viernes, 10 de octubre de 2014

YA LLEGÓ EL CARRO A LA POSÁ

Colaboración de Paco Pérez
Algunas tardes, en verano, veo el programa que presenta Juan Imedio en Canal Sur, sobre todo, cuando estoy fuera del pueblo. Es una temática sencilla que permite al espectador entrar en contacto con una de las realidades más frecuentes de nuestros días… ¡¡¡La soledad y el abandono que afecta a quienes transitan por los últimos años de su vida!!!

Es un programa muy emotivo y algunas de las historias que allí se cuentan calan hondo y por eso se emocionan los sensibleros, mi caso. También cumple la función ancestral de “alcahuete” pues busca el poder arreglar esos problemas personales a quienes acuden a él. No obstante, hay que admitir que algunos de los argumentos que allí se exponen ante las cámaras tal vez no contengan la verdad de las vivencias en su totalidad. A pesar de ello creo que ayuda bastante a que los temas de la soledad y el abandono de muchos mayores no se pierdan de vista por los hijos pues cuando afectan a los progenitores en el momento más triste y difícil de solucionarlos. Es bueno que nos lo recuerden para que las personas mayores no caigan en el olvido de una sociedad que, debido a su juventud, no está afectada ni concienciada en este momento por ese síndrome. Si a toda esta realidad le añadimos que bastantes casos se solucionan porque logran vivir de nuevo en pareja pues el programa creo, sinceramente, que cumple una buena labor social en un doble plano, acabar con la soledad de algunos afectados y divulgar una realidad de nuestros tiempos que debe ser atendida.
¿Por qué planteo este tema como entrada?
Porque conociendo a mi abuelo muy bien él hubiera sido de los primeros en acudir a la llamada del programa.
Creo que él no habría viajado a Sevilla por las razones expuestas anteriormente y sí porque era muy mujeriego. Sostengo esta opinión al amparo de una realidad: Mi tía Marina no se casó y lo atendió hasta que murió. Luego el abandono y la soledad no le afectaban a él.
La otra razón que me sirve de sostén es una experiencia que tuve con él siendo un niño: Era un buen aficionado a los toros y, algunas veces, cuando acudía a una corrida me llevaba. Recuerdo una en la feria de Linares y otra en la de Jaén, en esta última viví en directo los hechos.
En aquellos años viajar a Jaén no era cómodo porque salía el autocar del pueblo, entonces propiedad de Benigno Agudo, por la mañana temprano y regresaba por la tarde, por ello había que desayunar y almorzar en la capital. Yo era muy pequeño, Jaén estaba en feria y unos días antes me propuso viajar a la capital para pasar un día en el ferial.
Ya dije que era “herrador” y, además, que también comerciaba en sus ratos libres: Vendía seguros para la compañía “La Estrella”, abonos, cuerdas y sogas de esparto en periodos de siega, compraba granos y garbanzos por encargo del Sr. Extremera –almacenista de Jaén- y vinos y vinagre a granel en su domicilio.
Después de desayunar y de resolver sus asuntos, su espíritu indomable del “compro y vendo” nos arrastró a media mañana hasta el ferial pues quería darse una vuelta por la “feria del ganado”, estaba en la parte final. Nos encaminamos a los lugares donde los gitanos comerciaban con el ganado de caballos, mulos y burros. Todos vestían con el atuendo típico de su raza: Traje, chaleco, camisa blanca, zapatos abotinados, sombrero, gancha, sortija mientras más grande mejor y reloj de bolsillo; todo para dar buena imagen y colocar la mercancía deteriorada a precio de oro.
Él no pretendía comprar ni vender, sólo buscaba disfrutar con el ambiente del espectáculo y conocer cómo estaban los precios. Conocía a la mayoría de los gitanos porque muchos de ellos venían durante el año a Villargordo con su profesión, la compra-venta de animales.
Después nos dimos una vuelta por las atracciones infantiles del ferial, era el turno del nieto, y regresamos al casco urbano para almorzar. Lo hicimos en una casa de comidas muy popular en aquellos años, el “Bar mi casa”. Cuando nuestros estómagos estuvieron satisfechos nos encaminamos hacia la plaza de toros, íbamos por la calle Tablerón, hablábamos y, de pronto, dejó de hablar del tema que nos ocupaba… Yo me sorprendí y le pregunté cuando lo vi mirando al frente y con los ojos fijos y sin movimiento:
- ¿Qué te pasa abuelo?
Él parecía flotar en el aire y después de unos segundos me contestó:
- Niño, mira qué tetas tan hermosas tiene esa mujer.
Yo, debido a mi corta edad, no entendía en ese momento nada, confirmo que la escena no se me ha olvidado jamás. Sin ánimo de ofender a las mujeres entradas en carnes y con pechos demasiado prominentes, así era aquella musa de sus sueños, tengo que posicionarme y decir que mis gustos en este tema caminaron y caminan por senderos contrarios a los de mi queridísimo abuelo Paco. Unos años después aprendí, conversando con las personas mayores de la familia, que en aquellos tiempos ese era el tipo de mujer que enamoraba a los hombres. Entonces, ya tarde, comprendí el porqué de aquella reacción suya.
Unos años después volvió a protagonizar otra célebre escena jocosa, muy apropiada para pasar a la historia donjuanesca local.
Ya estaba bien cargado de años su DNI y, como su mente no había seguido el mismo declive que el físico pues le pedía hacer travesuras. Él nunca se paraba a pensar en los contras y por eso se montaba siempre en el carro de los pros; en él se fue a Jaén; visitó un prostíbulo; solicitó los servicios de una dama joven, para su edad cualquiera de ellas lo era, y se encaminó con la moza a una habitación. Una vez dentro y despojado de sus vestimentas pudo comprobar que la mente joven que lo había llevado hasta allí no hacía juego con el físico pues éste no le respondía de manera adecuada y por eso el órgano masculino que debía responderle para cumplir con el motivo de su estancia allí se mostraba triste y no tenía la más mínima intención de ir en su compañía a la feria. Llegó a esa certeza cuando comprobó que no lograba que levantara el vuelo, había caído en una depresión profunda y eso lo dejó helado.
La muchacha, al ver lo que le ocurría, se dirigió a él con la intención de ayudarle a mejorar el estado físico del músculo y para ello le dijo estas amables palabras:
- Abuelo, ven. Súbete y arrímala pa que lo güela, ya verás cómo se anima.
Él, que ya había comprendido su verdadera y definitiva situación, le contestó sin dudar un instante con estas sabías palabras:
- Hija mía, lo siento. No te esfuerces, te agradezco tus buenas intenciones pero ha llegado el carro a la posá y esto no lo arregla ya ni el médico de Torres.
Le pagó y abandonó el lugar sin hacer ruido ni dar voces.
Aquel fue el último día que su cabeza le hizo pensar que todavía podía ir a buscar relaciones amorosas. Ya no lo volvió a intentar más, aceptó la nueva situación con naturalidad y fue muy feliz contándolas a cualquiera que quisiera reírse un rato con su relato, ya no podía hacer otra cosa.

Este fue mi abuelo, tiene más historias de este género y otro día tendré que ponerlas en escena.

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