Colaboración de Paco Pérez
Hace unas fechas recibí un e-mail y en él se me regalaba este
texto. Una vez que lo leí comprobé que era muy instructivo pues reflejaba una
estampa real o literaria de los hechos que ocurren a diario en muchas ciudades y pueblos de nuestra querida
ESPAÑA.
Pagó
la última ronda de unas cervezas que le habían sentado divinamente después de
una intensa semana de trabajo, se lo habían pasado bomba despotricando del
viaje del Papa, de la hipocresía de la Iglesia, de todo lo que les pedía el
anticlericalismo que los unía, así como la amistad que se profesaban y que les
servía para estar colocados en la misma empresa pública de la Junta de Andalucía.
Se
fue a casa para comer algo antes de echarse una buena siesta, pero de camino se
encontró con un olor que lo llevó directamente hasta el paraíso efímero de su
infancia. Un olor a cocido, o humeante, el aroma que lo recibía cuando llegaba
a su casa después del colegio, con su madre atareada en la humilde cocina donde
la olla hervía sin cesar.
Entró
en un local que le pareció un restaurante modesto, pero con encanto; iba distraído
pensando en el Informe Técnico sobre Prevención de Riesgos Psicosociales de las
Personas Expuestas a Situaciones de Disrupción Económica Familiar que le habían
encargado en la empresa pública donde trabaja. En realidad, no era un
restaurante; sino un autoservicio frecuentado por gente de toda condición.
Había personas ataviadas a la antigua usanza, junto a individuos solitarios que
vestían según las normas alternativas del arte
povera.
De
pronto abrió los ojos y se quedó pasmado al comprobar que, quien le servía la
comida en la bandeja, era una monja.
Aquello era un comedor social y se
vio rodeado de eso que nunca se nombra en los informes ni en los dosieres
que él prepara: pobres.
Quiso
retirarse; pero la monja no lo dejó. Le sonrió y le dijo que no se preocupara,
que la primera vez es la más complicada,
que no debía avergonzarse de nada,
que el cocido estaba buenísimo y que, de segundo, había filete empanado; que no
se perdiera las vitaminas de la ensalada ni de la fruta, y que podía rematar la
comida con un helado de los que había regalado una fábrica cuyo nombre obvió.
Se vio sentado a una mesa donde un matrimonio mayor, y bien vestido, comía en
silencio, sin levantar los ojos de la bandeja. Enfrente, un tipo con barba
descuidada sonreía mientras devoraba el filete empanado y le contaba su vida;
había perdido el trabajo, el banco se había quedado con su casa, después del
divorcio no sabía a dónde ir; menos mal que las monjas le daban comida y ropa,
y que dormía en el albergue bajo techo. Al final, he tenido suerte en la vida,
compañero; así que no te agobies, que de todo se sale...
No podía creer
lo que estaba sucediendo. Nadie le había pedido nada por darle de comer, ni le
habían preguntado por sus creencias. Se limitaban a darle de comer al
hambriento, sin adjetivos.
Al
salir, no le dio las gracias a la monja que le había dado de comer. Pero no fue
por mala educación, sino porque no podía articular palabra. Una inclinación de
cabeza. Ella le contestó con una sonrisa leve.
Vuelve
cuando lo necesites y, si no estoy, di que vienes de parte mía. Me llamo Esperanza.
REFLEXIÓN
FINAL:
"Los hombres no valen
por lo que tienen, ni siquiera por lo que son, valen por lo que dan".
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