Colaboración de José Martínez Ramírez
Pasé
por la puerta y decidí entrar, sólo por la leyenda literaria de la que goza. Como
no era hora de tomar nada pedí un descafeinado y me dediqué a observar alguna
cara conocida y demás seres humanos, geniecillos, culteranos de salón, etc.
El
camarero que me puso el café llevaba muchos años de oficio, creo que cada
profesión va moldeando el cuerpo del profesional con arreglo al trabajo que
desarrolla y los físicos de los restauradores los conozco bien.
Don Camilo salió
de algún lugar junto a la que hacía, en aquellos días, el papel de esposa y
alguien más. Andaba igual que Don Fraga
Iribarne, dando cambaladas, y por ellas me recordaban estos dos señores a
los grandes paquidermos heridos, mientras se alejaban en dirección a Cibeles.
Una
anciana con ropa muy desfavorecedora se sentó cerca de mí, se tomó un café y
una tostada con bastante apetito, después sacó un paquete de Ducados y se apretó un par de ellos
antes de pagar e irse. Tenía un medallón de oro con la imagen de alguna virgen,
éste era muy grande, adornándole el cuello.
Miré
hacia un rincón de la barra y descubrí que en él se encontraba un negro
mandingo alto y musculado, percatándome entonces de que me observaba fijamente
el tío.
El
que suscribe siguió con su plan y, después de un rato, ya empezó a mosquearse
porque el señor mandingo de los cojones no sólo me miraba sino que me sonreía
con esos dientes tan blancos que tienen estas personas.
Pagué
de inmediato lo consumido y antes de abandonar el local me dirigí al excusado por
necesidad imperiosa. Mientras me aliviaba en él, apareció de pronto a mi lado
el dichoso dientón y allí también siguió mirándome pero ahora lo hacía sobre lo
poco que yo sujetaba con una mano y él allí, mientras observaba, también sonreía.
Jamás sabré el motivo de su dichosa sonrisa porque salí cagando leches de allí
y mirando hacia atrás.
Una
vez en la calle reflexioné sobre lo que me ocurrió unos minutos antes en el
dichoso Gran Café de Gijón y todo por
entrar a observar el ambiente. Después de unos minutos, llegué a esta
conclusión… ¡El mandingo dientón me quería enseñar
Cuenca o, como diría Paco Umbral, darme por retambufa!
Pues
eso.
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