Colaboración de Paco Pérez
Este
texto no hubiera visto la luz si no me hubiera enviado Miguel Torres
Moreno “Carchinilla”,el 6 de octubre de 2018, un escrito en el que
recordaba trabajando en la calle Tosquilla
a D. Francisco, así es como le
llamaban a mi abuelo Avelino Tirado
Torres “Paratrenes” y él cuando tenían algún encuentro por la calle o en
los momentos de convivencia que tenían los tres durante las partidas de tute en
el bar.
Hay
personas que ocultan su pasado familiar y por hacer eso considero que muestran
una actitud lamentable hacia sus mayores, de la que tendrían que avergonzarse.
Opino así porque lo que deberíamos hacer con nuestros mayores, por regalarnos sus
genes, es sentirnos muy orgullosos de ellos por poner las primeras piedras de
nuestra existencia.
El
recuerdo que tengo de mis abuelos, paternos y maternos, es imborrable aunque Ana y Cayetano murieron muy jóvenes y no pude tratarlos. Cuando mi madre
tenía 14 años se fue él y ella cuando yo era muy pequeñajo, esa realidad me
impidió guardar algún recuerdo grato de los besos que me dio y del cariño que
me tenía pero, a pesar de ello, les tengo un gran cariño pues cuando fui mayor me
hablaron muy bien de ellos las personas que los trataron a fondo.
La
abuela Ana, según cuenta mi madre, fue una mujer muy especial pues se
desvivía por todos y, por si tenía poco, también atendió a sus suegros hasta
que murieron. Con unas maneras exquisitas crió a sus tres criaturas y domó al
potrillo intratable que era D. Francisco
antes de casarse. Cuentan quienes vivieron su transformación que todo lo
callejero, festivo y trasnochador que era en su juventud pasó al recuerdo cuando
se casó, hasta el punto de que no salía de la casa, y siempre estaba a su
alrededor cuando acababa sus ocupaciones. El mérito de ella estuvo en que, sin
ser una sargentona, logró que cambiara sus hábitos y lo hizo con su ejemplo de
vida y la bondad que mostraba en sus relaciones con la familia y con las
personas que la trataba.
Cuando
murió, D. Francisco tenía 64 años y
un tiempo después ya comenzó a protagonizar
algunas anécdotas “donjuanescas” que
publiqué y así, con él, se cumplió totalmente el refrán: [Genio y figura hasta la sepultura.].
Cuando
se casaron vivieron en esta casa y tenía puerta en dos calles. La fachada, en
la plaza de Alfonso XIII, un nombre que fue cambiando con el paso de los años y
por eso también se conoció después como del
Caudillo, de la Iglesia, del Mercado y, ahora, de Nuestra Señora de la Asunción. Al Este la casa tenía, y aún la tiene,
otra lateral – nombrada entonces como “puerta
falsa”- que daba a la calle Tosquilla,
después General Mola y, por último, Antonio Machado.
Cuando
se casaron, la noche de bodas se acostaron con un duro y con esos cimientos dinerarios arrancaron su vida en
común. Él se ganaba la vida trabajando de “Zapatero
de burros” o “Herrador”, como
ocupación principal, y, además, también tenía otras para mejorar sus ingresos.
Unas eran de índole comercial pues vendía vino
y vinagre a granel, ramales para la siega y
sogas, abonos y, como vendedor de pólizas de seguros de la
compañía “La Estrella”.
Miguel Torres Moreno “Carchinilla” en el escrito
que remitió me recordó algo que me encantó: [Leyendo tus publicaciones, me viene
a la memoria aquella pared de su casa (se refería a la que estaba en la calle Tosquilla), llena de
estacas, donde atábamos los mulos del ronzal, esperando el turno para que le
pusieran las herraduras. Este
trabajo lo realizaban él y Pepe Frontán.
A mediados del mes de
mayo se les amontonaba el trabajo ya que todos íbamos con los mulos para
ponerle las herraduras en las manos y en las patas, preparándolos para la faena
de la trilla en las eras.].
Pepe Frontán era hijo de
unos parientes del abuelo Paco, vivían en Jaén y tenían otros dos hijos, Valentín
y Salvador. Cuando fueron
mayores se marcharon a Madrid, allí
trabajaron y formaron sus familias. Cuando Pepe
era un mozuelo se vino al pueblo, vivió en casa de mis abuelos, él le enseñó el
oficio de “Herrador”, se casó con Ana María- hija de Juan Manuel “El Herrero”
y sobrina de la abuela Anica- y,
como bien recordó Miguel en su
escrito: [Cuando D. Francisco dejó de
trabajar, Pepe Frontán y Miguelito hicieron esos trabajos frente
al Museo Cerezo Moreno.
Esto lo recuerdo
perfectamente y ahora siento nostalgia recordando aquellos tiempos.].
El
local donde instaló Pepe su herrería
fue compartido con D. Alfonso
Valdivia Duro, éste tenía una habitación para su trabajo de veterinario en
la parte izquierda y un tiempo después, a continuación y lindando con la
familia Gomez Marfil “Los Porronchos”, inauguró una fábrica
de hielo en la que también se hacían polos, la persona que estuvo trabajando en
ella fue Antonio Aranda Aparicio “Tabique”.
La
receta de aquellos polos era muy simple: El
agua era tomaba del pozo que había en el patio, los polvos para darle el color y el frío para congelar la mezcla. No había otra cosa fría que fuera
mejor en aquellos tiempos pero… ¡Qué
ricos estaban!
