viernes, 13 de noviembre de 2015

LOS MUERTOS SE APARECEN, ESO NOS CONTABAN LOS MAYORES CUANDO ÉRAMOS NIÑOS

Colaboración de Paco Pérez
Capítulo I
Quienes vivimos nuestra infancia en la década de los 50 nos criamos,  en su inmensa mayoría, en el seno de unas familias normales cuyas posibilidades económicas estaban en consonancia con el nivel que había entonces en España, muy bajo. Como fruto de esa situación en las viviendas había pocas comodidades; comer era la preocupación primordial de los progenitores, tarea muy complicada cada día y, como el nivel cultural de ellos era muy bajo, su preocupación principal giraba sobre lo anterior y no sobre el futuro de sus hijos en ese campo. 

Los niños salían de clase a las 17:00 horas, regresaban a casa, soltaban la cartera en cualquier lugar de ella porque no tenían, como ahora, una habitación individual con todas las modernidades; intentaban comer algo, si es que lo había y podían dárselo, normalmente se merendaba un trozo de pan con aceite y azúcar y, dándole bocados, se lo comían por la calle mientras se marchaban corriendo a jugar en los descampados próximos al domicilio.
Estas tardes eran inolvidables pues jugábamos sin preocuparnos por las tareas escolares y del reloj para retornar a casa, esto último sólo nos lo planteábamos cuando la oscuridad invadía las calles y el frío nos empujaba hasta el fogón o el brasero de carbonilla. Esta realidad invernal ocurría porque no había en los padres una preocupación que les empujara a imponer un horario concreto a los hijos para que regresaran con él a casa con el fin de hacer las actividades que traían de clase o estudiar de memoria los temas propuestos por el maestro para el día siguiente y, como consecuencia de ello, por la mañana los niños cogíamos la cartera de donde la dejamos la tarde anterior sin haberla abierto.
Las penurias que, de manera generalizada, afectaban a las familias eran las culpables de que esos ambientes culturales familiares estuvieran en esos niveles tan primitivos. Por ello, en las casas no había más libros que los de la escuela y que otros, de lecturas adecuadas a las edades de cada persona de la casa, brillaran por su ausencia.
Por lo anterior, durante el invierno y antes de cenar, la familia se concentraba alrededor de la mesa camilla o frente al fogón y hablaban, porque entonces no había en las casas ni aparatos de radio. Algunas noches y no de manera habitual, recibían la visita de algunas vecinas o familiares. Cuando esto ocurría se hablaba de temas locales y también de la aparición de los “muertos” a los familiares para que éstos cumplieran por ellos las promesas que se echaron cuando vivían y que por diversas razones no las cumplieron. Cuando esto ocurría, se comentaba, el alma del fallecido no descansaba y por eso se manifestaba a algún familiar para que éste cumpliera la promesa que él había dejado pendiente.  
Los mayores creían totalmente en esos relatos, esa es la impresión que tengo porque de no ser así no los hubieran manoseado tanto todos los días y durante tanto tiempo, yo diría que estaban obsesionados con ellos. Cuando narraban las apariciones, los niños solían estar presentes y por eso siempre pedían a los mayores que les contaran más historias de esa clase. Estas escenas de familia reales en las que uno contaba y los demás escuchaban son la muestra palpable de la incultura que había entonces pues los mayores no fueron conscientes del daño que estaban haciendo a los peques de aquella generación, a mí me afectaron mucho esas narraciones y, en su momento, el miedo que me inyectaron en esas sesiones de “muertos” me pasó factura.
Los hechos que se contaban sobrecogían mucho a los niños pero resistían en la reunión acurrucados sobre algún mayor o echados sobre el tablero de la mesa camilla; tenían los ojos bien abiertos, tanto, que se les iban a salir del casco, pues como les encantaban los relatos tenían que no perder ripio del caso y porque de una historia verdadera, así lo creían ellos, había que conocer todos los detalles.
