miércoles, 16 de octubre de 2013

LA PARTIDA DE AJEDREZ DE 1714


Colaboración de Jacinto Cobo Moreno
Cataluña celebra una derrota: la caída de Barcelona en 1714 tras casi 14 meses de asedio ante las tropas franco-españolas de Felipe V, en un sitio iniciado el 25 de julio del año anterior. Lo que en algunos ámbitos desea reducirse a un enfrentamiento de los catalanes contra la monarquía borbónica española fue en realidad el epílogo de la que quizá fue la primera guerra mundial, la Guerra de Sucesión en España, que se extendió hasta América y que acabó dejando en Europa 1.251.000 muertos, de los cuales medio millón sólo franceses.
El episodio fue siempre una partida de ajedrez en el tablero internacional básicamente jugada a mayor gloria de Inglaterra. La primera ficha se movió justo el 1 de noviembre de 1700, con la muerte de Carlos II, rey de las Españas, miembro de la Casa de Austria y que, enfermo de años y sin descendencia, acabó nombrando sucesor -presionado por parte de su corte y sobre todo por el embajador francés- a Felipe de Anjou, nieto del monarca Luis XIV, el todopoderoso Rey Sol.
Inglaterra y las Provincias Unidas (Países Bajos) temieron lo peor: estaban ansiosas de intervenir en el comercio de América y de la península y la llegada de Felipe V al poder en febrero de 1701 demostró inmediatamente que iba a dar ventajas comerciales a Francia. La preponderancia borbónica era un peligro. Sólo siete meses después nacía la Gran Alianza (Provincias Unidas, Inglaterra, Imperio austriaco y la mayoría de estados alemanes). En mayo de 1702 declaraban la guerra a Francia y España para colocar al Archiduque Carlos de Austria (Carlos III) en el trono hispánico.
En el panorama doméstico, la llegada de la Casa de los Borbones generaría un terremoto jurídico-político. La de los Austrias, en España, era una monarquía compuesta, con las coronas de Castilla y Aragón, cada una con un ordenamiento jurídico propio. En la de Aragón, de la que formaba parte Cataluña, y que historiadores como Borja de Riquer calificaba hace pocos días de lo más parecido a un actual “estado confederado”, el margen de maniobra del rey era más limitado, más sujeto por unas Constituciones que el propio Felipe V juró en 1701-1702 tras celebrar en Barcelona unas cortes. Esa limitación del poder del monarca era el precio momentáneo a pagar por el apoyo catalán a su causa, pero sin duda chocaba con el régimen absolutista borbónico, portador, según una corriente de historiadores, de lo que sería un modelo centralista de estado moderno que no hacía más que derogar y sustituir antiguos fueros medievales. Para otros estudiosos, el modelo de la corona catalano-aragonesa conllevaba el germen de una estructura de estado más moderna y, sobre todo, más permeable a la pujante y nueva burguesía mercantil.
El incendio prendió en 1705. En Cataluña, a un sentimiento popular antifrancés muy potente (fruto de sus invasiones bélicas asiduas desde 1689) se unía la política despótica de Felipe V a través de su virrey Velasco, que transgredía de forma constante las Constituciones (con medidas de fiscalidad y movilizaciones militares) y la voluntad de defensa del marco jurídico propio, que ofrecía mayor participación a los grupos sociales pudientes. A todo ello no era ajeno la concienciación de esa nobleza catalana aburguesada por lo mercantil de que los acuerdos políticos y diplomáticos entre España y Francia les perjudicaría económicamente (quedaba prohibido, claro, comerciar con Inglaterra y Holanda, los grandes clientes del aguardiente y el textil catalán). El resultado fue que buena parte de la sociedad catalana abrazara la causa austriacista.
Historiadores como Henry Kamen creen que más que un rechazo expreso al régimen borbónico, el conflicto tenía más de pequeña guerra civil entre catalanes. En cualquier caso, la confluencia de los intereses catalanes con los de Inglaterra, Holanda y Génova dio, el 20 de junio de 1705, su fruto en el llamado Pacto de Génova, por el que, en principio, Inglaterra se comprometía al desembarco de 8.000 hombres, 2.000 caballos y 12.000 fusiles, amén de respetar las Constituciones autóctonas. Los catalanes, por su parte, reconocían al archiduque Carlos como rey y movilizaban a 6.000 hombres. El levantamiento triunfó y el virrey Velasco capitulaba el 5 de octubre.
