Colaboración de Tomás Lendínez García
EL TÍO FLORENCIO
Capítulo I
La
muerte, al ser un hecho que encierra ese algo que se escapa a nuestro
entendimiento, me ha inquietado desde que tengo uso de razón, supongo que al
igual que al resto de la humanidad.
Desde
las brumas de mi memoria llegan aquellos lejanos recuerdos vividos aquí, en el
pueblo de mi niñez.
Durante
todo el mes de Noviembre, a diario, en la parroquia se celebraban misas de
difunto encargadas por los vecinos que las dedicaban a los familiares y
parientes fallecidos. Así lo hacía también mi abuela, preferentemente a su
hermano Florencio. Éste fue
sacerdote y estuvo regentando varias parroquias por la provincia y, a pesar de
mis pocos años, siempre le noté cierta reserva cuando a él se refería.
Un
día, un vecino que desde hacía años en la casa trabajaba, después de prometerle
que nada diría, me contó que él lo sabía de muy buena tinta que, en verdad, Florencio no había muerto y que desde
siempre fue aficionado a la buena mesa, a la juerga y sobre todo a las mujeres,
ya que de continuo buscaba el placer por casas de oscura fama y entre las beatas,
dando como fruto de esa forma de actuar a rubios y fuertotes chavalines,
bastante parecidos a él. El obispo, cansado de sus muchos escándalos y de las
quejas de la feligresía de los pueblos por donde pasaba, lo mandó a una “Misión de padres dominicos” que en América del Sur tenía la Iglesia. En
ella duró muy poco ya que enseguida se amancebó con una nativa de aquellas
tierras y con ella vivió en un pueblo de la Pampa (Argentina).
A
pesar de los años transcurridos, al llegar Noviembre, siempre recuerdo aquellos
funerales dedicados al hermano de mi abuela en los días grises y tristones de
ese mes, en los que la superstición y las creencias mágicas se fundían con la
religión oficial.
A
la hora convenida, ya anochecido, cuando las campanas comenzaban a tañer
doblando, mi abuela, cogiéndome de la mano y acompañada de Carmencica, criada que durante años en la casa estuvo, a la iglesia
se encaminaba y, una vez dentro, por capillas y altares iba encendiendo velas y
candelillas de aceite. Al comienzo de las escaleras que al presbiterio
conducían, el sacristán, ayudado por Carmencica,
instalaba un catafalco que cubría con una tela negra y al que rodeaba de
candelabros donde ponían blandones de cera que encendían.
En
aquellos años, aún no se le había hecho al templo la reforma en la que uno de
los albañiles murió al caerse de un andamio. Entonces, a uno y otro lado de la
nave central, había pequeñas y oscuras capillas, estaban decoradas con
litografías religiosas que más que piedad infundían temor: “El mártir del Gólgota”, “La resurrección de Lázaro”, “El martirio de San Sebastián”… Las
escenas se vislumbraban entre la penumbra y el chisporroteo de las candelillas
con las que se iluminaban.
Poco
a poco iba acudiendo el acompañamiento, en su mayoría mujeres, todas vestidas
de negro y cubiertas con pañuelo negro o manto de anchurosos pliegues, lo que
me hacía recordar a las brujas de los cuentos. Al finalizar la misa siempre
había alguna que se ofrecía para rezar el Santo Rosario y ofrecerlo por los
fallecidos de la parroquia y cuando todo terminaba entonces se acercaban a mi
abuela para abrazarla, besarla y musitarle:
-
¡Salud para su alma!
Después,
entre suspiros y lamentaciones, salían de la iglesia cogidas del brazo y
caminando iban desapareciendo por unas y otras esquinas camino de sus casas.
Después
de cenar, y una vez en la cama, todo lo recordaba sobrecogido y dudando si
sería verdad lo que de Florencio me
habían contado: Que no estaba muerto y que seguía vivo en las lejanas tierras
de América. Después me lo imaginaba
cabalgando en un brioso corcel, al igual que se veían aquellos jinetes
litografiados en las ilustraciones que había en los novelones que el abuelo
tenía en una estantería de su despacho y que al hojearlos siempre olían a
humedad y algunos de cuyos títulos aún recuerdo: “La venganza del Muerto”, “La
criolla de Jamaica” o “El soldado
desconocido”.
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