Colaboración de Santiago López Pérez
Hace
tan solo unos días que se marchaba de una manera definitiva mi amigo Eufrasio. Mi amistad con este buen
vecino viene ya desde la infancia y de la buena relación que ha existido
siempre entre nuestras familias y entre los vecinos de nuestra calle.
Eufrasio,
sentado en el escalón de su casa, era el amigo que favorecía el encuentro de
unos y otros, de ahí que siempre hubiera gente en torno a él, que con su
simpatía y su agradable sentido del humor propiciaba que pasáramos buenos ratos
de esparcimiento. Recuerdo la algarabía que niños y jóvenes formábamos en su
puerta los días de buen tiempo; o, las largas tardes de parchís o de dominó con
otros amigos, sentados en los escalones que daban entrada a su casa y su gran
habilidad para tirar el dado con la boca. También hubo días en los que me
pillaba por banda y me pedía que le ayudara a reparar su silla de ruedas,
entonces él era la cabeza que me iba dirigiendo qué tuercas o tornillos debía
aflojar o apretar, y yo sólo ponía las manos. Otras veces, como sus padres
tenían que irse a ganar el jornal a la aceituna, me dejaban encargado de que le
diera de comer cuando salía de la escuela. Siempre, después de sus estancias en
las colonias de verano con la FRATER, venían largos meses en los que hacía de
escribano para mi buen amigo, pues Eufrasio fue siempre una persona muy
cuidadosa con sus amistades y se preocupaba por mantenerlas. Cuántos buenos
ratos hemos pasado en su casa con sus padres, Agustín y Paquita, escuchando las
cintas de chistes de Arévalo, de Manolo de Vega o de Paco Gandía que su madre
le traía cada vez que iba a Jaén. Y cuánto me he reído con Eufrasio cuando
recordábamos los improperios que, cuando menos te lo esperabas, soltaba su
madre como la cosa más natural del mundo.
Él
siempre fue una persona alegre, una persona que te recibía con una amplia
sonrisa que brotaba de la sinceridad que albergaba su corazón. Las limitaciones
que le imponía su minusvalía no fueron nunca un motivo de queja para él, que
aceptó su destino y su cruz con entera resignación y humildad. En estos días de
su enfermedad y muerte, los amigos comentábamos que jamás lo habíamos oído
lamentarse por estar como estaba desde el mismo día de su nacimiento. Nunca,
nunca jamás se le oyó una mala palabra por esta causa.
Vivió,
en buena parte, dependiendo de los demás y aunque uno pudiera pensar que le
estaba ayudando, en el fondo eras tú mismo el ayudado por él, pues él te
enseñaba con su ejemplo a descubrir unos valores que no se pueden encontrar si
no te topas de lleno con una persona como Eufrasio.
Recuerdo
con especial emoción aquella tarde en que me pidió que lo llevara a la iglesia
porque quería confesarse. Estaba, entonces, de párroco en nuestro pueblo D.
José López Chica, a quien le informé de lo que quería Eufrasio, al tiempo que
le advertía que, para que se pudiera comunicar mejor con mi amigo, le hiciera
preguntas cuya respuesta fuese un “sí” o un “no” y así la confesión sería más
fluida para los dos. Estábamos en la capilla de la Virgen de los Dolores, pero
orientados hacia la capilla de enfrente, donde se encuentra la imagen de
Nuestro Padre Jesús Nazareno, por quien Eufrasio ha sentido siempre una
profunda devoción (ha sido hermano de esta cofradía toda su vida y se ha
marchado para el otro mundo con la medalla de la hermandad entre sus manos).
Don José me dijo que tenía que resolver unos papeles urgentemente en la
sacristía y que en un rato volvería para confesarlo; pero, que fuera yo ayudándole
a prepararse con un examen de conciencia antes de la confesión. Y fue, entonces,
la única vez en su vida que me habló de la minusvalía que arrastraba desde que
nació. Yo le pregunté si alguna vez se había rebelado contra Dios por estar de
aquella manera, si nunca le había dado las quejas y le había preguntado por qué
a él tanta desgracia. Y Eufrasio, muy sereno y mirando a Nuestro Padre Jesús
Nazareno, me responde: “Santiago, esto es muy duro, muy duro, muy duro, lo que
me ha tocado vivir a mí; pero, cuando me vienen esos pensamientos de rebelarme,
lo miro a Él cargando con la Cruz, Él que era tan humilde y tan bueno, y yo
encuentro entonces fuerzas y me animo a seguir adelante cargando también con mi
cruz”.
Ahí
está, en buena parte, el secreto de la alegría de Eufrasio, de este amigo que
siempre te recibía con una sonrisa. Un amigo que supo disfrutar con intensidad
las pequeñas cosas que para los demás nos pasan desapercibidas y que, para él,
dada su situación, eran verdaderamente importantes y supo valorarlas como
realmente se merecen. Eufrasio, a ejemplo del Nazareno, vivió siempre llevando
su cruz con alegría y con humildad, con resignación y con confianza. Y ahora,
que ya ha sido liberado de las ataduras de este mundo, estoy seguro de que el
mismo Jesús Nazareno, al que él siguió crucificado en vida, ha salido a su
encuentro para abrazarlo y entrarlo en su Reino. Decía Santa Ángela de la Cruz
que “no hay salvación sin cruz” y,
en este sentido, Eufrasio y la cruz fueron todo uno, hasta el punto de rayar en
muchas ocasiones la santidad, como dijo nuestro párroco en la homilía de su
funeral. Y esta es la certeza que comentábamos todos sus amigos el día de su
entierro, que estábamos convencidos de que tenemos un buen amigo en el Cielo.
Un
amigo que me adelantó el pasado Viernes Santo, cuando volvíamos para la
residencia de Cazalilla después de la procesión de la Virgen de los Dolores,
que ya no volvería a ver más la Semana Santa de nuestro pueblo, que era la
última Semana Santa que veía pues se iba a morir muy pronto. Le dije que no me
gustaba que dijera esas cosas y él, con la humildad que le caracterizaba, calló
y no siguió con esa conversación. Lo que nunca imaginé es que, apenas dos meses
más tarde, aquel comentario se cumpliese plenamente. De esta pasada Semana
Santa siempre guardaré la imagen de Eufrasio en nuestra Parroquia velando y
adorando al Santísimo Sacramento durante toda la noche de Jueves Santo, y,
después, al amanecer, siguiendo a Nuestro Padre Jesús Nazareno en su recorrido
por las calles de nuestro pueblo.
Se
ha marchado un buen vecino y un buen amigo de Villargordo, y, como todos los
que se marchan, que nunca nos dicen adiós, sino un “hasta luego”, estoy seguro
de que algún día volveremos a vernos en la alegría que el mismo Cristo nos regalará
en el reencuentro.
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