Colaboración de Paco Pérez
Capítulo II
JOAQUINA Y LA CHOZA DE EUFRASIO
Unos
años después de aquella broma con la que Juan José
Castillo Mata “EL ESPARTERO” estuvo a punto de ocasionar un daño no
deseado a su buen amigo Juan Tomás, como
acabó bien y los “melonares” seguían
cultivándose, pues las circunstancia hicieron que de manera no buscada volviera
a las andadas y protagonizara otra historieta curiosa.
Él
sitúa los hechos de este nuevo relato en el verano de 1960 y en esta ocasión tuvo como compañero a Rafael “El Jaro”, ya
fallecido y tío de Sebastián (el de las
burras), cada uno tuvo ese año un “melonar”
cerca de la cortijada de Almenara y de
la casilla de José “El Campillero”. Las
hazas donde sembraron ambos sus melonares estaban juntas y como vecino tenían a
Eufrasio Moral “El Vago” pero los de ellos y el de él estaban separados por tres hazas,
el melonar más próximo a la casilla de José
era el de Rafáel.
Eufrasio no estaba tan
dedicado como ellos al cuidado de los melones pues tenía sembradas muy pocas matas,
sólo las que necesitaba para el consumo de la familia, tenía la choza muy mal
hecha y por esa razón el palo de la “quilla”
le sobresalía algo más de un metro.
Debo
resaltar estos detalles porque el escenario donde ocurrió el incidente fue
diferente al anterior y también lo fueron sus protagonistas pues lo ocurrido en
esta ocasión fue de otro estilo.
El
calendario marcaba los últimos días de julio y una mañana se acercó Rafael a mi
choza muy preocupado y me dijo:
-
Baja por las noches, de la casilla de José
“El Campillero”, una marrana y
cuando me doy cuenta ya se ha comido un melón… ¡La gracia del asunto está en
que no encuentro la forma de cogerla!
Cuando
escuché lo sucedido le dije:
-
No quites de la mata el melón medio comido que se ha dejado pues esta noche
regresará, la vamos a pillar y le vamos a dar una buena paliza para que se le
quite la gana de comer más melones y después ya no venga más.
Al
anochecer nos escondimos cerca de la mata que tenía el melón medio comido, nos
llevamos una manta, unas cuerdas fuertes y esperamos que llegara la marrana.
Una
media hora después la vimos venir y dirigirse a la mata que tenía el melón
estropeado de la noche anterior y, cuando más distraída estaba dándose su gran
banquete, nosotros llegamos por detrás, le echamos la manta por encima y
logramos trabarle las patas después de darnos con ella más de sesenta
revolcones pues era muy grande.
Cuando
logramos dominarla, llenos de polvo y muertos de risa, terminamos los tres más
cerca de la choza de Eufrasio que de
las nuestras y por esa razón se nos ocurrió atarla en el palo que sobresalía de
la “quilla”. Yo conocía bien a la
dichosa marrana pues hacía poco tiempo que había estado con José de porquero y por eso sabía que se
llamaba Joaquina, él le tenía puesto
ese nombre.
Después
de atarla nos quitamos los cintos, le dimos unos cuando zurriagazos en los
cachetes, la marrana pegó un tirón y la choza, que no era muy fuerte, se fue al
suelo y se quedó al revés pues antes estaba dando la espalda al camino y
después se quedó mirando a él.
Cuando
al día siguiente llegó el dueño y vio cómo había quedado la choza se quedó
sorprendido y, como no comprendía lo que había ocurrido, no hacía nada más que
dar vueltas a su alrededor pues estaba muy sorprendido por cómo había quedado
su refugio. Nosotros, desde la choza de Rafael,
mirábamos al viejo para ver lo que iba a hacer y después de unos minutos nos
acercamos, le contamos lo que había ocurrido, él se lo tomó con buen humor y los
tres nos pusimos a reír.
Quisimos
arreglarle los desperfectos y él nos dijo que la dejáramos como estaba pues no
pensaba venir muchas veces por allí.
Cada
noche seguíamos esperando, armados con un buen garrote, la llegada de Joaquina pero los cintazos que recibió
tuvieron que ser para ella una buena medicina pues le curó la mala costumbre de
comer sin permiso en lo ajeno y ya no regresó más por el melonar.
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