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jueves, 30 de enero de 2020

HISTORIAS CONTADAS A LA LUZ DEL CANDIL


Colaboración de Tomás Lendínez García
LA MUERTE
Capítulo III
Cuando algún vecino moría, antes de que se enfriara y se pusiera rígido, la familia lo amortajaba pero en algunas ocasiones también participaban otras personas del vecindario pues disfrutaban con intervenir en estos momentos en los que la familia estaba atolondrada por culpa del dolor que les había ocasionado la muerte del ser querido y, cuando acababan de prepararlo, ponían al difunto en la cama hasta que un carpintero le tomaba las medidas y le hacía el ataúd. Como se velaba en la casa, lo cubrían con una mantilla de encaje negro, antigua costumbre que fue heredada del pueblo judío pues ellos cubren el rostro de sus difuntos con un pañolón.

Los espejos de la casa se cubrían con crespones negros por creerse que en ellos se podía ver el alma del fallecido, rodeaban al difunto con cuatro velas o candelillas encendidas pues de esta forma, según se decía, se creaba a su alrededor una barrera defensiva que los malos espíritus no podían atravesar. Los hombres, durante el velatorio, debían estar en habitaciones distintas a las que ocupaban mujeres y al filo de la media noche siempre había un familiar o vecino que ofrecía a los asistentes tazones de caldo o de chocolate.
Las familias medianamente acomodadas contrataban a unas mujeres a las que les llamaban “lloronas” o “lloreras”. Éstas acudían vestidas de riguroso luto y, cuando mayor era la concurrencia, entonces actuaban con fingidas lágrimas, aspavientos raros y exagerados gritos mientras relataban una y otra vez las cualidades que, en vida, habían acompañado a la persona difunta, inventando una gran cantidad de obras buenas realizadas por ella, sin importarles que a lo largo de su vida se hubiese comportado muy mal. El servicio de estas mujeres se solía pagar en especies, es decir, dándoles aceite, garbanzos…
El triste tañer de las campanas al doblar anunciaba el fallecimiento y el entierro, igual que ahora. Entonces, antes de celebrar el funeral, el sacerdote iba a la casa del difunto, hacía unos rezos y desde allí, con el féretro del fallecido a hombros de los familiares y amigos a la cabeza de la comitiva y detrás iban el sacerdote, los familiares y el pueblo acompañante mientras se encaminaban al templo parroquial. Los entierros eran de primera, segunda o tercera clase y por eso, según la hubieran elegido se hacía en el trayecto una, dos o tres paradas para rociar sobre el féretro agua bendita y decirle al difunto un responso.
Una vez en la iglesia, durante el funeral o en las misas ordinarias, las mujeres debían ocupar los bancos de la izquierda y los hombres los de la derecha, según se viese desde el presbiterio, pues antaño se hacía así basándose en la “Liturgia Tridentina”. Ésta consideraba que el lado izquierdo simbolizaba la debilidad y flaqueza que suele acompañar a la mujer, mientras que el derecho era el camino de la virtud contra el enemigo que camina junto al hombre. Después del sepelio existía la costumbre de que los hombres acudiesen a la taberna pues existía un dicho popular que decía: [El que va de entierro y después no bebe vino, el suyo viene de camino.].
Después del entierro, en casa del difunto, se reunían durante siete o nueve días los parientes, vecinos y amigos al anochecer para rezar el Santo Rosario y ofrecerlo por el alma del fallecido. Cuando hacía un año que murió se ofrecía en la parroquia el “Cabo de año”, otro funeral. Unos días antes de que se celebrara, una señora iba por las casas avisando del día y de la hora, se le llamaba dar la “convidá” y recogían un donativo con el que se pagaba después el gasto de la cera y lo que cobrara el sacerdote.
Los lutos solían ser largos e interminables, durante cuatro o más años, y sobre todo para las mujeres porque si estaban casadas ya usaban el color negro para el vestido y el pañuelo con el que cubrían la cabeza durante toda su vida, una moda que fue impuesta por el romanticismo y que prevaleció durante muchos años.


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