Colaboración de Juan José Castillo Mata “El Espartero”
La
historia de hoy ocurrió allá en la década de los cincuenta, yo afirmaría sin
temor a equivocarme que fue en 1953, unos años difíciles en los que los niños
no teníamos con qué distraernos y, por esa razón, algunas veces hacíamos cosas
que parecían travesuras pero la realidad era otra, nosotros no pensábamos nunca
que estuviéramos haciéndo daño.
Era
verano y a Tobalico “El de la Ermita”, José “Maino”, Tobalico “El de Lulú” y Juan José
“El Espartero” les dio por no echar
la siesta, escaparse de sus casas a la calle, reunirse en la esquina de Rosendo con los amigos y después ya se
marchaban todos a un “corralón” que
tenía Juanele en la calle “El Centro”.
Este
señor tenía una “Tienda-Bar” en “Las Protegidas”, donde ahora hay una
carnicería. Un tiempo después lo compró Pascual,
el que trabajó en el Ayuntamiento, para hacerse en él una casa y poner en el
bajo un taller de motos, cuando se jubiló.
Cualquiera
creería que allí tenía el señor Juanele
cosas de valor pero en su interior sólo había un carro viejo y muchas cajas de madera
que se utilizaban para el transporte y la venta en las tiendas de las sardinas
arenques, aquellas estaban vacías y él las guardaría para encender en el
invierno la lumbre.
Al
corralón se entraba por un portón metálico que estaba pintado de color verde y
siempre estaba cerrado con un candado. Sus paredes eran de tapia, una estaba
para caerse y Juanele la reforzó con
un nervio de ladrillos, en diagonal, que iba desde el suelo hasta la cima de la
pared. Al colocar los albañiles los ladrillos así formaron una escalera y esa
era la que usábamos nosotros para entrar y salir al corralón.
Lo
único bueno que tenía el lugar era la escalera de ladrillos y por eso creo que
la emoción que tenía el subir y bajar por ella, sin caernos, era lo único que
nos hacía ir hasta allí todas las siestas, otra cosa no porque una vez dentro
nos sentábamos para charlar en el suelo, a la sombra de una pared.
En
aquellas fechas no había muchas viviendas en los alrededores del corralón,
nosotros creíamos que nadie nos veía al entrar y salir, pero alguien debió
conocer nuestra costumbre y se “chivó” a Juanele pero nosotros sospechábamos de los otros
niños a los que no admitíamos en nuestra pandilla.
Una
tarde, cuando estábamos muy tranquilos en nuestra charla, escuchamos ruido en
el portón, se abrieron las dos banderas de par en par y pronto apareció el
señor Juanele dentro del corralón.
Nosotros nos quedamos sin movimiento mientras él se fue acercando a nosotros,
nos recriminó lo que hacíamos dándonos muchas voces y nos asustó diciendo que
se lo iba a decir a nuestros padres.
Juanele era un buen
hombre y, cuando comprobó que allí no hacíamos nada malo, se fue hacía el
portón y nos dijo:
-
¡Venga, todo el mundo afuera del corralón y que no vengáis más por él!
Nosotros,
como se puso en el portón pues creímos que nos iba a ir dando un sopapo cuando
fuéramos saliendo y entonces, uno tras otro, nos subimos por la escalera de los
ladrillos y así nos fuimos.
Juanele, cuando nos
vio subir por la tapia como las hormigas, uno tras otro, se echó a reír y dijo:
-
¡Míralos ahí cómo suben, están tan
acostumbrados a subir y bajar la tapia que no han querido salir por la puerta
grande, como los toreros!
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