lunes, 30 de junio de 2014

EUFRASIO, UN EJEMPLO DE ACEPTACIÓN

Colaboración de Santiago López Pérez

Hace tan solo unos días que se marchaba de una manera definitiva mi amigo Eufrasio. Mi amistad con este buen vecino viene ya desde la infancia y de la buena relación que ha existido siempre entre nuestras familias y entre los vecinos de nuestra calle.

Eufrasio, sentado en el escalón de su casa, era el amigo que favorecía el encuentro de unos y otros, de ahí que siempre hubiera gente en torno a él, que con su simpatía y su agradable sentido del humor propiciaba que pasáramos buenos ratos de esparcimiento. Recuerdo la algarabía que niños y jóvenes formábamos en su puerta los días de buen tiempo; o, las largas tardes de parchís o de dominó con otros amigos, sentados en los escalones que daban entrada a su casa y su gran habilidad para tirar el dado con la boca. También hubo días en los que me pillaba por banda y me pedía que le ayudara a reparar su silla de ruedas, entonces él era la cabeza que me iba dirigiendo qué tuercas o tornillos debía aflojar o apretar, y yo sólo ponía las manos. Otras veces, como sus padres tenían que irse a ganar el jornal a la aceituna, me dejaban encargado de que le diera de comer cuando salía de la escuela. Siempre, después de sus estancias en las colonias de verano con la FRATER, venían largos meses en los que hacía de escribano para mi buen amigo, pues Eufrasio fue siempre una persona muy cuidadosa con sus amistades y se preocupaba por mantenerlas. Cuántos buenos ratos hemos pasado en su casa con sus padres, Agustín y Paquita, escuchando las cintas de chistes de Arévalo, de Manolo de Vega o de Paco Gandía que su madre le traía cada vez que iba a Jaén. Y cuánto me he reído con Eufrasio cuando recordábamos los improperios que, cuando menos te lo esperabas, soltaba su madre como la cosa más natural del mundo.
Él siempre fue una persona alegre, una persona que te recibía con una amplia sonrisa que brotaba de la sinceridad que albergaba su corazón. Las limitaciones que le imponía su minusvalía no fueron nunca un motivo de queja para él, que aceptó su destino y su cruz con entera resignación y humildad. En estos días de su enfermedad y muerte, los amigos comentábamos que jamás lo habíamos oído lamentarse por estar como estaba desde el mismo día de su nacimiento. Nunca, nunca jamás se le oyó una mala palabra por esta causa.
Vivió, en buena parte, dependiendo de los demás y aunque uno pudiera pensar que le estaba ayudando, en el fondo eras tú mismo el ayudado por él, pues él te enseñaba con su ejemplo a descubrir unos valores que no se pueden encontrar si no te topas de lleno con una persona como Eufrasio.
Recuerdo con especial emoción aquella tarde en que me pidió que lo llevara a la iglesia porque quería confesarse. Estaba, entonces, de párroco en nuestro pueblo D. José López Chica, a quien le informé de lo que quería Eufrasio, al tiempo que le advertía que, para que se pudiera comunicar mejor con mi amigo, le hiciera preguntas cuya respuesta fuese un “sí” o un “no” y así la confesión sería más fluida para los dos. Estábamos en la capilla de la Virgen de los Dolores, pero orientados hacia la capilla de enfrente, donde se encuentra la imagen de Nuestro Padre Jesús Nazareno, por quien Eufrasio ha sentido siempre una profunda devoción (ha sido hermano de esta cofradía toda su vida y se ha marchado para el otro mundo con la medalla de la hermandad entre sus manos). Don José me dijo que tenía que resolver unos papeles urgentemente en la sacristía y que en un rato volvería para confesarlo; pero, que fuera yo ayudándole a prepararse con un examen de conciencia antes de la confesión. Y fue, entonces, la única vez en su vida que me habló de la minusvalía que arrastraba desde que nació. Yo le pregunté si alguna vez se había rebelado contra Dios por estar de aquella manera, si nunca le había dado las quejas y le había preguntado por qué a él tanta desgracia. Y Eufrasio, muy sereno y mirando a Nuestro Padre Jesús Nazareno, me responde: “Santiago, esto es muy duro, muy duro, muy duro, lo que me ha tocado vivir a mí; pero, cuando me vienen esos pensamientos de rebelarme, lo miro a Él cargando con la Cruz, Él que era tan humilde y tan bueno, y yo encuentro entonces fuerzas y me animo a seguir adelante cargando también con mi cruz”.
Ahí está, en buena parte, el secreto de la alegría de Eufrasio, de este amigo que siempre te recibía con una sonrisa. Un amigo que supo disfrutar con intensidad las pequeñas cosas que para los demás nos pasan desapercibidas y que, para él, dada su situación, eran verdaderamente importantes y supo valorarlas como realmente se merecen. Eufrasio, a ejemplo del Nazareno, vivió siempre llevando su cruz con alegría y con humildad, con resignación y con confianza. Y ahora, que ya ha sido liberado de las ataduras de este mundo, estoy seguro de que el mismo Jesús Nazareno, al que él siguió crucificado en vida, ha salido a su encuentro para abrazarlo y entrarlo en su Reino. Decía Santa Ángela de la Cruz que “no hay salvación sin cruz” y, en este sentido, Eufrasio y la cruz fueron todo uno, hasta el punto de rayar en muchas ocasiones la santidad, como dijo nuestro párroco en la homilía de su funeral. Y esta es la certeza que comentábamos todos sus amigos el día de su entierro, que estábamos convencidos de que tenemos un buen amigo en el Cielo.
Un amigo que me adelantó el pasado Viernes Santo, cuando volvíamos para la residencia de Cazalilla después de la procesión de la Virgen de los Dolores, que ya no volvería a ver más la Semana Santa de nuestro pueblo, que era la última Semana Santa que veía pues se iba a morir muy pronto. Le dije que no me gustaba que dijera esas cosas y él, con la humildad que le caracterizaba, calló y no siguió con esa conversación. Lo que nunca imaginé es que, apenas dos meses más tarde, aquel comentario se cumpliese plenamente. De esta pasada Semana Santa siempre guardaré la imagen de Eufrasio en nuestra Parroquia velando y adorando al Santísimo Sacramento durante toda la noche de Jueves Santo, y, después, al amanecer, siguiendo a Nuestro Padre Jesús Nazareno en su recorrido por las calles de nuestro pueblo.  
Se ha marchado un buen vecino y un buen amigo de Villargordo, y, como todos los que se marchan, que nunca nos dicen adiós, sino un “hasta luego”, estoy seguro de que algún día volveremos a vernos en la alegría que el mismo Cristo nos regalará en el reencuentro.



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