Colaboración de Emilia Ruiz Valero
Cuando en algún momento he retrocedido en el tiempo no he podido
evitar sentir cierto aire de nostalgia al recordar a las personas que ya no
están aquí aunque tengo que reconocer que una de las etapas más felices de mi
vida ha sido la de mi infancia pues no existían responsabilidades, preocupaciones,
agobios, ni prisas… Éstas sólo cuando era para salir a jugar a la calle, donde
te esperaban las amigas. Entonces el tiempo parecía ir más despacio que ahora.
La etapa de mi niñez fue entrañable y cálida, rodeada del cariño y
la protección de mi familia. El juego reinaba en mi mundo infantil, aprendía
los cuentos que me contaban los mayores o los que yo leía, sacaba de ahí a los
personajes que me ilusionaban para convertirme en ellos. Me gustaba mucho el de
princesa y para ser una me disfrazaba con la ropa de mi madre, así iba haciendo
realidad mis cuentos preferidos.
Recuerdo con especial cariño aquellas tardes de verano jugando en
la calle, apurando los últimos rayos de sol hasta ver aparecer la primera
estrella que marcaba la hora de volver a casa. Aquellas calles sin luz, con
apenas unas cuantas bombillas, pobladas de vecinas sentadas en sillas bajas de
enea en la puerta de sus casas y esa sintonía de la radio que se escuchaba
desde la calle porque las puertas de las casas siempre estaban abiertas, sin
temor alguno.
Me lleno de añoranza al recordar ese olor a naturaleza que brotaba
de los campos verdes que estaban cubiertos de espigas y amapolas y de aquellos
ríos de aguas limpias y cristalinas, a ellos iban en verano los niños a bañarse
pero a la niñas no nos dejaban ir.
Las calles estaban sin asfaltar, por donde sólo circulaban las bicicletas
y, de vez en cuando, algún que otro coche rompiendo el canto insistente de las “chicharras” en los árboles.
También recuerdo aquellos días de lluvia en los que impacientes
esperábamos que terminara de llover para hacer “atajaeros” en la cuneta con piedras y todo lo que encontrábamos a
mano. Con nuestras botas de goma jugábamos haciendo navegar a nuestros barcos
de papel o de cualquier cosa pues entonces todo nos servía. Así estábamos hasta
que, sin darnos cuenta, el agua nos entraba por el borde de las botas y cuando
volvíamos a casa mojados y llenos de barro ya teníamos encima la regañina y
algún que otro coscorrón. Cuando llovía se formaba un arroyo en “El Rulo”, el agua corría por la calle
Ramón y Cajal durante muchos días y a él las mujeres iban a lavar la ropa ya
que por entonces en las casas no había agua corriente, ni lavadoras, ni
prácticamente electrodoméstico alguno.
Recuerdo con gran cariño mis días de escuela y los juegos con las
demás niñas en el recreo, todas con el babi blanco. Al terminar la clase por la
tarde volvía a casa, mi madre me daba para merendar pan y una onza de chocolate
y ella, mientras escuchaba la radionovela, hacía sus tareas. Los sábados
también teníamos escuela y desde allí nos obligaban a ir a misa, como mandaba
la Santa Madre Iglesia… ¡¡Y pobre
del que no fuera!!
Son imágenes que, a pesar del tiempo transcurrido, siguen vivas en
mi memoria y es probable que nuestra infancia nos haya marcado en algún punto
lo que somos hoy en día, dejándonos huellas que continúan vigentes. Recordar lo
que fue mi infancia me ha llenado de emoción, no es que no lo haya hecho nunca,
sin embargo no es algo que haga todos los días, por lo menos no tan profundamente.
Dicen que recordar es volver a vivir y este es mi recuerdo,
extraído del baúl donde tantos otros duermen, esperando ser rescatados en el
momento en que el corazón lo requiera.
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