martes, 28 de enero de 2020

HISTORIAS CONTADAS A LA LUZ DEL CANDIL


Colaboración de Tomás Lendínez García
LA COFRADÍA DE ÁNIMAS
Capítulo II
De las manifestaciones religiosas relacionadas con la muerte cabe destacar la Semana Santa, donde todo gira en torno a la muerte de Cristo. A mí, de forma especial, en aquel tiempo me llamaba poderosamente la atención la “Cofradía de Ánimas”, que aún estuvo en activo unos años después de la Guerra Civil, aunque ya con bastante decadencia, según se recordaba.
La Cofradía rendía culto a un lienzo que en una de las capillas estaba, y que aún sigue estando, aunque ya no es el original.

El actual fue costeado por dos devotas cuyos nombres se pueden ver en el extremo izquierdo de la parte baja. El lienzo anterior desapareció en la contienda civil y, al igual que en el que había entonces, en el actual también se ve a la Virgen del Carmen acercándose a las llamas del Purgatorio y a los que allí pagan sus culpas y pecados.
El lienzo actual es una pintura de Juan Almagro, pintor natural de Pegalajar (Jaén), el que después de la guerra se dedicó a restaurar y decorar el patrimonio de la Iglesia que había sido destrozado o desaparecido. En el actual los personajes representados son vecinos e hijos del pueblo que el pintor escogió como modelos, los situó donde creyó más oportuno y una vez que la pintura estuvo terminada suscitó enojo y enfado ya que disgustó a los que puso entre las llamas pues, simbólicamente, les adelantó el posible suplicio.
La mencionada cofradía se componía de veinte hermanos y, cuando había una baja, ésta se suplía mediante riguroso sorteo. Se metían en un puchero tantos garbanzos como aspirantes había a la vacante, tan sólo uno era negro, y el que lo sacaba era nombrado nuevo cofrade.
Con las cuotas de los hermanos y los donativos de los simpatizantes, socorrían a los vecinos menesterosos de la parroquia en entierros y lutos, además de en la festividad de los Difuntos, en ella que se les daba harina y leche para que también pudieran disfrutar del tradicional plato de gachas, repostería que en ese día se suele hacer.
Durante todo el mes de Noviembre la Cofradía, al anochecer, recorría las calles solicitando limosna. Iban con una pequeña rondalla compuesta por alguno de los hermanos, al cantar se acompañaban con algún guitarra y objetos del ajuar doméstico: Una collera de campanillas, un almirez o una botella de cristal con relieve sobre la que rascaban con un tenedor, producían así un sonido especial y característico, y un tambor, con estos instrumentos marchaban. En las letras de sus canciones siempre se hacía alusión a la muerte, al infierno o a las ánimas.
Aquella singular rondalla, a la que se le llamaba “Animeros” o “Tambora”, en las noches desapacibles del mes de Noviembre, al caminar por las calles oscuras, sobrecogían al auditorio que muy raramente les negaba una limosna al escuchar aquellas canciones con las voces cadenciosas de sus componentes, cuyas letras aún son recordadas por los mayores, como ésta que así dice:

Si al cielo quieres entrar,
lleno de paz y alegría,
reza con fervor
a las ánimas benditas todos los días.

Con gozo y alegría
en tu puerta te cantamos
y, de las ánimas benditas,
con tu limosna contamos. 

A las ánimas benditas
una limosna darás,
que ardiendo en el infierno
se pueden encontrar.

Se puede comprobar que son muchas las parroquias y ermitas donde aún se ven retablos y cuadros de Ánimas, ya que estas cofradías fueron abundantes, sobre todo por el área mediterránea, y mostraron todo su esplendor tras el Concilio de Trento pues disfrutaron de gran popularidad y arraigo entre la feligresía sencilla porque en ellos suscitaba un profundo sentimiento, mezcla de temor y superstición.
Hace no muchos años, cuando el familiar de algún enfermo o agonizante lo solicitaba, el sacerdote, acompañado de los feligreses, acudía al domicilio le administraba la “Unción de Enfermos”. Esta ceremonia siempre se hacía al anochecer, cuando campesinos y labriegos ya habían vuelto de realizar el trabajo en el campo. Previamente, el sacristán lo anunciaba haciendo sonar unas campanillas en la puerta de la iglesia y calles próximas y, al correrse la voz, los vecinos iban acudiendo llevando una vela, un candil o una candelilla de aceite que ponían dentro de un pequeño farol, para así resguardar la llama de la brisa nocturna, farolillo que aún he podido ve por alguna que otra casa, los que se guardan como curiosas reliquias.
La comitiva de vecinos acompañaba formando dos hileras, a uno y otro lado; el sacerdote caminaba con el Viático por el centro encabezando la procesión, llevando a su lado al sacristán y a los monaguillos, y éstos hacían sonar con insistencia unas campanillas para alertar así a los vecinos de que el Santísimo ya estaba en la calle. Durante el recorrido se entonaban cantos religiosos o se rezaba y el rumor de esas acciones, además del rachear de las pisadas sobre el desigual empedrado de la calle, se escuchaba lejano e inaudible primero y, antes de aparecer tras la vuelta de una esquina o la angostura de una calle, ya se adivinaba su presencia por el rojizo y bamboleante resplandor de las velas, candiles y farolillos que destacaban en la oscuridad de la noche. Los vecinos, asomados a sus puertas, comentaban:
- ¡Ya viene, ya viene!
También se preguntaban, con morboso interés:
- ¿Quién es el enfermo o agonizante?
La luz amarillenta que los acompañantes transportaban en sus manos iluminaba entre sombras bailantes sus rostros de rasgos primitivos y raciales, componiendo una fantasmagórica e inquietante estampa de la España ancestral y profunda que, al igual que otras muchas, con el paso de los años han ido desapareciendo.
Al llegar al domicilio el sacerdote, sacristán y monaguillos pasaban a la habitación donde estaba el enfermo y hacían el ritual cristiano que para esos momentos críticos de nuestras vidas recomienda la Iglesia. 


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