagaron y un día ocurrió lo que tenía que ocurrir… ¡¡¡El almacenista se presentó en Villargordo y preguntaba por los señores mencionados a los vecinos!!!
Cuando daba sus nombres nadie los conocía, aunque les describía muy bien cómo eran. Dio vueltas y más vueltas hasta que por fin encontró a un paisano que los reconoció y le dijo:
- Éstos no pueden ser otros que Arturo y “Cachaflatas”. Venga usted conmigo, que yo lo voy a llevar hasta donde vive Rafael del Nido.
Una vez que le indicó la casa donde vivía se marchó, el señor forastero llamó en la puerta y le abrió un hijo de Rafael:
- Buenas… ¿Vive aquí el señor D. Rafael del Nido?
El hijo le contestó:
- Mi papa sí se llamaba Rafael pero que no es ese hombre.
Cachaflatas” escuchó la conversación y salió al encuentro:
- Pase, pase, no se quede en la calle.
Una vez dentro de casa y después de los saludos se dirigió a su hijo en estos términos:
- Niño, tráete la palmatoria.
- Papa… ¿Eso qué es?
- El candil hijo mío, el candil.
Cuando volvió el muchacho con el candil Rafael lo encendido, lo invitó a pasar más adentro de la casa y le dijo de nuevo mientras le alumbraba:
- Señor, tenga cuidado con el piano, puede tropezar y caerse.
Cuando el señor observó el mobiliario de la casa y escuchó que le señalara a la albarda de la burra como si fuera un piano pues pensó que estaba loco y que debía salir de allí por la puerta lo más pronto posible.
Una vez en la calle ya sólo le quedaba la esperanza de encontrar al otro señor, nuestro Arturo. Éste ya se había enterado de su presencia en el pueblo y se montó también un número de loco.
Cuando llegó a donde vivía pasó hasta el corral, en él había una chumbera y Arturo estaba subido en ella totalmente desnudo, como su madre lo parió, y en cuclillas. Cuando apareció el señor de los palos en el corral empezó a escenificar su número así:
- ¡¡¡Pi, pi!!! ¡¡¡Ya viene por allí el tren de mi chacho Benigno!!! ¡¡¡Pi, pi!!!
Repetía este mensaje sin parar y, simultáneamente, se ponía la mano sobre la vista, como si mirara a lo lejos.
El señor recibió de nuevo un mensaje de locura se marchó, se olvidó de sus palos y nunca más volvió a cobrar su factura.
Así se las ingeniaron para no pagar su compra.   


  

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