Una
mañana visité con Mari, como hacemos
a diario en Nerja, la cafetería “Bajamar” para tomar el habitual café de
las 11:00 horas, a este ritual le suele llamar, nuestro apreciado paisano Alfonso Carretero Saeta “El Yesca”… ¡¡¡Tomar la dosis!!!
Cuando
entramos nos vimos sorprendidos por el hecho de que a primera vista estaban
todas las mesas ocupadas, aquella mañana debió confabularse todo Nerja para ir allí a desayunar y,
además, a la misma hora. Mirábamos en todas direcciones intentando localizar una
mesa que estuviera libre para poder sentarnos y, cuando ya estábamos decididos
a salir del local, un señor mayor que también era cliente habitual de “Bajamar” y al que sólo conocíamos de
vista, estaba sentado solo en una mesa, nos dijo:
-
¡¡¡Sentaos aquí conmigo, si no os
importa!!!
Aceptamos
su propuesta y él, con su gesto inusual en la sociedad de nuestros tiempos, no
sólo nos acogió sino que, además, nos invitó.
Desde
ese día nuestros encuentros se fueron convirtiendo poco a poco en algo
cotidiano, hablábamos de los temas de la vida y de esa manera nos fuimos
conociendo. Como nuestras formas de ser y de pensar eran similares pues nos
sincerábamos bastante y por ser así ambas partes nuestros días de convivencia cafetera
fueron inolvidables, aunque él tuviera casi veinte años más que nosotros.
Miguel era un hombre muy conocido y apreciado por
mucha gente, lo pudimos constatar a diario porque cada día aumentaba el número
de tertulianos y porque muchas personas que pasaban por la calle se acercaban
hasta la mesa para saludarlo, esa realidad propició que algunos de sus
conocidos hayan pasado a ser también de nosotros.
En
las conversaciones él viajaba con mucha frecuencia y claridad al pasado, nos
hablaba de la Guerra Civil, aquel
periodo histórico que marcó su vida y la de tantos españoles pero lo hizo sin
acritud y sin apasionamiento, como el mayor que cuenta un cuento a sus nietos,
pues recordaba los hechos con naturalidad y sin reproches hacia nada y nadie.
Me
afectó mucho el escucharle aquella narración en la que nos expuso la lucha que sostuvo,
desde los 14 años, en el mundo laboral a esa temprana edad por sufrir de manera
prematura la desgracia de perder a su querido padre por culpa de una pulmonía. ¿Por qué me causó tanto impacto?
Porque
mi madre, que ha cumplirá 95 años en octubre, también vivió la nefasta
experiencia de perder a su padre con la misma edad que Miguel y por culpa de la misma enfermedad. Ella era la mayor de
tres hermanos y también tuvo que empujar para ayudar a mi abuela Rosa Antonia, a la que llamábamos “Mama Nona”, en las labores de la casa y
en el comercio que regentaba para poder sacar adelante a sus hijos.
Cuando
Miguel nos comentó sus recuerdos
sólo lo noté algo alterado al recordar un episodio desagradable que tuvo que
vivir durante la Guerra Civil: [Un día se presentaron unos milicianos en el
cortijo donde vivían, lo hicieron para llevarse los animales vacunos que tenían
para la leche, para parir y aumentar su número… A ellos eso no les importaba
pues los querían para comérselos.].
Esta
forma de actuar -nos dijo- fue el fruto del comportamiento irresponsable de
quienes sólo piensan en ellos pues lo que nos robarían se lo comerían en unos
días y a nosotros nos dejarían desamparados para mucho más tiempo.
Esta
historia real me hizo recordar que un paisano se quejaba con frecuencia de que al
no poder dar de comer a sus hijos en Villargordo
se tuvo que marchar a vivir a Jaén. En
la capital hacía, de vez en cuando, alguna travesura y entonces visitaba el
calabozo de la comisaría, allí contaba esta misma queja a los policías paisanos
que estaban de servicio. Pasó el tiempo y un día, de manera casual, mi cuñado Manolo entró en un bar, lo reconoció y
como le había escuchado en varias ocasiones sus argumentos sobre lo injusta que
es la vida pues esa circunstancia le hizo quedar impactado cuando se lo
encontró comiendo y bebiendo como un marqués. Como Manolo sabía que sus razones para irse a Jaén no le habían hecho mejorar el nivel de vida que tenía en el
pueblo pues por esa realidad quedaba demostrado que en el pueblo o en la ciudad
él seguía siendo el mismo irresponsable. Al ver lo que estaba haciendo no se
pudo contener y, acercándose a él, lo saludó y le dijo:
-
¿No decías que estabas muy mal y que no podías dar de comer a la familia? ¿Qué
cuento tienes que contarme ahora?
