Colaboración de Tomás Lendínez García
Capítulo I
EL VIEJO MOLINO DE MI ABUELO
Mis
vivencias y recuerdos están relacionados con el olivo y la obtención de su
preciado oro líquido, el aceite; se remontan a aquellos lejanos años de mi
niñez cuando, en vacaciones de Navidad, solía venir al pueblo desde Torreblascopedro y lo hacía a casa de
mi abuelo Tomás, más conocido por el
apodo de “Zamorita” que por su
nombre y apellidos.
El
abuelo fue un hombre emprendedor, negociante y dueño de una tienda en la que se
vendía de todo: desde el vidriado para el ajuar de una novia y el refajo de lana
del Pirineo para la abuela hasta la miel de Grazalema o el arado y el
escardillo para el labriego.
Además
era dueño de algunas fincas de olivar y de un molino aceitero que era catalogado como de
“torrecilla”, digno de figurar
en un museo etnográfico, del que ya sólo queda el solar donde se encontraba
situado, junto a su casa, en la calle conocida como “Cañailla”. El nombre “De torrecilla” se debía a la clase de
“prensa” que se utilizaba para
separar de la masa obtenida de moler la aceituna sus elementos: Agua, orujo y
aceite. El trabajo de esta prensa consistía en dejar caer el peso de un bloque
macizo de piedra o ladrillo sobre el “cargo”
de los “capachos o rondales” de
esparto en los que se había repartido la “masa”
de aceituna machacada que se obtenía con los “rulos”.
El
molino estaba instalado en un local grande y destartalado de alto techo y surcado
por vigas vistas sin desbastar. En un extremo había un patio donde se alineaban
los trojes individuales, en ellos la aceituna se iba depositando antes de ser
molida. A la entrada había una vieja parra que asomaba sus sarmientos por
encima de la terriza tapia, cubriéndose en verano de frondosos pámpanos.
Por
la noche el girar monótono y cansino de los rulos sobre el empiedro se
escuchaba con más intensidad, largas noches de crudo invierno y también, a
veces, de tormentas con abundantes lluvias, truenos y fuerte viento que, al
pasar por el cañón de la angosta chimenea, hacía mover las cortinas tras las
cuales parecía esconderse algún invisible fantasma.
Esas
noches, una señora que durante muchos años estuvo trabajando en la casa de mi
abuelo “Zamorita” y que era conocida
como Carmencica “La Cabrera”, preparaba los quinqués y
los velones de cobre que habían sido hechos por los artesanos cordobeses, les
reponía el petróleo y el aceite que servían para alimentarles las llamas pues
entonces era muy frecuente que el temporal derribara los postes y rompiera
entonces los cables que llevaban el fluido eléctrico al pueblo, así quedaba
todo más oscuro que la boca de un lobo. Entonces debían utilizar la amarillenta
luz del quinqué o la vacilante y humeante de los velones, llevándolos de una
estancia a otra mientras dejaban en los rincones sombras medrosas que resultaban
agrandadas y móviles, las que a los chiquillos les daban repelús.
En
ocasiones el calambre de la electricidad, así hablaba de la luz eléctrica un
molinero llamado Curro y apodado “El Loco”, tardaba horas en volver e
incluso otras veces toda la noche.
Cuando
ocurrían estos descansos forzosos, a la luz de los grandes y humeantes candiles
de aceite, los mozos del molino comían el “pan
de carrucha” empapado en el aceite recién obtenido y acumulado en las
panzudas tinajas que estaban empotradas en el terrizo suelo de la bodega.
Con
el silencio de la noche, se escuchaba la persistente lluvia cayendo sobre los
añojos tejados, el ladrar de un perro, la campana del reloj que desde su
pequeña torre las horas iba desgranando y, a veces, también el golpear del “chuzo” que el sereno siempre en la
mano llevaba, dejándolo caer sobre la acera a la que se le llamaba entonces “porla” por el nombre con el que se
comerciaba el cemento utilizado, Portland.
En
esas noches de crudo invierno el sereno
refugio buscaba en el molino y entonces el maestro de la molienda, Manolico “El Mañico”, al sereno convidaba a un trago de aguardiente
carrasqueño, del que siempre una botella solía tener ya que bastante aficionado
a él era. Este señor no era del pueblo pues se desplazaba desde un pueblo
situado en la cumbre del Moncayo,
era un hombre enjuto y poco hablador que tenía las orejas rojas por los sabañones que de continuo le
martirizaban.
Durante
los días que duraba la recolección de la aceituna el pueblo se quedaba solo ya
que hasta los niños participaban en ella realizando el trabajo de “esportilleros”, es decir, recogiendo de
las “esportillas” que llevaban las
mujeres las aceitunas que habían sido recolectadas por ellas del “suelo de los olivos”, de “las camadas”, en los “salteos”.
También
las que se derramaban de los mantones y, además, de las que había en los
mantones que los hombres obtenían abaleando los olivos.
Todas
las echaban en espuertas grandes y las llevaban hasta la criba para limpiarla
pasándolas por ella antes de envasarlas en los sacos o en los capachos de
esparto, en este trabajo se le eliminaban las hojas, palotes, piedras y barro.
Por
alguna que otra calle del pueblo sólo se veía a las ancianas sentadas en sillas
de enea en la puerta de contadas casas haciendo en corro, mientras tomaban el
plácido sol invernal, las típicas labores de calceta, cosiendo, remendando o
zurciendo las prendas y tejiendo interminables labores de punto. Eran grupos de
mujeres enlutadas que estaban cubiertas con el tradicional pañuelo, también de
color negro, que hacían recordar a grandes bandadas de grajos. Éstas hacían sus
labores sin tregua ni descanso mientras hablaban y criticaban lo que ocurría o
a las personas, eran mujeres prematuramente envejecidas por el trabajo, las
privaciones de aquellos duros años de la posguerra y por haber traído y criado
a media docena, o más, de niños. De aquellas señoras me sorprendía de manera
especial la retrasada virilidad que algunas de ellas gozaban y por ella les
crecía el vello sobre el labio superior y en la barbilla, formando un
encanecido bigote.
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