Nadie pudo decir que fueran mentiras inventadas porque nadie demostró jamás su falsedad. La única verdad contrastada fue que algunos mayores y los niños se asustaban de manera real y que luego padecían las consecuencias cuando tenían que ir a las oscuras habitaciones o a las cámaras. También era frecuente que, mientras dormían, algunos soñaran locuras y que se despertaran dando gritos por culpa de las pesadillas que padecían. Estas escenas se repetían con demasiada frecuencia y se hablaba de que sucedían como consecuencia de los RELATOS de miedo que habían escuchado.
Ya he dicho antes que algunos de ellos nunca pudieron ser demostrados como verdaderos o como falsos pero opino que sí podían haber tenido una explicación razonada si se hubieran analizado los hechos con detenimiento:
1.- Ruidos al golpear algún objeto contundente contra algo que se rompía o no y desplazamiento del aire en el interior de la estancia; silbidos y el apagado de velas, candiles o mariposas.
Estas escenas es posible que ocurrieran de manera cierta, pero casual, y en este caso tuvo que ser por descuido de los habitantes de la vivienda, al dejarse sin echar los cerrojos o pestillos en las puertas o ventanas. Cuando sucedían nadie era capaz de levantarse para averiguar qué ocurría, al contrario, se acostaban si estaban levantados o metían la cabeza debajo de las mantas si les había pillado ya acostados.
Si el viento silbaba y las mariposas o velas se apagaban los reunidos dejaban de hablar, se miraban asustados y la diáspora se producía en décimas de segundo… ¡¡¡Salían corriendo y a nadie se le ocurría salir al corral a mear!!!
Las situaciones quedaban controladas cuando, al día siguiente, los habitantes de la casa se levantaban muy temprano para ir a trabajar, subían a la cámara para recoger algo y entonces descubrían que el postigo de la ventana estaba abierto. Quienes lograban descubrir al causante de los miedos que pasaron la noche anterior guardaban el secreto con llave para que nadie lo supiera y evitaban así que otros se cachondearan con lo que les ocurrió. Quienes se levantaban sin dormir mucho, por la mañana todavía tenían metido el miedo en el cuerpo y no lograban dominar la situación porque no se atrevían a entrar en los lugares donde escuchaban los ruidos. Éstos eran los que al salir de casa divulgaban que un “muerto” les había fastidiado la noche y ya comenzaba a comentarse en el lugar lo ocurrido. Si el temporal de viento seguía instalado en el pueblo los acontecimientos volvían a suceder en el silencio de la noche mientras duraba, el pánico se incrementaba en la familia y el vivir allí era sumamente complicado para la familia.
2.- Visualización de lucecitas en la oscuridad también fue muy frecuente entonces porque las viviendas tenían en aquellos años, de manera casi generalizada, muy poca o ninguna iluminación. En algunas casas era mínima y el servicio eléctrico instalado en ellas consistía en un cable muy largo que tenía en su extremo una bombilla enroscada en una boquilla. Cuando había que ir a recoger algo fuera del lugar habitual de reunión, entonces la movilidad por la oscuridad del hogar se realizaba desplazando la bombilla, siempre que el cable lo permitiera, o con un candil o vela si no era posible con la bombilla. Estas circunstancias favorecían la visualización de lucecitas porque se creaban puntos de luz y de sombra que, como es lógico, eran ocasionados por los objetos luminosos.
Las herramientas usadas por los carpinteros de entonces no eran como la de ahora pues las tablas que usaban para construir las puertas no tenían unos buenos ajustes, esa circunstancia les ocasionaba algunas rendijas y por ellas pasaban los rayos luminosos de las bombillas, las velas o los candiles en movimiento y entonces se proyectaban siluetas sobre los techos o las paredes, pero lo hacían en movimiento.
Como los habitantes incultos del pueblo desconocían, en aquellos tiempos, que la luz y los cuerpos podían ofrecernos un bonito espectáculo de sombras y si a esta ignorancia le añadimos que pudiera mezclarse una noche de viento y lluvia pues las imágenes, los golpes y los ruidos podían completar un perfecto cuadro de terror y no un bello espectáculo de teatro.
Ante estas situaciones la respuesta era la típica de aquellos años… ¡¡¡Meter la cabeza debajo de las mantas y no sacarla hasta que cantara el gallo!!!







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