Colaboración de María Moral Elvira
El
paraíso era el nombre que madre Ana
le daba a un árbol que había en un rincón apartado del patio, allí donde tenían
la cal viva en un bidón de la obra, entre miles de plantas sembradas en infinidad
de tiestos de todos los tamaños y colores. Lo mismo servía una maceta rota, que
una lata vieja de pintura o que un bote vacío de yogur. El patio estaba rodeado
de rosales, dompedros, claveles y geranios. En el medio estaba el pozo de donde
se sacaba el agua para el botijo. El patio era el corazón de la casa, donde
pasaba todo lo interesante.
Allí
era donde por la mañana padre Luis preparaba el pienso de los marranos, donde
mis tías lavaban y tendían la ropa al sol y donde mi madre desollaba los
conejos de caza que habían traído mis tíos para hacer el arroz. Allí, también
era donde los niños nos escondíamos, en el rincón del paraíso o debajo de la
parra, a la hora de la siesta mientras los mayores dormían en un camastro. Hacía
calor, mucho calor y, aunque el resplandor del sol en la tapia encalada nos
cegaba, nosotros corríamos descalzos y medio en cueros por el patio. Y, como
no, también era en el patio donde nos lavábamos por la tarde en un barreño de
zinc antes de salir al Paseo.
Y
es que entonces, en aquellos primeros veranos que pase en Villargordo, todavía
no teníamos cuarto de baño en la casa ni agua corriente en la cocina. Entonces
el suelo de la mayoría de las casas era de diminutas piedras de río, como de
piedras era también el pavimento de las calles. Extrañamente, nuestra casa tenía
el suelo de baldosas blancas y rojas. No había más azulejos ni lujos. Sólo
había tapias, cal y guijarros. Contra el calor insoportable del verano era
suficiente una manta gruesa por cortina, el porticón cerrado y un cartón por
abanico. Por la noche tirábamos los colchones en el suelo y dejábamos la puerta
entreabierta para que entrara la fresquita. Dormíamos todos juntos y revueltos.
La
llegada de los catalanes, o sea nosotros, era motivo de alegría para todos y la
excusa para juntarnos en una comida familiar. Para eso era el arroz con conejo.
No teníamos mucho, pero siempre había un plato de más por si alguna vecina se
colaba por la puerta siempre abierta. Como éramos muchos y no cabíamos, los
mayores comían en el comedor (en realidad era un espacio multiusos rodeado de
un montón de sillas donde se recibía a las visitas) y los niños en la
cocinilla...todo un mundo. Un cuchitril con las paredes atiborradas de ollas,
tapaderas y cucharones, ristras de ajos y de picantes, de chorizos y morcillas
colgados, una multitud de tarros de especias polvorientos sobre la repisa de la
chimenea. Solo había una ventanilla diminuta con una cortinilla mugrienta. Y la
mesilla, siempre pegajosa y llena de moscas. Me recordaba a la cocina de la
vieja-bruja del cuento de Hansel y Gretel, el de “La casita de chocolate”. Cuando faltaba aceite mi abuela me mandaba
a la cámara a por más. Yo, obediente, subía aunque me daba miedo por si me
salían los ratones. La cámara era todavía más caótica y lúgubre que la
cocinilla. Allí había de todo lo que uno se pueda imaginar: sacos de sal gorda,
tocinos y jamones colgados, sacos de garbanzos, cajas de botellines de cerveza
y montones de cacharros que ya nadie recordaba que estaban allí o para qué
servían.
La
casa de mis abuelos era entonces la primera del pueblo o la última según se
mire, tenía el número 29 de la Avenida de La Estación. No se parecía en nada a
mi piso de Barcelona y a ninguno de los de mis amigas. Lo que quizás para
algunos pueda parecer un lugar tercermundista para mí era un paraíso. Y es que
allí se detenía el tiempo, no había formalismos, ni prisas, ni horarios y ni
obligaciones. Claro… ¡estábamos de vacaciones¡
Allí
podíamos saltar, correr, jugar, reír, vivir aventuras, soñar... descubrir un
mundo autentico, sencillo, austero, a veces divertido y a veces cruel.
El
primer recuerdo que tengo de Villargordo es de mi abuelo paseándome encima de
un caballo (¿o era una mula?) por la Carretera. Yo no entendía de animales, era
la primera vez que veía y tocaba uno de verdad. En Barcelona solo veíamos los
que nos echaban por la tele. Para mí, acostumbrada al desagradable olor de
gasolina de los coches, era maravilloso el perfume de los jazmines y dompedros
al anochecer. Y al mismo tiempo me resultaba repulsivo el olor de la leche
cruda de vaca o el de las tripas de los conejos. Era una niña de ciudad, así
que para mí era cruel tener al perro siempre atado con una cadena en el corral.
Como cruel era ver a los niños de mi edad jugar a cazar salamanquesas con una
vara por las noches. Con una mezcla de curiosidad, terror y lástima
contemplaba, impotente, a los hurones desesperados y enjaulados. Y desagradable
era también ver a mi abuela cortarle el pescuezo y desangrar a una gallina para
preparar después la comida.
Todas
la noches salíamos a la puerta, los mayores a charlar con los vecinos y yo a
buscar el carro en el cielo. Noches perfumadas de jazmín y animadas con el
cric-cric de los grillos. Cada noche, el carro estaba un poquito más desplazado,
se iba escondiendo, porque era la señal de que los días iban pasando y que se
acercaba el momento de marchar, el temido y odiado momento de la despedida.
Mi
casa ya no es la primera del pueblo, ni la calle se llama igual ni es el mismo
número.
Pero
allí siguen vivos todos estos recuerdos de mi infancia. Me siento afortunada de
haber conocido un tiempo en que las cosas eran de otra manera. Una manera de
vivir al máximo con muy poco, toda una lección para estos tiempos que corren y
que nosotros llamamos crisis.
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