sábado, 30 de diciembre de 2017

NAVIDAD

Colaboración de Paco Pérez
Capítulo II
VIAJANDO EN “EL TREN DEL RECUERDO”
Los hechos de hoy sucedieron en las paradas que hizo “El tren de la vida” en las “Estaciones últimas de los 50 y primeras de los 60”. Eran las maravillosas Navidades de aquellos años infantiles que nunca debieron pasar y de las que guardo un gran recuerdo, sobre todo, de aquel “pesebre” que se hacía entonces en nuestra parroquia con elementos del entorno o inservibles, lo solían poner en la capilla de las “Ánimas. 

Los niños también colaborábamos pues acercándonos al campo para traer a los mayores que lo montaban ramas de arbustos para formar los árboles y el musgo, las corrientes de agua se hacían con cristales y la iluminación eran bastante pobre. Esta afirmación me asalta siempre que viajo al “belén” de entonces porque al hacerlo se presenta ante mí la imagen de aquel conjunto ya acabado y expuesto a los fieles, tenía tanta oscuridad que ese elemento me dejó impresionado.
Era muy típico de aquellos tiempos que, unos días antes de la Navidad, los hornos del pueblo adquirieran un protagonismo fabuloso por el gran movimiento de gente que había en ellos debido a que tenían una profesionalidad artesanal muy grande para hacer los mantecados. La costumbre de entonces era que las señoras clientas, con antelación suficiente, pedían día y hora a los horneros para ir a cocerlos. Cuando les tocaba, se presentaban en él con los ingredientes de las diferentes especialidades que deseaban hacer y el personal del horno les establecía las proporciones de cada una, las amasaban, con los moldes les daban forma, los metían en el horno en bandejas metálicas para darles la coción necesaria y, cuando estaban en su punto, los sacaban y los colocaban en unas cestas de mimbre para llevarlos a las casas. Había señoras muy expertas en la materia y, cuando iban al horno, ya llevaban hechas de casa las masas y eso les abreviaba el trabajo.
Las especialidades que todas las familias hacían eran exquisitas y las que se hacen ahora en los grandes hornos industriales, aunque sean de la misma clase y estén buenos, no tienen parangón con aquellas… ¿Por qué hago esta afirmación?
Porque aquellos eran elaborados artesanalmente, amasados a mano y recentados con levaduras naturales. Ahora todo está mecanizado y por eso se amasa con máquinas, las levaduras no son naturales y se usan muchos colorantes y edulcorantes que no son naturales. Como venden mucho, comienzan la fabricación unos meses de antelación, ya se comen varios meses después de haberlos cocido y por eso ya no podemos repetir el tener de nuevo aquel placer de ver llegar a nuestras madres a casa por la noche con las cestas llenas de mantecados, calientes todavía, y despidiendo en el ambiente aquel olor que abría un apetito incontrolable… ¡Esas vivencias fueron inolvidables y ya son irrepetibles!
Aunque iban calientes aún, aquella noche nos poníamos morados con las variedades que se hacían: de leche y huevo; manchegos, parecidos a las hojaldrinas; del país; de almendra; roscos de anís, de manteca, de vino y de leche. En las casas se hacían los “borrachuelos”, también conocidos como “pestiños”.
Aquella noche, después del atracón, nos venían las consecuencias en forma de vomiteras y quienes se escapaban de ellas, al día siguiente, ya le aparecían los empachos y las madres, especializadas en sintomatología casera, inmediatamente les arreaban, para limpiarles el estómago, una buena “pulga”. Los productos farmacéuticos más usados entonces eran conocidos como “agua de carabaña”, “aceite de ricino” o “sulfatos” y todos tenían las particularidad, si no estabas cerca del excusado te cagabas en los calzones… ¡Menudos diarreazos nos apañaban ellas sin pedirle permiso a los virus!
Hay que reconocer que era una costumbre generalizada entonces pues no valoraban las consecuencias que aquellas prácticas podían ocasionar a los peques.
Ahora les voy a ofrecer la “receta” de nuestra familia para los “Mantecados de leche y huevo”:
- 1 kilo de manteca.
– 1 kilo de azúcar.
– 1/4 de litro de leche.
– 6 yemas.
– Casi 3 kilos de harina corriente.
– Después de cocidos se mojan en agua de azúcar y canela.
Como “El tren de nuestras vidas” sigue viajando sin descanso pues unos años después hizo su parada en la “Estación de 1967”. Como yo tenía entonces diecinueve años y ya no era el pequeñajo de antes pues por esas razones otros hechos diferentes se confabularon aquella noche para que la celebración de la “Nochebuena” me deparara una nueva experiencia vital.
