martes, 10 de noviembre de 2015

APUNTES HISTÓRICOS SOBRE NUESTRO PUEBLO

Colaboración de Tomás Lendínez García
LA CASA DEL MIEDO Y LOS CUENTOS DEL CANDIL
Capítulo IV
Las abuelas, en las largas noches de invierno y alumbrados por los candiles, contaban a sus nietos viejas historias, cuentos y leyendas que ellas habían escuchado en su lejana niñez sobre la casa de la Tercia. Ellos, muy atentos, las escuchaban con morboso interés pero no por eso dejaban de sentir espanto y escalofríos.

Una de esas historias aún es recordada por los mayores y, de vez en cuando, también la cuentan. Parece ser que pasada la media noche del mes de noviembre o de ánimas, como también se le conoce, un mozo volvía a su casa después de “pelar la pava” con la novia en la reja de su ventana; lo hacía bajo un paraguas para resguardarse de la lluvia que desde el atardecer no había dejado de caer y, al pasar junto a la calle Tercia, de sopetón, con un cura se cruzó. Iba mal envuelto en un descolorido y raído manto, era de extraña y delgada figura, destacaba en su demacrado rostro la blancura de su dentadura. Al ver que nos llevaba paraguas, compadecido le ofreció que bajo el suyo también se resguardara; agradecido le comentó que a la iglesia se encaminaba, donde aquel atardecer y después del toque de ánimas misa de difunto había oficiado por el alma de un vecino recientemente fallecido y que en una de las hornacinas del altar, donde la misa había dicho, el breviario y el rosario olvidados había dejado.
La oscuridad y el silencio reinaba por doquier, sólo el golpear de la lluvia que caía con un rumor eterno y monótono, el quejumbroso ladrar de un perro y el lúgubre siseo de una lechuza resguardada en el alero de un tejado se escuchaban dilatados en las ráfagas de viento, cuando los dos camino de la iglesia marchaban.
Al llegar, y una vez dentro, el  cura encendió dos velas y entregándole una le indicó que a él lo siguiera. Las gotas de agua de una gotera caía sobre el suelo con un rumor preciso y acompasado como el péndulo de un reloj; el viento azotaba y hacía crujir los cristales de una ventana, a la vez que también hacía mover las llamas de las velas con las que se alumbraban, rasgando la oscuridad con la amarillenta y vacilante luz que proyectaba sombras cambiantes, movibles y deformadas en la pared de la fría nave por donde ambos andaban y, al escuchar el crujir de la reseca madera de un viejo retablo, un repelús sintió correr por su espalda, presintiendo la aparición de algo que no se ve pero que no obstante se nota. Al ver como el cura al que acompañaba subía las gradas que hasta el presbiterio llegaban y que de sus zapatos sobresalían las canillas, es decir, sólo los huesos desprovistos de carne y piel, entonces, ahogando un grito en su garganta retrocedió aterrorizado y, al chocar con uno de los bancos; el cura se volvió al comprobar su desconcierto y temor y, con una diabólica sonrisa dibujada en sus descarnadas mejillas, se abrió el viejo y raído manto para mostrarle el esqueleto con el que su cuerpo se completaba. Los amarillentos huesos desprendían una luz fosfórica que brillaba con un resplandor azulado que destacaba en la penumbra del templo mientras que con cavernosa y extraña voz le decía:
- ¡Tú no tienes huesos como yo!
Esto le hizo salir del momentáneo letargo que le embargaba, sus nervios saltaron al impulso de un temblor imposible de reprimir y un frío glacial hasta la médula de sus huesos llegó, haciéndole chocar sus dientes, dio un salto y tirando la vela despavorido a la calle salió, emprendiendo una veloz carrera, como si bajo sus pies candente fuego tuviera. Llegó a su casa preso de los nervios, estremecido, con el corazón en la boca, desencajados los ojos, entreabierta la boca, blancos los labios… ¡Muerto de terror y miedo!
Se contaba que tuvo que tuvo que guardar cama durante una larga temporada, aquejado de una larga depresión nerviosa y enajenación mental.
Debido a estos relatos e historias parecidas los chiquillos, al pasar junto al caserón abandonado, corrían asustados y no faltaba tampoco más de un adulto que con temor supersticioso se santiguaba y aligeraba el paso a la vez que, de reojo, miraba los oscuros huecos de las ventanas donde al anochecer las lechuzas se posaban con sus redondos y fosforitos ojos y con el sonidos de su lúgubre y extraño canto.

La antigua fotografía de la puerta que daba acceso a la casona de la Tercia fue conservada y cedida por don Luís Cerdán Lozano en 1943.

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