Colaboración de Paco Pérez
Capítulo III
Todos
sabemos que ocurren hechos en nuestras vidas que después dan lugar a sucesos
fortuitos y que éstos afectan, siempre, a personas que no tienen nada que ver
con lo ocurrido, son los llamados “daños
colaterales”; como ejemplos válidos tenemos los muertos que se ocasionan en
las guerras y en los atentados, porque afectan a la población civil cuando en
realidad ellos no son el objetivo de esas acciones.
En las narraciones sobre
las apariciones de los “muertos” la
realidad es que con ellas no se buscaba hacer daño a nadie pero los afectados
por esas influencias negativas no deseadas también fueron los más débiles, los
niños y los más incultos del lugar. Conozcamos unos casos reales:
1.-
Las cámaras eran el lugar destinado en
las casas por las familias para guardar
los trastes de uso poco habitual, los productos
de las matanzas (chorizos, morcillas, tocino, adobados y jamones), la paja y los frutos de las cosechas del campo (aceite, melones, higos secos,
trigo, cebada, lentejas…) y por esa circunstancia los padres mandaban a sus
retoños que subieran a ese lugar a por algo, cuando lo necesitaban. Como no
había luz en ella, si tenían que subir por la noche el problema ya estaba
planteado pues se negaban y entonces los mayores los amenazaban con castigarlos
si no obedecían. Bajo estas condiciones lo hicieron una noche las hermanas Inés
y Dolores, su padre les mandó que trajeran un melón.
Cuando
subían las escaleras sin ayuda de ningún utensilio luminoso, encontrándose
rodeadas por la oscuridad de la cámara, descubrieron a la vez unas luces sobre la
techumbre del lugar, se quedaron sin proponérselo paralizadas y Dolores dijo:
-
Inés… ¿Tú ves lo mismo que yo?
-
Sí, veo lo mismo que tú –la respuesta le salió de manera susurrante.
Ya
no hubo más diálogo, se dieron media vuelta y, dando gritos, bajaron las
escaleras de dos en dos y atropellándose.
Al
escuchar el griterío acudieron los mayores y, cuando se tranquilizaron y contaron
lo que vieron en la cámara, las llevaron al portal. Una vez en él, el padre les
señaló el agujero que había en una de las bovedillas del entresuelo de la casa
y les dijo:
-
Ese agujero está ahí porque nos sirve para pesar el grano de las cosechas cuando
lo vendemos y para colgar el marrano en la matanza. Él es el origen de las
luces que habéis observado y el causante de vuestro susto.
Como
las niñas no acababan de entender la explicación, el padre las llevó a la
cámara a regañadientes y, una vez en ella, las peques volvieron a ver las luces
y se asustaron; él las tranquilizó, tapó el agujero y así fue como
comprendieron que las luces no eran los “muertos”
de los relatos.
2.-
Dije que estos relatos me afectaron y ahora, por esa razón, el protagonista de
éstos seré yo:
a)
Tenía trece años y, con anterioridad y en las reuniones de la mesa camilla, me
vi muy afectado por esos relatos de “muertos”
pues las características de cada persona no son las mismas. Ya habían
transcurrido algunos años desde que recibí esas influencias negativas y no me
acordaba ya de aquellos relatos pero, cuando el 4 de agosto de 1964 mi tío
Pascual decidió abandonarnos, los recuerdos del pasado reciente reaparecieron
con fuerza y no para ayudarme.
En
aquellos años los domicilios familiares eran los lugares donde se velaba a los
difuntos, en la casa de mis padres fue el tanatorio de la familia y esa
circunstancia tuvo la culpa de que se despertara en mi interior el recuerdo de
los relatos del pasado. Entonces no enfocaban las familias la pérdida como
ahora, todo era fruto de la cultura de la muerte que imperaba: Llorar sin
descanso, lutos interminables, rezos diarios, el ambiente cargado de seriedad,
vivienda con mucha oscuridad… Mi pobre abuela siempre vistió de negro pues las
pérdidas familiares que tuvo fueron tantas que no cesaban de salpicarle su paz
espiritual. Comenzó enterrando a dos criaturas pequeñas, al esposo, a sus
padres, a un hermano y, finalmente, a su queridísimo hijo Pascual.
Ese
ambiente sólo contribuía a empeorar los miedos sembrados con los relatos de los
“muertos” y, por eso, cuando pasaba
por el tenebroso portal de la casa, en una de cuyas habitaciones había sido
velado el difunto, se me ponían los pelos de punta y un escalofrío me recorría
el cuerpo desde los pies a la cabeza.
