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miércoles, 10 de febrero de 2016

LA VEJEZ NORMAL

EL PERIODISTA TITO ORTIZ LO PUBLICÓ EN IDEAL EL 29 DE DICIEMBRE DE 2015
Colaboración de D. Ramiro Aguilera Vaquero

¡Doctor!, ¿qué me pasa?
Antes, doblaba mi espalda hacia delante, y me ataba los cordones de los zapatos con la elasticidad de un junco. Ahora me compro solo mocasines, porque si me agacho a atarme los zapatos, me pongo rojo como una bombilla incandescente, la respiración se me corta y el ahogo me invade hasta el punto de darme un perrengue. Antes, me cortaba las uñas de los pies, flexionando mis extremidades con la ductilidad de un florete de competición en las manos del mejor tirador de esgrima. Ahora, para hacer lo mismo, me tengo que contorsionar, jugándome la integridad de una o varias articulaciones, descansando entre dedo y dedo, y respirando profundamente antes de abordar la extremidad con el cortaúñas en la mano. Antes, me ponía los calcetines manteniéndome en perfecto equilibrio sobre una pierna, con la misma elegancia de una garza real, o un flamenco en Fuente de Piedra. Ahora, si no me siento en la cama, soy incapaz de enfundar los pinreles en tan necesario complemento y le encuentro total justificación a aquella calzadora que había en el dormitorio de mis padres cuando yo nací y que deseché como un estorbo inútil en la alcoba de mi niñez, sin pensar que ahora me sería de gran utilidad, cuando no,  imprescindible. Antes, bajo la ducha, me pasaba la esponja por toda la espalda, disfrutando de la maleabilidad de mis brazos que me lo permitían. Ahora, he tenido que comprar en el chino una esponja de esas que llevan pegado en su extremo un mango de medio metro para poder alcanzar la misma zona. Si yo sigo siendo el mismo y la espalda es mi espalda, ¿qué me pasa doctor?

Antes bromeaba con mi mujer, la cogía en brazos como cuando los novios llegan por primera vez a su casa, y recorría con ella en peso los pasillos de mi piso, silbando la marcha nupcial. Si se me ocurriera hacer eso mismo ahora, sería ella la que me silbaría a mí la marcha, pero la fúnebre de Federico Chopin. Yo que antes fui el terror de Leroy Merlín, que taladro en mano les colgaba a las vecinas las barras de las cortinas, los cuadros del salón, los apliques de las paredes y hasta los muebles de la cocina. Ahora, no soy ni la sombra de lo que fui. Escucho el ruido de un berbiquí eléctrico y el pelo se me eriza, la espalda se me encorva, la musculatura en general se me espasma, las piernas se me arquean, como no queriendo sostenerme, me aparece un sudor frío, comienza el tembleque, y termino la crisis echando espuma por la boca, como poseído por el mal de la temblaera, que diría Curro Albayzín. Yo, que coloqué la antena de la televisión en mi tejado, ahora si se me ocurre subirme a una banqueta de solo dos peldaños, mi sentido del equilibrio me obsequia con un barquinazo, al que yo añado un remate de cabeza a la ventana, o pared más próxima, cuán pasajero del Titánic en el momento álgido de partirse en dos, solo que yo estoy en dique seco.
¡Con lo que yo he sido! Que saltaba a la comba enseñando a mis hermanas menores, que corría como un gamo jugando al pañuelo. Y ahora, si alargo la pierna un poco más para subir dos escalones a la vez, porque soy observado por concurrencia femenina, siento cómo se me abren las ingles, se me despegan las carnes, se me distienden los tendones y luego, para volver el cuerpo a mi ser, me toca una semana de antiinflamatorios y dos masajes con el Tío del Bigote, que voy echando un pestazo por la calle que hasta los perros se vuelven y me ladran. Antes, repetía plato de cocido con coles y toda su “pringá”, le añadía un piquillo, dos cebollas en vinagre, tres alcaparras y de postre unas gachas con torreznos y miel negra. Ahora, no puedo pasar de un caldito ligero, un pescadito a la plancha y una pieza de fruta. Yo, que antes de entrar al buffet libre, los camareros se apresuraban a cerrar la puerta poniendo el cartel de completo.
¿Cómo he podido llegar a esto? Antes, subía andando desde el Albaicín al Llano de la Perdiz, allí le daba cuarenta o noventa vueltas al Reloj del Sol y regresaba a mi casa por Jesús del Valle. Ahora, ando de aquí a la esquina y me duelen los pies, piso una colilla y se me clava en la planta como si fuera un adoquín puntiagudo, piso un chicle, de esos que alfombran la entrada del museo del Parque de las Ciencias, y me quedo agarrado al piso, como un manso en la Monumental de México. No soy ni la sombra de lo que fui. Antes, subía hasta el cuarto piso sin ascensor donde vivía, con doce bolsas del Mercadona colgadas en cada brazo. Ahora, cuando me levanto del sofá para darle unos euros de propina al repartidor que me las trae a casa, las rodillas me crujen como queriéndose partir, suenan con un crepitar sospechoso, y cuando consigo erguirme del todo, el muchacho ya se ha ido, porque la furgoneta estorba en la calle. Antes no orinaba en todo el día. Ahora vivo en el retrete. Antes, salía en bicicleta y me recorría la provincia y sus paisajes. Ahora, sentado en el sofá veo la vuelta por la televisión y cuando termina la etapa necesito oxígeno y masajista para recuperarme del esfuerzo.

¡Doctor!, ¿qué me pasa?

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