Colaboración de José Martínez Ramírez
Antes
de que sonara el despertador ya estaba tomándome el té de costumbre. Los profesionales de la
meteorología haciendo honor a sus aciertos habían fallado pues caía esa fina
lluvia propia del norte, justo lo contrario de lo que habían pronosticado.
Procuré cerrar la puerta de casa despacito para no molestar a mi amada. Bajé al
trastero y cogí morral y rifle para a continuación dirigirme a casa de Miguel,
lugar donde habíamos quedado como el punto de partida al cazadero. Manolo llego
puntual, como siempre, y escuchando “Radiolé”.
Después
de meter los trastos en el maletero nos dirigimos a San Lorenzo de Calatrava,
un pequeño pueblo de Ciudad Real, y desde allí a la finca para montear, después
de dar buena cuenta de unas suculentas migas.
La
lluvia arreciaba e invitaba a una mañana desapacible, de esas en las que gusta
estar en casa o frente a una lumbre con la grata compañía de la soledad y la
templanza.
El
puesto que por sorteo le toco a Miguel se encontraba a unos veinte minutos, en
coche, del lugar del desayuno. Una vez allí opté por no sacar el rifle de su funda
pues consideré que con el de Manolo sería suficiente y de esa manera podría
estar con ambos un rato charlando, trasladándome de un puesto a otro según me
apeteciera, así que me dediqué durante la mañana a llevarles un poco de vino,
jamón y queso, cambiando impresiones sobre la montería y su desarrollo.
Las
piezas a abatir eran jabalí, muflón y gamo y las vendieron como una cacería de
prestigio, de esas a donde todos los cazadores desean asistir.
A
la media hora de situarnos en ambos puestos se empezaron a oír las primeras
ladras, inconfundibles, de los perros del gran Juanito Beraque “El Torreño”.
Entonces
volé al barrio de Malasaña, veinte
años atrás, donde recreó sus “Episodios
Nacionales” Benito Pérez Galdós,
lugar emblemático, por un lado, de
la movida madrileña y lamentable por
el tráfico de drogas que allí había en los 80. Recuerdo que una noche llegué,
como una de trabajo más y con la rutina de siempre, al Ministerio de Justicia e
Interior, encabezado entonces por Juan
Alberto Belloch y María Teresa Fernández de la Vega, se encontraba ubicado
entre las calles San Bernardo, Vicente Ferrer y Espíritu Santo, era y es, un
edificio señorial del Madrid más castizo.
La puerta principal besaba la calle San Bernardo. Cada esquina de esta
calle se encontraba vigilada y arriba, en dirección a la plaza del Dos de Mayo,
también. Cuando subí a relevar al compañero, a eso de las 22:00 horas, unos
metros más arriba había un gran barullo de gente y luces de ambulancia…
Después
nos llegó la noticia de que en ese portal había fallecido Enrique Urquijo, un músico y compositor excelente, pero antes todos
los de esa generación habíamos escrito sobre un vidrio mojado algún nombre.
Cuando
regresé a la cacería comprobé que los del puesto de nuestra derecha tuvieron la
fortuna de recibir unos cuantos muflones de frente y en carrera, circunstancia
harto difícil para abatirlos, así que cumplieron con lo pronosticado y erraron
los disparos. Un muflón se dirigió hacia Manolo pero el bicho buscó el bosque
de coscojos, encinas, jaras y quejigos, lo veíamos intermitentemente sin
posibilidad de disparo certero. Cuando cumplió en el puesto de Miguel tuvo la
misma suerte, mientras la lluvia en ráfagas, vencidas por el viento, nos
golpeaba y daba ese toque gris otoñal que tanto nos gusta a algunos. Fue
abatido por otro tirador, después se le dio la enhorabuena.
Una
vez en el cortijo, los callos con garbanzos sentaron bien, era un día para un
plato contundente.
El
viaje de vuelta lo hicimos acompañados de lluvia y mucho tráfico, Manolo puso
música de la copla española, la hora y media la pasamos hablando muy poco pero
regocijados en las voces de Doña Concha Piquer, Pepe Pinto, Antonio Molina,
Rafael Farina ect. Maravilloso.
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