Un grupo de amigos acordamos que, después de cenar en casa, nos reuniríamos en el Bar deGafas” para tomar un café, comprar unas botellas de licor y pasear por las calles cantando “villancicos” y bebiendo. Yo supe aguantar la movida alcohólica de la fiesta y, cuando las botellas daban la vuelta, yo hacía como que bebía pero la verdad era que no probaba los licores. Unas horas después de haber comenzado nuestra particular celebración callejera en la que no faltaron las canciones típicas de la “Nochebuena”, los trinques de licor, las bromas, las risas… Este conjunto de acciones típicas navideñas nos hizo divertirnos mucho pero no nos ayudó a percatarnos de que uno del grupo, desde que empezamos la noche, había estado abriendo la boca sin trampas cada vez que pasaban por sus manos las botellas y por esa razón se le estaba gestando una borrachera de primer grado. Cuando pasamos con nuestros cantes, bastantes malos por cierto, por la “Cañailla” y estábamos frente a la puerta de “El Tropezón”, éste buen amigo y mejor persona que ya ha fallecido, se apegó a la pared sin decir nada y un instante después comenzó a flexionar las piernas hasta ponerse en cuclillas e inmediatamente se volcó hacia un lado. Reaccionamos y entonces comprobamos que estaba inconsciente, hablamos de llevarlo a su domicilio y al intentarlo vimos que no podíamos moverlo porque todos, unos más y otros menos, también íbamos tocados por culpa de la alpistera tomada, él parecía un difunto y pesaba mucho. Como jóvenes, no valoramos la posibilidad de que estuviera “en coma etílico” pues esa terminología no se frecuentaba entonces y la posible gravedad de su situación ni nos pasó por la cabeza porque sólo nos preocupamos de que teníamos que llevarlo a su domicilio para que pelara la “mona” en la cama y no se congelara en la calle, esa era la cultura de entonces. Mientras intentábamos reanimarlo hablábamos de cómo hacerlo y en un momento de la conversación, cuando dimos por hecho que era imposible llevarlo en aquellas condiciones, me acordé de que en el patio delantero de “El Tropezón” tenían un carrillo de mano. Fui a por él, lo traje, nos vimos negros para subirlo en el tablero y, a pesar de la ayuda de aquel primitivo vehículo, tengo fresco el recuerdo de los muchos problemas que tuvimos para llevarlo hasta la calle “La Parra”.
Después de dejarlo acostado en su domicilio retornamos el carrillo a su aparcamiento y entramos dentro del local para tomar unos cafés bien calientes. La velada se estropeó y cuando acabamos de tomar la reconfortante bebida nos marchamos a la cama.
Unos días después ya se comentó por el pueblo lo que nos sucedió, el “carrillo” comenzó a tomar fama y, sobre todo, protagonismo. ¿Por qué se hizo tan famoso?
En aquellos años había una amplia generación de villargordeños que eran más “borrachos” que las uvas, por esa razón la mayoría de las noches se acostaban cuando cerraban los bares y, como es lógico, con unas copas de más. Como el “carrillo” había adquirido fama pues cundo alguien estaba algo “pintón” los amigos le proponían esta broma a la hora de irse para la casa:
- ¿Estás bien o te traemos el carrillo?
Como es de suponer la pregunta desembocaba en una explosión de carcajadas y el nominado a subir al vehículo se esmeraba en ir más derecho que una vela al pisar la calle.
En esa época vivía un señor llamado Juan y conocido popularmente como “Carabinas” o “El Caso”. Este señor solía ser, a diario, de los últimos en abandonar el bar y, además, lo hacía bien cargado. Juan, cuando se veía mal, no tenía inconveniente en decir a los jóvenes:
- Muchachos, poner el “carrillo” en la puerta y me lleváis a casa que ha llegado la hora de volver.
Este señor tenía unas reflexiones, a veces, muy buenas. Eran los comienzos de las máquinas tragaperras, aquel modelo que consistía en una bandeja movible cargada de duros y a la que se le echaban monedas para que diera premio.
Era por la tarde, tomábamos café, Juan estaba en la barra, presenciábamos cómo un muchacho le echaba duros a la máquina y no tenía premio. Juan se le acercó y le dijo con su habitual parsimonia al hablar pero con una gran carga de sabiduría:
- Muchacho, no te olvides de que esta máquina la inventó un ingeniero que estuvo veinticinco años en la cárcel y que allí estudió la forma de engañarnos con ella cuando saliera.
Después de la parada “El tren” continuó su marcha hasta la siguiente “Estación”.


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