Colaboración de Tomás Lendínez García
LA MUERTE
Capítulo III
Cuando
algún vecino moría, antes de que se enfriara y se pusiera rígido, la familia lo
amortajaba pero en algunas ocasiones también participaban otras personas del
vecindario pues disfrutaban con intervenir en estos momentos en los que la
familia estaba atolondrada por culpa del dolor que les había ocasionado la
muerte del ser querido y, cuando acababan de prepararlo, ponían al difunto en
la cama hasta que un carpintero le tomaba las medidas y le hacía el ataúd. Como
se velaba en la casa, lo cubrían con una mantilla de encaje negro, antigua
costumbre que fue heredada del pueblo judío pues ellos cubren el rostro de sus
difuntos con un pañolón.
Los espejos de la casa se cubrían con crespones negros
por creerse que en ellos se podía ver el alma del fallecido, rodeaban al
difunto con cuatro velas o candelillas encendidas pues de esta forma, según se
decía, se creaba a su alrededor una barrera defensiva que los malos espíritus
no podían atravesar. Los hombres, durante el velatorio, debían estar en habitaciones
distintas a las que ocupaban mujeres y al filo de la media noche siempre había
un familiar o vecino que ofrecía a los asistentes tazones de caldo o de
chocolate.
Las
familias medianamente acomodadas contrataban a unas mujeres a las que les
llamaban “lloronas” o “lloreras”. Éstas acudían vestidas de
riguroso luto y, cuando mayor era la concurrencia, entonces actuaban con
fingidas lágrimas, aspavientos raros y exagerados gritos mientras relataban una
y otra vez las cualidades que, en vida, habían acompañado a la persona difunta,
inventando una gran cantidad de obras buenas realizadas por ella, sin
importarles que a lo largo de su vida se hubiese comportado muy mal. El
servicio de estas mujeres se solía pagar en especies, es decir, dándoles
aceite, garbanzos…
El
triste tañer de las campanas al doblar anunciaba el fallecimiento y el
entierro, igual que ahora. Entonces, antes de celebrar el funeral, el sacerdote
iba a la casa del difunto, hacía unos rezos y desde allí, con el féretro del
fallecido a hombros de los familiares y amigos a la cabeza de la comitiva y
detrás iban el sacerdote, los familiares y el pueblo acompañante mientras se
encaminaban al templo parroquial. Los entierros eran de primera, segunda o
tercera clase y por eso, según la hubieran elegido se hacía en el trayecto una,
dos o tres paradas para rociar sobre el féretro agua bendita y decirle al
difunto un responso.
Una
vez en la iglesia, durante el funeral o en las misas ordinarias, las mujeres
debían ocupar los bancos de la izquierda y los hombres los de la derecha, según
se viese desde el presbiterio, pues antaño se hacía así basándose en la “Liturgia Tridentina”. Ésta consideraba
que el lado izquierdo simbolizaba la debilidad y flaqueza que suele acompañar a
la mujer, mientras que el derecho era el camino de la virtud contra el enemigo
que camina junto al hombre. Después del sepelio existía la costumbre de que los
hombres acudiesen a la taberna pues existía un dicho popular que decía: [El que va de entierro y después no bebe
vino, el suyo viene de camino.].
Después
del entierro, en casa del difunto, se reunían durante siete o nueve días los
parientes, vecinos y amigos al anochecer para rezar el Santo Rosario y
ofrecerlo por el alma del fallecido. Cuando hacía un año que murió se ofrecía
en la parroquia el “Cabo de año”,
otro funeral. Unos días antes de que se celebrara, una señora iba por las casas
avisando del día y de la hora, se le llamaba dar la “convidá” y recogían un donativo con el que se pagaba después el
gasto de la cera y lo que cobrara el sacerdote.
Los
lutos solían ser largos e interminables, durante cuatro o más años, y sobre
todo para las mujeres porque si estaban casadas ya usaban el color negro para
el vestido y el pañuelo con el que cubrían la cabeza durante toda su vida, una
moda que fue impuesta por el romanticismo y que prevaleció durante muchos años.
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