De
mi abuelo trabajando no guardo ningún recuerdo y tampoco ninguna anécdota pero
de Pepe trabajando en este local sí tengo
el recuerdo muy claro. Ya he comentado en qué parte de él estaba la clínica
veterinaria y la fábrica pero no comenté que a la derecha había unos portones que
daban paso a una nave, donde se herraba, que estaba abierta a un patio
empedrado en el que había un pozo con un gran venero y que en la parte final había
una pared con una puerta que daba paso a otro corral.
Como
Miguelito “El herrador” se casó con la prima Carmen la “Chavalera”,
sobrina de la abuela Ana, pues nos
relacionábamos mucho y un día, como mi tía Maruja
vivía en Mengíbar, me dijo:
-
Paquito, mañana voy a ir a Mengibar a por herraduras con la
bicicleta… ¿Quieres venirte y llegamos a ver a la tita Maruja?
Al
día siguiente, a la hora acordada, estuve con mi bicicletilla “Orbea” de color rojo en la casa de Miguelito para viajar. La ida la hicimos
por la desviación de “Los Chorrillos”, visitamos a la tita y le dimos una gran
alegría.
Nos
despedimos, compró las herraduras, las amarró en el transportín e iniciamos el
regreso a Villargordo. Ya habíamos pasado el puente de Agudo sobre el Guadalbullón
y Miguelito me dijo que el regreso
lo haríamos por la cortijada “La Vega”
y, al pasar ésta, nos bajamos de las bicicletas para subir la cuesta a pie.
Cuando ya la habíamos coronado divisamos a lo lejos a unos cuantos toros que
venían en dirección contraria hacía nosotros y él, percatándose de que yo me estaba asustando, me dijo:
-
Tú no les hagas nada que son muy peligrosos y, además, como tu bicicleta es de
color rojo pues si corres pueden tirarse a ella.
Después
de escuchar sus palabras el susto se apoderó de mí con más fuerza y, antes de
que llegaran a nuestra altura, cogí la bicicleta y me metí con ella por medio
del olivar achuchándole mientras describía una buena semicircunferencia para
alejarme del peligro. Miguelito,
cuando vio la maniobra que realicé, comenzó a darme voces para que no lo
hiciera y, mientras gritaba se meaba de risa.
Cuando
desaparecieron los mencionados negocios esa propiedad fue adquirida por Fernando Valero “Pelotas”, el padre, en él edificaron los hijos sus viviendas y en
el bajo comercial abrieron unos negocios de hostelería.
El
abuelo Paco me contó una noche,
sentados en el brasero, que tenía en el corral una piedra redonda con un
manubrio para afilar algunas herramientas del trabajo y los útiles de la cocina.
Los hechos ocurrieron unos meses después de acabar la Guerra Civil, era por la mañana, estaba afilando el pujavante que usaba para arreglar los
cascos de los animales, entró un vecino en el patio en busca suya y después de
los tradicionales saludos le dijo al abuelo:
-
Francisco… ¿Puedo afilar la navaja?
-
¡Cómo no vas a poder, dámela que lo haga yo! –le respondió.
El
abuelo sabía que aquel señor que entró en el patio había presumido en su
momento, en la plaza y ante otros paisanos, de haber rematado con ella a D. Pedro Sandoica y, mientras esperaba
que le afilara la navaja, le preguntó:
-
Francisco… ¿Tú crees que me pasará
algo?
Cuando
contó la escena me dijo que aquel señor que le hablaba con una navaja en la mano
era un tiarrón y que, como él no tenía nada que reprocharle, le dijo:
-
¡Qué te van a hacer, tú no has hecho nada!
Después
remató su recuerdo diciendo:
-
¡Cualquiera le decía lo que le esperaba
por haber presumido en público de su acción con aquel corpachón y teniendo
aquel navajón en la mano!
Había
en aquellos años otro herrador, se llamaba también Francisco, era natural de Mengíbar, no se casó, vivía con su
hermana en una casa de la calle La Parra –hoy Granadillos- y fue fusilado por los republicanos en la Guerra Civil… ¿Por qué?
Parece
ser que este señor no tenía ninguna connotación política y que su arresto fue
un acto sin sentido. Se contaba en el pueblo que unos milicianos fueron a por
otro vecino de él a su domicilio y, como no estaba, al pasar por la casa de Francisco decidieron llevárselo para no
regresar con las manos vacías.
Los
“herradores”, como calzaban las
bestias de los cortijeros, tenían buenas relaciones con ellos y eso les hacía
que otros paisanos no los miraran con buenos ojos… ¡Cómo no se iban a relacionar con los cortijeros si ellos tenían muchas
yuntas de mulos y algunos caballos, yeguas, burros y burras!
A
mi abuelo le metieron el resuello para adentro cuando venía un día del campo y
traía aceitunas para curarlas, lo pararon para explorar lo que llevaban y le
dijeron:
-
¿Para qué las traes si no te las vas a comer?
D. Francisco apañó un buen
sustazo y por ello le entró un diarreazo muy serio pero ahí quedó el asunto, el
otro colega tuvo peor suerte porque acabó siendo fusilado. Un tiempo después
pudo ser identificado porque llevaba en uno de los bolsillos del pantalón las
monedas que le había pedido a su hermana, antes de que se lo llevaran, para
hacer una compra.
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