miércoles, 4 de abril de 2018

RECUERDOS DE MI NIÑEZ


Colaboración de Tomás Lendínez García
Capítulo I
EL VIEJO MOLINO DE MI ABUELO
Mis vivencias y recuerdos están relacionados con el olivo y la obtención de su preciado oro líquido, el aceite; se remontan a aquellos lejanos años de mi niñez cuando, en vacaciones de Navidad, solía venir al pueblo desde Torreblascopedro y lo hacía a casa de mi abuelo Tomás, más conocido por el apodo de “Zamorita” que por su nombre y apellidos.
El abuelo fue un hombre emprendedor, negociante y dueño de una tienda en la que se vendía de todo: desde el vidriado para el ajuar de una novia y el refajo de lana del Pirineo para la abuela hasta la miel de Grazalema o el arado y el escardillo para el labriego.

Además era dueño de algunas fincas de olivar y de un molino aceitero que era catalogado como de “torrecilla”, digno de figurar en un museo etnográfico, del que ya sólo queda el solar donde se encontraba situado, junto a su casa, en la calle conocida como “Cañailla. El nombre “De torrecilla” se debía a la clase de “prensa” que se utilizaba para separar de la masa obtenida de moler la aceituna sus elementos: Agua, orujo y aceite. El trabajo de esta prensa consistía en dejar caer el peso de un bloque macizo de piedra o ladrillo sobre el “cargo” de los “capachos o rondales” de esparto en los que se había repartido la “masa” de aceituna machacada que se obtenía con los “rulos”.
El molino estaba instalado en un local grande y destartalado de alto techo y surcado por vigas vistas sin desbastar. En un extremo había un patio donde se alineaban los trojes individuales, en ellos la aceituna se iba depositando antes de ser molida. A la entrada había una vieja parra que asomaba sus sarmientos por encima de la terriza tapia, cubriéndose en verano de frondosos pámpanos.
Por la noche el girar monótono y cansino de los rulos sobre el empiedro se escuchaba con más intensidad, largas noches de crudo invierno y también, a veces, de tormentas con abundantes lluvias, truenos y fuerte viento que, al pasar por el cañón de la angosta chimenea, hacía mover las cortinas tras las cuales parecía esconderse algún invisible fantasma.
Esas noches, una señora que durante muchos años estuvo trabajando en la casa de mi abuelo “Zamorita” y que era conocida como CarmencicaLa Cabrera”, preparaba los quinqués y los velones de cobre que habían sido hechos por los artesanos cordobeses, les reponía el petróleo y el aceite que servían para alimentarles las llamas pues entonces era muy frecuente que el temporal derribara los postes y rompiera entonces los cables que llevaban el fluido eléctrico al pueblo, así quedaba todo más oscuro que la boca de un lobo. Entonces debían utilizar la amarillenta luz del quinqué o la vacilante y humeante de los velones, llevándolos de una estancia a otra mientras dejaban en los rincones sombras medrosas que resultaban agrandadas y móviles, las que a los chiquillos les daban repelús.
En ocasiones el calambre de la electricidad, así hablaba de la luz eléctrica un molinero llamado Curro y apodado “El Loco”, tardaba horas en volver e incluso otras veces toda la noche.
Cuando ocurrían estos descansos forzosos, a la luz de los grandes y humeantes candiles de aceite, los mozos del molino comían el “pan de carrucha” empapado en el aceite recién obtenido y acumulado en las panzudas tinajas que estaban empotradas en el terrizo suelo de la bodega.

Con el silencio de la noche, se escuchaba la persistente lluvia cayendo sobre los añojos tejados, el ladrar de un perro, la campana del reloj que desde su pequeña torre las horas iba desgranando y, a veces, también el golpear del “chuzo” que el sereno siempre en la mano llevaba, dejándolo caer sobre la acera a la que se le llamaba entonces “porla” por el nombre con el que se comerciaba el cemento utilizado, Portland.
En esas noches de crudo invierno el sereno refugio buscaba en el molino y entonces el maestro de la molienda, ManolicoEl Mañico”, al sereno convidaba a un trago de aguardiente carrasqueño, del que siempre una botella solía tener ya que bastante aficionado a él era. Este señor no era del pueblo pues se desplazaba desde un pueblo situado en la cumbre del Moncayo, era un hombre enjuto y poco hablador que tenía las orejas rojas por los sabañones que de continuo le martirizaban.

Durante los días que duraba la recolección de la aceituna el pueblo se quedaba solo ya que hasta los niños participaban en ella realizando el trabajo de “esportilleros”, es decir, recogiendo de las “esportillas” que llevaban las mujeres las aceitunas que habían sido recolectadas por ellas del “suelo de los olivos”, de “las camadas”, en los “salteos”.
También las que se derramaban de los mantones y, además, de las que había en los mantones que los hombres obtenían abaleando los olivos.
Todas las echaban en espuertas grandes y las llevaban hasta la criba para limpiarla pasándolas por ella antes de envasarlas en los sacos o en los capachos de esparto, en este trabajo se le eliminaban las hojas, palotes, piedras y barro.

Por alguna que otra calle del pueblo sólo se veía a las ancianas sentadas en sillas de enea en la puerta de contadas casas haciendo en corro, mientras tomaban el plácido sol invernal, las típicas labores de calceta, cosiendo, remendando o zurciendo las prendas y tejiendo interminables labores de punto. Eran grupos de mujeres enlutadas que estaban cubiertas con el tradicional pañuelo, también de color negro, que hacían recordar a grandes bandadas de grajos. Éstas hacían sus labores sin tregua ni descanso mientras hablaban y criticaban lo que ocurría o a las personas, eran mujeres prematuramente envejecidas por el trabajo, las privaciones de aquellos duros años de la posguerra y por haber traído y criado a media docena, o más, de niños. De aquellas señoras me sorprendía de manera especial la retrasada virilidad que algunas de ellas gozaban y por ella les crecía el vello sobre el labio superior y en la barbilla, formando un encanecido bigote.



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