Desde ahí, una guerra con altibajos (que llevó incluso momentáneamente a una decepcionante, por fría y mal llevada, entrada de Carlos III en Madrid y a que Luis XIV se pensara muy mucho en abandonar la causa de su nieto) hasta que tal y como estaban las piezas del tablero, Inglaterra decidió dejar de jugar. La caída, en octubre de 1710, de su gobierno liberal (más vinculada a los intereses financieros del conflicto) llevó a los conservadores (más contribuyentes a la causa por latifundistas y rentistas) a pactar con una exhausta Francia la paz a cambio de pingües beneficios comerciales y territoriales (que indirectamente conllevarían para España la pérdida de Gibraltar y, a la larga, su influencia en América). Por otro lado, la muerte de su hermano José I llevó a Carlos III al trono de Austria y a olvidarse de Cataluña. Ese azaroso episodio luctuoso daba además alas a una tesis inglesa antitética a la de hasta entonces: ahora había que evitar un gran bloque austriaco en Europa, ergo había que pactar (secretamente) con Francia. A los cinco días exactos de la muerte de José I, ya se habían puesto de acuerdo, si bien tardaron seis meses en decírselo a sus aliados holandeses, por ejemplo.
Todo quedaría plasmado, básicamente, en el Tratado de Utrech de abril de 1713. Y el ya llamado entonces “caso de los catalanes”, matado en su artículo 13, donde Felipe V se comprometía a dar a Cataluña el mismo trato que a Castilla: o sea, dejarla sin sus propias constituciones y derechos.
El resto es popularmente sabido: Barcelona, Cardona y Mallorca fueron los últimos reductos austracistas. El 25 de julio de 1713, empezó el sitio de Barcelona. La voluntad popular de resistir hizo que buena parte de la nobleza, familias pudientes y el clero se pasaran a zona borbónica (a ciudades como Mataró y Martorell), lo que radicalizó aún más la resistencia popular, cuyo sentimiento se hizo más anticastellano (por su apoyo a Felipe V); y también quizá más republicano y secesionista, aspecto éste que afloró más hacia el final del conflicto por la sensación de abandono de los aliados.
Todo adquirió un cariz heroico: tras casi 14 meses de asedio y algún episodio tragicómico -como el nombramiento de la Virgen de la Mercè como generala de la ciudad tras la dimisión momentánea del cargo de Antoni de Villarroel-, el famoso 11 de septiembre de 1714 se acabó luchando por las calles cuerpo a cuerpo y llegando los defensores a reconquistar por ejemplo el baluarte de San Pedro en 11 ocasiones. El saldo: 7.000 muertos entre los barceloneses y 10.000 entre los asaltantes, más de 40.000 bombas caídas y un tercio de los edificios de la ciudad, destruidos.
La iconografía romántica, a partir de 1860, dejó lienzos como el del conseller en cap Rafael Casanova, herido portando la bandera de Santa Eulalia, patrona de la ciudad. Y la fecha como referente y símbolo nacionalista. De ello hace 300 años.
Hasta el 14 de septiembre de 2014, Barcelona y toda Cataluña está movilizada en la celebración del Tricentenario de 1714.
A lo largo de todo un año se han programado congresos, jornadas, seminarios, simposios, conferencias, exposiciones, representaciones teatrales, homenajes, inauguraciones, espectáculos, publicaciones e incluso material didáctico para las escuelas que girarán en torno al 1714 y la evolución de Cataluña en los siguientes 300 años, informa José Ángel Montañés. Para la celebración se han implicado museos, centros culturales, distritos de la ciudad y entidades sociales de Barcelona y otras ciudades catalanas. En total se han previsto gastar 3,4 millones de euros, la mayoría el ayuntamiento de la ciudad (2,5).

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