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miércoles, 8 de abril de 2015

LA CARRETERA, NÚMERO 29

Colaboración de María Moral Elvira
El paraíso era el nombre que madre Ana le daba a un árbol que había en un rincón apartado del patio, allí donde tenían la cal viva en un bidón de la obra, entre miles de plantas sembradas en infinidad de tiestos de todos los tamaños y colores. Lo mismo servía una maceta rota, que una lata vieja de pintura o que un bote vacío de yogur. El patio estaba rodeado de rosales, dompedros, claveles y geranios. En el medio estaba el pozo de donde se sacaba el agua para el botijo. El patio era el corazón de la casa, donde pasaba todo lo interesante.

Allí era donde por la mañana padre Luis preparaba el pienso de los marranos, donde mis tías lavaban y tendían la ropa al sol y donde mi madre desollaba los conejos de caza que habían traído mis tíos para hacer el arroz. Allí, también era donde los niños nos escondíamos, en el rincón del paraíso o debajo de la parra, a la hora de la siesta mientras los mayores dormían en un camastro. Hacía calor, mucho calor y, aunque el resplandor del sol en la tapia encalada nos cegaba, nosotros corríamos descalzos y medio en cueros por el patio. Y, como no, también era en el patio donde nos lavábamos por la tarde en un barreño de zinc antes de salir al Paseo.
Y es que entonces, en aquellos primeros veranos que pase en Villargordo, todavía no teníamos cuarto de baño en la casa ni agua corriente en la cocina. Entonces el suelo de la mayoría de las casas era de diminutas piedras de río, como de piedras era también el pavimento de las calles. Extrañamente, nuestra casa tenía el suelo de baldosas blancas y rojas. No había más azulejos ni lujos. Sólo había tapias, cal y guijarros. Contra el calor insoportable del verano era suficiente una manta gruesa por cortina, el porticón cerrado y un cartón por abanico. Por la noche tirábamos los colchones en el suelo y dejábamos la puerta entreabierta para que entrara la fresquita. Dormíamos todos juntos y revueltos.
La llegada de los catalanes, o sea nosotros, era motivo de alegría para todos y la excusa para juntarnos en una comida familiar. Para eso era el arroz con conejo. No teníamos mucho, pero siempre había un plato de más por si alguna vecina se colaba por la puerta siempre abierta. Como éramos muchos y no cabíamos, los mayores comían en el comedor (en realidad era un espacio multiusos rodeado de un montón de sillas donde se recibía a las visitas) y los niños en la cocinilla...todo un mundo. Un cuchitril con las paredes atiborradas de ollas, tapaderas y cucharones, ristras de ajos y de picantes, de chorizos y morcillas colgados, una multitud de tarros de especias polvorientos sobre la repisa de la chimenea. Solo había una ventanilla diminuta con una cortinilla mugrienta. Y la mesilla, siempre pegajosa y llena de moscas. Me recordaba a la cocina de la vieja-bruja del cuento de Hansel y Gretel, el de “La casita de chocolate”. Cuando faltaba aceite mi abuela me mandaba a la cámara a por más. Yo, obediente, subía aunque me daba miedo por si me salían los ratones. La cámara era todavía más caótica y lúgubre que la cocinilla. Allí había de todo lo que uno se pueda imaginar: sacos de sal gorda, tocinos y jamones colgados, sacos de garbanzos, cajas de botellines de cerveza y montones de cacharros que ya nadie recordaba que estaban allí o para qué servían.
La casa de mis abuelos era entonces la primera del pueblo o la última según se mire, tenía el número 29 de la Avenida de La Estación. No se parecía en nada a mi piso de Barcelona y a ninguno de los de mis amigas. Lo que quizás para algunos pueda parecer un lugar tercermundista para mí era un paraíso. Y es que allí se detenía el tiempo, no había formalismos, ni prisas, ni horarios y ni obligaciones. Claro… ¡estábamos de vacaciones¡
Allí podíamos saltar, correr, jugar, reír, vivir aventuras, soñar... descubrir un mundo autentico, sencillo, austero, a veces divertido y a veces cruel.
El primer recuerdo que tengo de Villargordo es de mi abuelo paseándome encima de un caballo (¿o era una mula?) por la Carretera. Yo no entendía de animales, era la primera vez que veía y tocaba uno de verdad. En Barcelona solo veíamos los que nos echaban por la tele. Para mí, acostumbrada al desagradable olor de gasolina de los coches, era maravilloso el perfume de los jazmines y dompedros al anochecer. Y al mismo tiempo me resultaba repulsivo el olor de la leche cruda de vaca o el de las tripas de los conejos. Era una niña de ciudad, así que para mí era cruel tener al perro siempre atado con una cadena en el corral. Como cruel era ver a los niños de mi edad jugar a cazar salamanquesas con una vara por las noches. Con una mezcla de curiosidad, terror y lástima contemplaba, impotente, a los hurones desesperados y enjaulados. Y desagradable era también ver a mi abuela cortarle el pescuezo y desangrar a una gallina para preparar después la comida.
Todas la noches salíamos a la puerta, los mayores a charlar con los vecinos y yo a buscar el carro en el cielo. Noches perfumadas de jazmín y animadas con el cric-cric de los grillos. Cada noche, el carro estaba un poquito más desplazado, se iba escondiendo, porque era la señal de que los días iban pasando y que se acercaba el momento de marchar, el temido y odiado momento de la despedida.
Mi casa ya no es la primera del pueblo, ni la calle se llama igual ni es el mismo número.
Pero allí siguen vivos todos estos recuerdos de mi infancia. Me siento afortunada de haber conocido un tiempo en que las cosas eran de otra manera. Una manera de vivir al máximo con muy poco, toda una lección para estos tiempos que corren y que nosotros llamamos crisis.


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