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lunes, 6 de noviembre de 2017

RECORDANDO A FRANCISCO “EL CUCO”

Colaboración de Paco Pérez
Capítulo II
MIS VIVENCIAS Y RECUERDOS DE SU CASA
En aquellos años la casa donde vivían estaba edificada en “El Pecho de la Ermita”, entonces yo era un niño, mis padres tenían el domicilio familiar en el número 85 de esa misma calle, un poco más abajo, y, por esa circunstancia, en los ratos de ocio yo jugaba con los niños del barrio interminables partidos de fútbol en las eras que había a continuación de la casa de ellos, recuerdos imborrables de ellos y de aquel lugar.

En nuestros días padecemos una sequía tremenda y por ella estamos los villargordeños muy preocupados porque la supervivencia económica de las familias guarda bastante conexión con el agua que cae del cielo por lo que afecta a los cultivos, al mundo del trabajo y al bienestar económico de ellas. En uno de aquellos años, no puedo precisar en cuál, sucedió lo contrario y tuvimos en el pueblo unas lluvias abundantísimas, ese exceso repercutió en negativo sobre las viviendas y esa afectación me dejó el recuerdo de los derrumbes que, en las casas de aquella zona, sufrieron algunas paredes de ellas por culpa de aquel temporal.
La casa donde vivía esta familia se vio afectada pues la pared que daba a las eras se derrumbó debido a que en el corral surgieron muchos veneros, de ellos salía el agua en diferentes puntos y ésta se veía subir hacia arriba. Recuerdo muy bien cómo me acercaba hasta la pared derruida para ver la laguna formada y me ponía en cuclillas sobre sus restos para así poder observar más de cerca el espectáculo novedoso de ver salir el agua de la tierra, en esa postura me pasaba un buen rato. En aquellos años cualquier hecho causaba impacto pero en nuestros días nadie se hubiera enterado.
Esta familia, para solucionar el problema que les podía ocasionar en la vivienda, tuvo la feliz idea de hacer una canalización soterrada por el portal de la vivienda hasta la calle, por ella salía el agua de manera natural y no quedaba estancada.
A la misma altura de aquella casa, en medio de la calzada que entonces era de tierra y riscas, unos vecinos cavaron dos pozas no muy profundas, aproximadamente de medio metro, y de allí también salía agua. Estos manantiales y el del corral del “Cuco”  propiciaron que los peques nos divirtiéramos mucho con el agua que vertían a la calzada, ésta se concentraban en la reguera central y con ella jugábamos por las tardes haciendo atajaderos en la zona del “Ejido del Panteón”, donde ahora está la confluencia de la calle San Antón y el Parque. Allí había, mezcladas, la arena y la tierra que se acumulaban con los arrastres de las lluvias, estaban sueltas y no endurecidas, esa circunstancia nos permitía mover el barro con facilidad. Una tarde estábamos un grupo de peques muy atareados en nuestra labor constructora, con las manos arrastrábamos el barro para juntarlo con las piedras y formar la pared de contención del embalse, sentí un roce en uno de mis dedos y después escozor. Intrigado por esa sensación pedí permiso al encargado de la obra para abandonar la tarea, me lavé las manos en el agua retenida con embalse formado y entonces comprobé que me salía sangre. Un compañero de trabajo me aconsejó desinfectar la herida meándome en ella, lo hice, me incorporé sin más medidas de seguridad al trabajo y seguí arrastrando barro con las manos como si nada hubiera ocurrido.
Entonces nadie daba importancia a estas incidencias y se resolvían así, sin pensar en consecuencias posibles. En nuestros días, el mismo hecho, hubiera tenido otro guión: El niño se hubiera alarmado, hubiera comenzado a dar gritos al ver la sangre, hubiera salido corriendo hasta el domicilio familiar, la madre se hubiera preocupado mucho al verlo llegar así, inmediatamente le hubiera puesto algodón sobre la herida y lo hubiera montado en el coche para llevarlo al Centro de salud. Una vez en él, el A.T.S. de guardia le limpiaría y desinfectaría la herida, se la vendaría, inmediatamente le pondría una inyección para vacunarlo del “tétanos”, le apuntaría la fecha de la incidencia en una cartilla de vacunas y, por último, le recordaría cuándo debía volver por allí para ponerle la dosis de recuerdo.
Esta experiencia con la salud me aconseja aplicar a las cosas de la vida la prudencia, es decir, guiarnos por el refrán popular que dice: [No debemos ser ni chatos ni narigudos.].








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