–
Me da igual, estando el gallo repleto
que expurguen la gallina y los polluelos – le respondió.
He
intercalado este hecho real en el relato de la experiencia que vivió Miguel de niño porque en ambos casos
los personajes que causaban el mal sólo se preocupaban de llenar sus estómagos
y los débiles que se las apañaran
como pudieran.
Hubo
en ambos casos la intervención de una tercera persona. Un vecino de la familia
de Miguel se acercó hasta el cortijo
al ver lo que iban a realizar aquellos desalmados y se jugó su vida intentando
moralizar a los milicianos. En ambas
escenas hubo una diferencia abismal porque el señor de Nerja sí los convenció y logró que les dejaran los animales pero con
el paisano no logró nada Manolo,
sólo pudo decirle unas cuantas verdades pero, como el personaje estaba bastante
embriagado y en plena faena gastronómica, sólo consiguió pasar un mal rato.
Miguel era gracioso por
sus ocurrencias y sobre todo, cuando nos contaba las anécdotas jocosas que
protagonizaron algunas personas de Nerja.
Al narrarlas se mostraba con una prodigiosa memoria recordando los hechos y
mientras lo hacía se olvidaba de que nosotros éramos de Villargordo y nos hablaba nombrando a los personajes, los lugares y
lo que ocurrió como si nosotros los hubiéramos conocido. Cuando le hacíamos ver
esta realidad, él se reía, después empezaba de nuevo y ya empleaba otras formas
diferentes. También teníamos que pararlo cuando nos hablaba con su lenguaje malagueño
pues con él no eran muy entendibles sus palabras para los jaeneros. Entre Mari
y yo, a veces, nos veíamos negros para interpretarlo y, si sus historias eran
curiosas e interesantes, yo le pedía permiso para escribirlas y entonces le
pedía que las contara más entendibles y despacio, él no ponía inconvenientes,
se reía y rectificaba. Por esta circunstancia, cuando me veía coger la libreta
y el bolígrafo para tomar nota de las películas que venían en los periódicos o
para que no se me olvidara la historia que relataba, exclamaba:
-
¡¡¡Ya está éste otra vez con el papel y
el lápiz!!!
Él era gracioso
hasta cuando decía esta simpleza, no lo era por el contenido del mensaje pero
sí lo era por la forma de decirlo y, sobre todo, por el oportunismo y la
cadencia que daba a sus palabras.
Un
tiempo después, con su consentimiento, mostré algunos de sus relatos en “Villargordo nos reúne” y con éste estarán
todos publicados. Recuerdo la escena en la que le comenté, mientras tomábamos
el café, que la tarde anterior había publicado en el Bloggs una de sus
historias; le propuse verla en el móvil; aceptó; abrí la publicación y se la leí.
Cuando acabé la lectura exclamó:
-
¡¡¡Un día de estos vienen los guardias a
por mí, me ponen las esposas y me meten en la cárcel!!!
Estas
salidas inesperadas las tenía a montones y nos causaban siempre tal impacto
gracioso que nos tenía riendo durante un buen rato, incluso él se mondaba de
risa al vernos hacerlo con tanta fuerza.
Al
poco tiempo de conocernos Miguel
vivió la pérdida de un gran amigo, Manuel
Ruiz Jaime “Mataperros”.
Durante
años, estos amigos se reunían todos los días en la misma mesa, uno frente al
otro, y charlaban mientras se tomaban el café. Nunca habíamos hablado con ellos
y después de un cierto tiempo de frecuentar el establecimiento, como pasábamos
junto a ellos al entrar o salir, pues nos saludábamos con el tradicional “buenos días” o “hasta luego” y así fue cómo nos convertimos, ambas partes, en
conocidos de vista.
Desde
la distancia, Manuel siempre daba la
impresión de ser un señor muy comunicativo y Miguel se mostraba más retraído. Con el paso del tiempo se confirmó
que “no hay que fiarse de las
apariencias”, opino así porque Miguel
transmitía una imagen que no se correspondía con la realidad de su personalidad
pues, desde lejos, aparentaba ser un señor muy serio y poco comunicativo cuando
la realidad era bien distinta: hablador, sincero, prudente, amigo de verdad,
generoso y muy gracioso… ¡¡¡Miguel,
si me he dejado en el tintero algún otro aspecto bueno de tu personalidad
espero que me perdones!!!
En
una ocasión os comenté que las personas tenemos la obligación de integrarnos en
la cultura del país o del pueblo al que nos
trasladamos
a vivir, yo siempre he comentado en Villargordo
que lo hacía así cuando venía a Nerja.
