Colaboración de José Martínez Ramírez
Sólo
por amarme, moriría en tus brazos.
Sólo
tu hermosura moriría,
si
pronto, la ley me condena...
¿Qué
juez, sin embargo,
condena
el amor que nunca está solo?
Veo
dos enamorados en el pilar redondo.
Él
la rodea por los hombros con su brazo.
Le
dan a los barbos migas de un pan orondo.
Miran
el agua y a sus habitantes nadando,
ajenos
al idioma, ágiles, lo comen pronto.
Pasa
con sus mulos, hacia el Baldío, Frasco.
Le
dan las buenas tardes, uno va algo cojo.
Sólo
por amarme, moriría en tus brazos.
Sólo
tu hermosura moriría,
si
pronto, la ley me condena...
¿Qué
juez, sin embargo,
condena
el amor que nunca está solo?
Pasó
el tiempo, ave cruel, que de un puyazo,
abrazó
al destino, ese que duele y yo no escojo.
Se
abrieron puertas, dieron un gran porrazo.
Ella
mira el agua, un tiempo después. De reojo,
la
observa y la abraza fuerte, con su brazo.
Tapa
su cabeza un azul y ajustado gorro.
Van
hacia las pilas fuertemente agarrados,
le
susurra algo, es bonita, la mira a los ojos,
se
besan y, como la tarde, se van alejando.
Sólo
por amarme, moriría en tus brazos.
Sólo
tu hermosura moriría,
si
pronto, la ley me condena...
¿Qué
juez, sin embargo,
condena
el amor que nunca está solo?
Cuando
doblaron las campanas, los petirrojos,
tan frágiles y pequeños, ya habían llegado.
Años
después, lagrimosos aun sus ojos,
se
aferra a los hierros, no quiere soltarlos.
Desde
la puerta del cementerio,
le
canta muy, muy flojo y entonado,
poemas
y canciones… ¡Creen que está chiflado!
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