Colaboración de Tomás Lendínez García
LA COFRADÍA DE ÁNIMAS
Capítulo II
De
las manifestaciones religiosas relacionadas con la muerte cabe destacar la Semana Santa, donde todo gira en torno
a la muerte de Cristo. A mí, de
forma especial, en aquel tiempo me llamaba poderosamente la atención la “Cofradía de Ánimas”, que aún estuvo en
activo unos años después de la Guerra
Civil, aunque ya con bastante decadencia, según se recordaba.
La
Cofradía rendía culto a un lienzo que
en una de las capillas estaba, y que aún sigue estando, aunque ya no es el
original.
El
actual fue costeado por dos devotas cuyos nombres se pueden ver en el extremo
izquierdo de la parte baja. El lienzo anterior desapareció en la contienda
civil y, al igual que en el que había entonces, en el actual también se ve a la
Virgen del Carmen acercándose a las llamas del Purgatorio y a los que allí
pagan sus culpas y pecados.
El
lienzo actual es una pintura de Juan
Almagro, pintor natural de Pegalajar (Jaén), el que después de la guerra se
dedicó a restaurar y decorar el patrimonio de la Iglesia que había sido destrozado o desaparecido. En el actual los
personajes representados son vecinos e hijos del pueblo que el pintor escogió
como modelos, los situó donde creyó más oportuno y una vez que la pintura
estuvo terminada suscitó enojo y enfado ya que disgustó a los que puso entre
las llamas pues, simbólicamente, les adelantó el posible suplicio.
La
mencionada cofradía se componía de veinte hermanos y, cuando había una baja,
ésta se suplía mediante riguroso sorteo. Se metían en un puchero tantos
garbanzos como aspirantes había a la vacante, tan sólo uno era negro, y el que
lo sacaba era nombrado nuevo cofrade.
Con
las cuotas de los hermanos y los donativos de los simpatizantes, socorrían a
los vecinos menesterosos de la parroquia en entierros y lutos, además de en la
festividad de los Difuntos, en ella que se les daba harina y leche para que
también pudieran disfrutar del tradicional plato de gachas, repostería que en
ese día se suele hacer.
Durante
todo el mes de Noviembre la Cofradía, al anochecer, recorría las calles
solicitando limosna. Iban con una pequeña rondalla compuesta por alguno de los
hermanos, al cantar se acompañaban con algún guitarra y objetos del ajuar
doméstico: Una collera de campanillas, un almirez o una botella de cristal con
relieve sobre la que rascaban con un tenedor, producían así un sonido especial
y característico, y un tambor, con estos instrumentos marchaban. En las letras de
sus canciones siempre se hacía alusión a la muerte, al infierno o a las ánimas.
Aquella
singular rondalla, a la que se le llamaba “Animeros”
o “Tambora”, en las noches
desapacibles del mes de Noviembre, al caminar por las calles oscuras,
sobrecogían al auditorio que muy raramente les negaba una limosna al escuchar
aquellas canciones con las voces cadenciosas de sus componentes, cuyas letras
aún son recordadas por los mayores, como ésta que así dice:
Si
al cielo quieres entrar,
lleno
de paz y alegría,
reza
con fervor
a
las ánimas benditas todos los días.
Con
gozo y alegría
en
tu puerta te cantamos
y,
de las ánimas benditas,
con
tu limosna contamos.
A
las ánimas benditas
una
limosna darás,
que
ardiendo en el infierno
se
pueden encontrar.
Se
puede comprobar que son muchas las parroquias y ermitas donde aún se ven
retablos y cuadros de Ánimas, ya que estas cofradías fueron abundantes, sobre
todo por el área mediterránea, y mostraron todo su esplendor tras el Concilio
de Trento pues disfrutaron de gran popularidad y arraigo entre la feligresía
sencilla porque en ellos suscitaba un profundo sentimiento, mezcla de temor y
superstición.
Hace
no muchos años, cuando el familiar de algún enfermo o agonizante lo solicitaba,
el sacerdote, acompañado de los feligreses, acudía al domicilio le administraba
la “Unción de Enfermos”. Esta
ceremonia siempre se hacía al anochecer, cuando campesinos y labriegos ya
habían vuelto de realizar el trabajo en el campo. Previamente, el sacristán lo
anunciaba haciendo sonar unas campanillas en la puerta de la iglesia y calles
próximas y, al correrse la voz, los vecinos iban acudiendo llevando una vela,
un candil o una candelilla de aceite que ponían dentro de un pequeño farol,
para así resguardar la llama de la brisa nocturna, farolillo que aún he podido
ve por alguna que otra casa, los que se guardan como curiosas reliquias.
La
comitiva de vecinos acompañaba formando dos hileras, a uno y otro lado; el
sacerdote caminaba con el Viático por el centro encabezando la procesión,
llevando a su lado al sacristán y a los monaguillos, y éstos hacían sonar con
insistencia unas campanillas para alertar así a los vecinos de que el Santísimo
ya estaba en la calle. Durante el recorrido se entonaban cantos religiosos o se
rezaba y el rumor de esas acciones, además del rachear de las pisadas sobre el
desigual empedrado de la calle, se escuchaba lejano e inaudible primero y,
antes de aparecer tras la vuelta de una esquina o la angostura de una calle, ya
se adivinaba su presencia por el rojizo y bamboleante resplandor de las velas,
candiles y farolillos que destacaban en la oscuridad de la noche. Los vecinos,
asomados a sus puertas, comentaban:
-
¡Ya viene, ya viene!
También
se preguntaban, con morboso interés:
-
¿Quién es el enfermo o agonizante?
La
luz amarillenta que los acompañantes transportaban en sus manos iluminaba entre
sombras bailantes sus rostros de rasgos primitivos y raciales, componiendo una
fantasmagórica e inquietante estampa de la España ancestral y profunda que, al
igual que otras muchas, con el paso de los años han ido desapareciendo.
Al
llegar al domicilio el sacerdote, sacristán y monaguillos pasaban a la
habitación donde estaba el enfermo y hacían el ritual cristiano que para esos
momentos críticos de nuestras vidas recomienda la Iglesia.
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