martes, 14 de julio de 2015

ATRACO A UN BANCO

Colaboración de José Martínez Ramírez

En aquellas fechas me daba lo mismo que hiciera frío o calor y tampoco me importaba la hora de salir a correr. Tenía quien suscribe unos dieciocho años, ya me despedí de ellos y creo que de manera correcta.
Sé que fue un veintiocho de diciembre, día de los Santos Inocentes. En esa fecha observaba a mi hermano Juan y a sus amigotes cómo gastaban bromas a diestro y siniestro y un año tras otro. Algunas veces actuaba como testigo y de otras me enteraba después porque el bar es el mejor confesionario que existe, con permiso de los templos.

Aquella mañana salí a correr y los termómetros estaban como deben de estar en esa fecha. Recuerdo que tenía alguna vieja lesión lumbar dando la castaña y decidí llenar la bañera para retozar en su interior como un jabalí.
Con los ojos cerrados y con el conocimiento que nunca tuve, haciendo piruetas entre mis neuronas, decidí gastar a alguien una broma. Ya solo faltaba la víctima y no se me ocurrió otra cosa que acordarme de un revolver Magnum 45, simulado, que algún lumbreras me había regalado… ¡Era una réplica exacta hasta en el peso!
Después de salir de la ducha me vestí y eché al bolsillo de mi cazadora una máscara de lana, de esas verdes. Y allí estaba el tío dispuesto a ser tan gracioso como su hermano y sus amigos.
Con los años me entere que algunas de aquellas bromas no eran tan graciosas pero, claro, como los veía reír…
Salí y me dirigí a la Caja de Ahorros de Córdoba, entonces estaba justo enfrente del domicilio de Julián Mendoza y me asomé a la ventana para comprobar, como un auténtico atracador, que no había moros en la costa. Sólo había en su interior dos mujeres mayores vestidas de negro. Así, mi Pepe se puso su máscara y, dando un salto en su interior, gritó con toda su alma… ¡ARRIBA LAS MANOS, ESTO ES UN ATRACO!
Las mujeres de negro se abrazaron entre sollozos; D. Antonio López Mateos salió de su despacho, estaba a la derecha si mirabas de frente y según entrabas y lo hizo con dignidad pero más serio que un entierro. En el transcurso de la escena, y en estas circunstancias, nadie se movió, y todos me miraban.
No quise continuar porque hubiera sido un atraco en toda regla, así que me quité la máscara.
Dos minutos después entraron dos guardas de conducción de caudales con varias sacas de dinero y armados hasta los dientes. Cada uno con su revolver a la cintura pero ahora todo era real. En ese momento decidí no gastar ya más bromas pero, como la cabra tira al monte y tengo la misma memoria que casi todos, sigo caminando tal y como nací. Lo peor del asunto es que estoy encantado de haberme conocido, como canta Sabina en su canción.
Después, mientras todos hablábamos de aquella barbaridad, llegó a mi nariz un olor muy desagradable y hace poco me enteré que, a una persona muy conocida que estaba allí presente, se le descompuso el cuerpo por la parte intestinal y que su padre, un gran hombre, le puso remedio y cura.


PIDO PERDÓN, POR SI A ALGUIEN OFENDÍ.

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