El día que conocimos a Miguel
nuestra integración subió un peldaño más pues nuestra amistad con él nació así
de simple, creemos que fue muy buena y nos sentimos muy orgullosos y contentos
de haberlo sido de un tío íntegro que también lo fue de muchas personas en su
pueblo.
Día a
día, personas diferentes se acercaban hasta la mesa donde estábamos para
saludarlo y él nos presentaba. Con esta sencillez nos fue introduciendo en su
círculo de conocidos y, después de un tiempo, el grupo quedó constituido como
un sexteto: Antonio “El inglés”, al que Miguel rebautizó como “El
torero” y con el que es conocido en la actualidad; Paco “El taxista”, Paco “El veleño”, él y nosotros.
Miguel solía llegar sobre las 10:30
horas, siempre era el primero; después lo hacíamos Mari y yo; Antonio un poco después ; Paco “El veleño”, el más joven del grupo, iba sobre las 11:30 horas pues
entonces era cuando hacía un alto en el trabajo y Paco “El taxista”, por
su profesión, no podía asistir a diario como nosotros pero cuando no tenía
viaje allá que iba también.
Normalmente
se hablaba de todo y, de vez en cuando, la conversación giraba hacia las
anécdotas locales, en ese tema Miguel
era una enciclopedia, y en los chistes era donde Paco “El veleño” y Antonio nos regalaban risas en cantidad
pues nos mostraban los chistes con una gracia malagueña muy peculiar.
Antonio estaba siempre con la caña de
pescar preparada y cuando podía enganchaba en el anzuelo sus cuñas irónicas
para que picáramos; Miguel, con sus
83 años, las captaba y cuando iban dirigida a él le respondía tirándole un
misil verbal a la línea de flotación. Antonio, que ya está más próximo a los 80
que a los 70, intentaba eludir el impacto y le respondía:
- ¡¡¡Yo “inglis”!!!
Cuando
le daba esta respuesta se levantaba de la reunión y se marchaba apresuradamente
en busca del descapotable.
Esta
escena era muy frecuente y, cuando ocurría, Miguel le regalaba un pildorazo gracioso mientras se aleja, siempre
lo esperábamos y nos encantaba escucharlo:
- ¡¡¡Veeerá con “El toreeero”, toicos los días
tirándome tiricos!!!
Era
difícil no ser amigo de Miguel
porque atesoraba mucho bueno, no obstante, considero que el lugar que ocupó Manuel “Mataperros” en su corazón no fue ocupado por nadie más. Al morir Manuel
lo pasó muy mal cuando acudió al tanatorio para acompañarlo y consolar a la
familia por su pérdida. El día del entierro me comentó que no asistiría al
funeral religioso en la parroquia porque sufriría mucho otra vez y eso no le
vendría bien a su salud.
Miguel, más de una mañana, recordaba
a su amigo “Mataperros”, sobre todo
cuando salían temas relacionados con lo que habían vivido juntos, y siempre lo
hacía así:
- Decía mi amigo Manuel…
Al
principio, como es lógico, no sabíamos a quién se refería con esas palabras y
entonces le decíamos:
-
¿Quién es ese señor?
- ¡¡¡Mataperros!!!
Cuando
intentaba aclararnos cómo era Manuel
lo hacía con las manos y las palabras. Para decirnos que tenía unas orejas muy
grandes usaba una forma muy particular pues sus manos se ponían en marcha y las
pasaba por debajo de las suyas.
También
nos comentó, más de una vez, las bromas que se gastaban cuando hablaban de la
muerte. En ese tema Miguel se sentía
dolido con Manuel porque le repetía
con frecuencia y de manera graciosa:
- ¡¡¡A ti le quedan dos lunas!!!
A
continuación Miguel decía:
- Después de tanto decirme lo de las lunas se
ha ido él antes que yo.
El 25
de abril de 2015, llegamos a “Bajamar”
a la hora habitual. Estábamos tomando el café y leyendo la prensa, Paco “El Taxista” se acercó hasta nosotros y,
de una manera muy rara, nos dijo:
-
Miguel no va a venir ya más.
No
comprendimos sus palabras y le dije:
-
¿Qué has dicho?
–
Miguel murió anoche –nos respondió.
Acabamos
el café y, cuando fuimos a pagar, los otros conocidos nos dijeron que no habían
querido darnos la desagradable noticia.
Llevamos
a casa las compras, después nos fuimos al tanatorio para acompañar a la familia
y, por último, asistimos al funeral religioso.
Queremos
que estas líneas sirvan para manifestar que nuestra amistad con Miguel “Matachinas” duró poco pero mereció la pena vivirla… ¡¡¡Va por ti, amigo!!!
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