La
estación estival ayudó a que los miedos se acentuaran, dos circunstancias
personales dispararon mis problemas. Dormía en el piso superior; la puerta de
mi habitación estaba frente a las escaleras; ésta y el balcón permanecían toda
la noche abiertas para que pasara el poco aire que circulaba y así poder
soportar mejor el calor y por eso, cuando miraba hacia las escaleras, sólo veía
una masa oscura y ya comenzaba a dar vueltas en la cama y a sentir pinchazos en
el cuerpo… ¿Cómo reaccionaba para defenderme de esos miedos sin comentarlo a
nadie?
Cuando
me encontraba con estas afectaciones colocaba el cuerpo en decúbito prono porque
consideraba que en esa posición me iría mejor pero la realidad era otra, los
pinchazos no cesaban y sudaba tanto que la cama amanecía empapada.
En
esa época mi amor por los libros estaba en horas bajas pero en verano tenía que
estudiar obligatoriamente porque en septiembre debía volver al instituto para
rematar la faena inacabada. Como de madrugada bajaba algo la temperatura y
había, en la casa y en la calle, un silencio total pues durante el mes de julio
comencé a levantarme muy temprano para estudiar. Después de los hechos
luctuosos que viví tuve que retornar a los libros pero ya no me apetecía estudiar
en la planta baja y no respondía al despertador con la prontitud de antes. Mi
padre, que tenía un sueño muy ligero y era perro viejo, se percató del cambio y
me caló sin decirle nada, comprendió lo que me ocurría y se levantaba todas las
mañanas para acompañarme. Él se ponía a leer a mi lado y, de vez en cuando, se
daba un paseo por el patio y me dejaba solo… Podéis pensar cualquier cosa sobre
mi reacción y acertaréis pero así fue cómo se fueron alejando esos fantasmas de
mi lado pero, en honor a la verdad, hasta unos años después no recuperé la normalidad,
lo conseguí cuando decidí dormir y estudiar en la planta baja, algo impensable
en otros tiempos.
b)
Me ocurrieron en una misma noche otras dos historias relacionadas con los “muertos”, éstas un año o dos después de
la anterior, y también era verano.
Eran
las once de la noche, estábamos sentados en el patio tomando el fresco y mi
padre me hizo una propuesta inesperada. Sólo un tiempo después comprendí el
verdadero motivo de su intención, intentar quitarme el jindamazo que aún me
atenazaba desde entonces. Me dijo:
-
¿Damos un paseo hasta la ermita?
–
Sí, allí hará más fresco –le contesté.
Estuvimos
un rato charlando y sentados en la piedra, nos levantamos, regresábamos ya y de
nuevo me hizo una segunda propuesta:
-
Vamos hasta el Cementerio, hace tiempo que no he ido por allí.
Esta
vez ni le contesté porque no me apetecía en absoluto hacerlo, y fui hasta la
puerta como decía mi abuelo Paco:
-
Como el que va al matadero.
La
oscuridad del ejido era total pues la poca luminosidad que entonces había en él
nos la suministraba la Luna, cuando llegamos hasta la puerta rezamos a los
difuntos y el tiempo que estuvimos allí se me hizo interminable.
Al
acabar, mi padre distinguió un bulto en la era que había junto al Cementerio y
me comentó:
-
Ese que está acostado ahí es Federico
“El campillero”, vamos a saludarlo.
Duerme aquí mientras tiene trigo o cebada en la era, para guardar la cosecha.
Cuando
llegamos hasta el hombre acostado nos llevamos una sorpresa increíble… ¡¡¡No había nadie!!!
Espero
que no se sobresalten, pero la visión de mi padre no fue la de un “muerto” que dormía… ¡¡¡El pillín de Federico había puesto los
mantillones de los animales de tal forma que parecía el cuerpo de un hombre guardando
la cosecha!!!
Cuando
descubrimos el pastel nos meamos de risa y ya regresamos a casa.
Un
día estaba Mari hablando con una persona mayor, ya fallecida, y los comentarios
derrotaron hacia las historias que se contaban en el pueblo sobre las
apariciones de los “muertos”. La
conversación que mantenían concluyó cuando esta señora, sin esperarlo, le dijo:
-
¡¡¡Pues ahora no se aparece ninguno
porque los tienen allí arriba muy bien recogidos a todos y ya no se aparecen
desde hace ya muchos años!!!
Como
despedida, voy a recordar unas palabras que Manolillo “el de Visitación”
pronunció sobre los muertos unos años antes de morir dialogando también sobre la
muerte:
-
Yo no quiero cuentas con los muertos –afirmó Manolillo.
-
¿Por qué? Ellos no hacen nada, hombre –razonó su amigo.
Pero
Manolillo estaba muy convencido de
lo que decía y afirmó:
-
Mira, yo no quiero cuentas con los muertos porque si un día se me aparece uno
va a resultar que viene uno y nos iremos
dos.
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