jueves, 19 de octubre de 2017

AÑORANZA

Colaboración de Emilia Ruiz Valero

Cuando en algún momento he retrocedido en el tiempo no he podido evitar sentir cierto aire de nostalgia al recordar a las personas que ya no están aquí aunque tengo que reconocer que una de las etapas más felices de mi vida ha sido la de mi infancia pues no existían responsabilidades, preocupaciones, agobios, ni prisas… Éstas sólo cuando era para salir a jugar a la calle, donde te esperaban las amigas. Entonces el tiempo parecía ir más despacio que ahora.

La etapa de mi niñez fue entrañable y cálida, rodeada del cariño y la protección de mi familia. El juego reinaba en mi mundo infantil, aprendía los cuentos que me contaban los mayores o los que yo leía, sacaba de ahí a los personajes que me ilusionaban para convertirme en ellos. Me gustaba mucho el de princesa y para ser una me disfrazaba con la ropa de mi madre, así iba haciendo realidad mis cuentos preferidos.
Recuerdo con especial cariño aquellas tardes de verano jugando en la calle, apurando los últimos rayos de sol hasta ver aparecer la primera estrella que marcaba la hora de volver a casa. Aquellas calles sin luz, con apenas unas cuantas bombillas, pobladas de vecinas sentadas en sillas bajas de enea en la puerta de sus casas y esa sintonía de la radio que se escuchaba desde la calle porque las puertas de las casas siempre estaban abiertas, sin temor alguno.
Me lleno de añoranza al recordar ese olor a naturaleza que brotaba de los campos verdes que estaban cubiertos de espigas y amapolas y de aquellos ríos de aguas limpias y cristalinas, a ellos iban en verano los niños a bañarse pero a la niñas no nos dejaban ir.
Las calles estaban sin asfaltar, por donde sólo circulaban las bicicletas y, de vez en cuando, algún que otro coche rompiendo  el canto insistente de las “chicharras” en los árboles.
También recuerdo aquellos días de lluvia en los que impacientes esperábamos que terminara de llover para hacer “atajaeros” en la cuneta con piedras y todo lo que encontrábamos a mano. Con nuestras botas de goma jugábamos haciendo navegar a nuestros barcos de papel o de cualquier cosa pues entonces todo nos servía. Así estábamos hasta que, sin darnos cuenta, el agua nos entraba por el borde de las botas y cuando volvíamos a casa mojados y llenos de barro ya teníamos encima la regañina y algún que otro coscorrón. Cuando llovía se formaba un arroyo en “El Rulo”, el agua corría por la calle Ramón y Cajal durante muchos días y a él las mujeres iban a lavar la ropa ya que por entonces en las casas no había agua corriente, ni lavadoras, ni prácticamente electrodoméstico alguno.
Recuerdo con gran cariño mis días de escuela y los juegos con las demás niñas en el recreo, todas con el babi blanco. Al terminar la clase por la tarde volvía a casa, mi madre me daba para merendar pan y una onza de chocolate y ella, mientras escuchaba la radionovela, hacía sus tareas. Los sábados también teníamos escuela y desde allí nos obligaban a ir a misa, como mandaba la Santa Madre Iglesia… ¡¡Y pobre del que no fuera!!
Son imágenes que, a pesar del tiempo transcurrido, siguen vivas en mi memoria y es probable que nuestra infancia nos haya marcado en algún punto lo que somos hoy en día, dejándonos huellas que continúan vigentes. Recordar lo que fue mi infancia me ha llenado de emoción, no es que no lo haya hecho nunca, sin embargo no es algo que haga todos los días, por lo menos no tan profundamente.
Dicen que recordar es volver a vivir y este es mi recuerdo, extraído del baúl donde tantos otros duermen, esperando ser rescatados en el momento en que el corazón lo requiera.


        

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