Colaboración de Tomás Lendínez García
LA CASA DEL MIEDO… ¿REALIDADES O FANTASÍAS?
Capítulo III
Con
el paso de los años el viejo caserón de la Tercia, poco a poco, se fue
deteriorando hasta convertirse en un ruinoso y destartalado local ya que, los unos
por los otros, como nada se le reparaba pues su deterioro fue en aumento y por
eso tuvo que ser abandonado por la Guardia Civil. Después sirvió como vivienda
a las bandadas de vencejos y golondrinas que en primavera sus nidos hacían en
sus aleros y ruinosas buhardillas y a las lechuzas que acudían a ella al
anochecer, visitando sus caballetes y tejado, en busca de alguna posible presa.
Por esta última circunstancia los vecinos supersticiosos, cuando las veían
llegar y después escuchaban el lúgubre sonido de su canto, creían que estos
animales eran el presagio de que alguna desgracia ocurriría en la vecindad.
Aprovechando esa leyenda pueblerina el sacristán divulgó la noticia de que las
glotonas lechuzas se bebían el aceite que alimentaba la lamparilla que, de
manera permanente, alumbraba en la capilla donde el Santo Sacramento recibía
culto y la realidad era que el sacristán se lo llevaba a su casa y lo consumía,
cuando las beatas y devotos lo donaban a la iglesia para el culto.
En
esas noches de crudo invierno, la vieja y abandonada casona de la Tercia
adquiría un cierto aspecto, por extraño y misterioso, con un aire etéreo y
fantasmal.
Cuando
el viento del Norte soplaba con fuerza y tomaba cuerpo entonces entraba por los
pasillos y habitaciones; se estrellaba contra los agrietados muros y las viejas
paredes y, a la vez, se escuchaba el tronar de su silbido al introducirse y
pasar por el cañón de la chimenea. A su impulso las puertas y postigos, con
insistencia, contra sus quicios golpeaban como si una mano poderosa e invisible
quisiera arrancarlos de sus marcos y, mientras les hacía girar, los mohosos
goznes chirriaban mientras emitían un grito agudo y angustioso.
Por
los umbrosos patios crecían las ortigas y las malvas en proporciones colosales
y, en uno de sus rincones, se alzaba la silueta de un oscuro ciprés, recordado así
la soledad de la muerte.
Cuando
el agua a cantaros caía y desde los aleros las canales la vomitaban como
copiosas cataratas, en la casona de la Tercia, refugio buscaban indigentes y
vagabundos que por el pueblo pasaban y, para mitigar el frío de la noche,
fogatas encendían con los restos de las carcomidas vigas que en su día
sostuvieron la techumbre y con astillas de las desvencijadas y caídas puertas
que a duras penas en los marcos se sostenían.
En
la oscuridad de la noche, por los huecos y rendijas, se vislumbraban las
figuras de los que dentro estaban junto a las fogatas calentándose, dibujando
las figuras de sus siluetas en los muros y paredes. Eran sombras cambiantes,
movibles y deformadas que, con el resplandor de las llamas, se alzaban en
cimbreantes danzas. Mientras se veían estas figuras se escuchaban confusos rumores
de apagadas voces de mil timbres de voz, todas distintas, que se acercaban y se
alejaban para, finalmente, perderse por los recovecos y esquinas de la derruida
casona. Por estos hechos se corrió la voz de que allí dentro habitaban
fantasmas, brujas y duendes, como los populares Martinicos, y eso hizo que el
miedo apareciera en la vecindad.
Un
tiempo después se comentó por las tabernas, barberías y tiendas que una noche,
haciendo alarde de valor, un vecino que cerca vivía se acercó hasta la misma puerta
y miró por las rendijas. Entonces vio la luz amarillenta y humeante de los
candiles con los que se alumbraban quienes allí estaban y comprobó que eran
unos duendes; escuchó el tintineo metálico que hacían las monedas y doblones
que ellos contaban de manera avariciosa y cómo las depositaban después en
pequeños sacos. Parece ser que los duendes, astutos y sabios, sabían encontrar
bajo las baldosas las monedas que allí había escondidas, desde antaño, por los
curas y priores cuando la frecuentaban para tal fin.
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