lunes, 9 de noviembre de 2015

APUNTES HISTÓRICOS SOBRE NUESTRO PUEBLO

Colaboración de Tomás Lendínez García
LA CASA DEL MIEDO… ¿REALIDADES O FANTASÍAS?
Capítulo III
Con el paso de los años el viejo caserón de la Tercia, poco a poco, se fue deteriorando hasta convertirse en un ruinoso y destartalado local ya que, los unos por los otros, como nada se le reparaba pues su deterioro fue en aumento y por eso tuvo que ser abandonado por la Guardia Civil. Después sirvió como vivienda a las bandadas de vencejos y golondrinas que en primavera sus nidos hacían en sus aleros y ruinosas buhardillas y a las lechuzas que acudían a ella al anochecer, visitando sus caballetes y tejado, en busca de alguna posible presa.

Por esta última circunstancia los vecinos supersticiosos, cuando las veían llegar y después escuchaban el lúgubre sonido de su canto, creían que estos animales eran el presagio de que alguna desgracia ocurriría en la vecindad. Aprovechando esa leyenda pueblerina el sacristán divulgó la noticia de que las glotonas lechuzas se bebían el aceite que alimentaba la lamparilla que, de manera permanente, alumbraba en la capilla donde el Santo Sacramento recibía culto y la realidad era que el sacristán se lo llevaba a su casa y lo consumía, cuando las beatas y devotos lo donaban a la iglesia para el culto. 
En esas noches de crudo invierno, la vieja y abandonada casona de la Tercia adquiría un cierto aspecto, por extraño y misterioso, con un aire etéreo y fantasmal.
Cuando el viento del Norte soplaba con fuerza y tomaba cuerpo entonces entraba por los pasillos y habitaciones; se estrellaba contra los agrietados muros y las viejas paredes y, a la vez, se escuchaba el tronar de su silbido al introducirse y pasar por el cañón de la chimenea. A su impulso las puertas y postigos, con insistencia, contra sus quicios golpeaban como si una mano poderosa e invisible quisiera arrancarlos de sus marcos y, mientras les hacía girar, los mohosos goznes chirriaban mientras emitían un grito agudo y angustioso.
Por los umbrosos patios crecían las ortigas y las malvas en proporciones colosales y, en uno de sus rincones, se alzaba la silueta de un oscuro ciprés, recordado así la soledad de la muerte.
Cuando el agua a cantaros caía y desde los aleros las canales la vomitaban como copiosas cataratas, en la casona de la Tercia, refugio buscaban indigentes y vagabundos que por el pueblo pasaban y, para mitigar el frío de la noche, fogatas encendían con los restos de las carcomidas vigas que en su día sostuvieron la techumbre y con astillas de las desvencijadas y caídas puertas que a duras penas en los marcos se sostenían.
En la oscuridad de la noche, por los huecos y rendijas, se vislumbraban las figuras de los que dentro estaban junto a las fogatas calentándose, dibujando las figuras de sus siluetas en los muros y paredes. Eran sombras cambiantes, movibles y deformadas que, con el resplandor de las llamas, se alzaban en cimbreantes danzas. Mientras se veían estas figuras se escuchaban confusos rumores de apagadas voces de mil timbres de voz, todas distintas, que se acercaban y se alejaban para, finalmente, perderse por los recovecos y esquinas de la derruida casona. Por estos hechos se corrió la voz de que allí dentro habitaban fantasmas, brujas y duendes, como los populares Martinicos, y eso hizo que el miedo apareciera en la vecindad.

Un tiempo después se comentó por las tabernas, barberías y tiendas que una noche, haciendo alarde de valor, un vecino que cerca vivía se acercó hasta la misma puerta y miró por las rendijas. Entonces vio la luz amarillenta y humeante de los candiles con los que se alumbraban quienes allí estaban y comprobó que eran unos duendes; escuchó el tintineo metálico que hacían las monedas y doblones que ellos contaban de manera avariciosa y cómo las depositaban después en pequeños sacos. Parece ser que los duendes, astutos y sabios, sabían encontrar bajo las baldosas las monedas que allí había escondidas, desde antaño, por los curas y priores cuando la frecuentaban para tal fin.

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