Colaboración de Paco Pérez
PARA
DAR BUENOS FRUTOS
El pueblo de Israel, durante el año, celebraba siete fiestas y, además, el sábado. Cada una de ellas tenía un relato histórico y éste guardaba relación con los hechos que en el pasado incidieron sobre la vida de sus habitantes.
En nuestros días nos encaminamos hacia la fiesta de Pascua y los ázimos, ésta la celebraba el pueblo judío la noche anterior al 14 de Nisán (abril). Esa noche las familias recordaban lo que hicieron en Egipto sus antepasados por indicación del Señor; mataron un cordero, con su sangre impregnaron las puertas y el dintel de las casas, a quienes lo hicieron el Señor los protegió pasando de largo y no castigando a los primogénitos y también comían pan ázimo, sin levadura, para recordar que tuvieron que salir de Egipto con prisas.
Los hechos relatados en Juan 12, 20-33 se localizan en Jerusalén y ocurrieron cinco días antes de la Pascua. Por esa razón había en la ciudad mucha gente y unas fechas antes Jesús había resucitado a Lázaro. Este milagro y sus enseñanzas habían ilusionado a sus gentes y a los visitantes de otros lugares, por esas verdades los jefes judíos estaban contrariados y habían decido matar a Jesús y a Lázaro.
En aquellos momentos históricos entran en escena unos griegos que estaban de paso en Jerusalén que, aunque eran gentiles, simpatizaban con el judaísmo, quedaron impresionados con los hechos narrados y se acercaron a los discípulos para les expresarles su deseo de hablar con Jesús.
Felipe y Andrés informaron a Jesús de su deseo y Él les dijo que había llegado la hora de iniciar la predicación de su mensaje y que no debían temer nada porque si quienes les iban a escuchar lo hacían con buenas intenciones el fruto de su evangelización estaba asegurado, lo mismo que ocurre al sembrador cuando esparce buena semilla en tierra fértil. Su mensaje estaba claro: Al predicar lo que importaba era que el receptor tuviera buena disposición para recibir la semilla de la Palabra y que después comprendiera que así como el grano de trigo debe morir primero en la tierra para que después se produzca en él una gran transformación y así puedan nacer los nuevos frutos. A Jesús no le preocupaba que fueran gentiles sino mala tierra para recibir la semilla del mensaje porque sabían bien que quienes hacen toda clase de acciones incorrecta para enriquecerse no están dispuestos a cambiar de comportamiento pues eso les supondrían abandonar el bienestar que han alcanzado a costa de los sufrimientos ocasionados a los débiles.
Jesús les hablaba de la necesidad de cambiar y venía a confirmar el anuncio que realizó Jeremías cuando comunicó al pueblo que la “Alianza” que Dios había hecho con ellos, después de salir de Egipto, sería renovada con el paso de los años con la “Nueva Alianza” porque ellos la habían roto pero, en esta otra ocasión, ya no habría que ir mostrando a las gentes quién era el Padre porque Él se encargaría de grabárselo a todos en el corazón y ya sólo se nos pediría que “cambiemos y nos convirtamos”.
Pasaron los años, vino Cristo y, como Dios que era, sabía lo que le iba a ocurrir y como hombre tuvo miedo de morir y pidió al Padre que le ayudara para no sufrir la muerte. Así nos enseñó que no desear morir es una reacción humana que no tiene porqué ser mala, sobre todo si en nuestro diálogo con Él acabamos exponiéndole nuestra aceptación de los hechos y dejando en sus manos el desenlace final para que así se haga su voluntad y no la nuestra.
Jesús, con su decisión de aceptar la muerte, regaló a las personas de todos los tiempos el perdón de los pecados y la salvación.
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