viernes, 27 de octubre de 2017

AQUEL VILLARGORDO DE ANTAÑO

Colaboración de Tomás Lendínez

Al desempolvar mi memoria recuerdo a aquel Villargordo de entonces, años duros y difíciles de la posguerra, cuando tanto en un lado como en el otro había resentimiento y rencor, miedo en el bando vencido y, en el otro, familias adineradas que sufrieron la persecución e incluso la muerte de algún familiar.


Éstas, que aquí vivían, cerraron sus casas a cal y canto y se marcharon para instalarse en la cercana capital, quedándose en el pueblo sólo algunas. En algunas de esas familias estaba muy arraigado el clasismo y, además, algunas señoras habían quedado viudas por lo reseñado anteriormente y por eso hacían una vida de claustro, al estilo de Bernarda Alba, en las antiguas casonas de labranza.
Tenían siempre las puertas cerradas con llave y tranca, salían sólo en contadas ocasiones para ir a la iglesia de visita o a misa de alba y, cuando lo hacían, iban eternamente vestidas de negro.
El oscurantismo de la época les hacía ser reservadas, ariscas y distantes con los hombres pues tenían siempre muy presente el modelo de relaciones que había entonces con ellos, idea apoyada por una religión arcaica, supersticiosa e irracional que les hacía vivir siempre con el temor al qué dirán.
La parroquia estaba atendida por D. Luís Celdrán LozanoEl Berenjeno”, un cura mofletudo y barrigón que estaba ayudado por el sacristán.
Este hombre era de expresión alegre, boca desdentada que estaba adornada por unos cuantos dientes amarillentos y desgastados como las fichas de dominó que había en el bar de “Gafas” y que usaba la clientela. Él barría la iglesia, tocaba las campanas y atendía a las beatas cuando iban a encargar una misa de difunto y, con sus chirigotas, les hacía exclamar:
- ¡Este hombre es un santo!
En un corralón, un vecino e hijo del pueblo, instaló un cine de verano. En esos meses proyectaba películas de los actores y artistas españoles que entonces estaban más de moda, preferentemente las de Imperio Argentina, Estrellita Castro, Miguel Ligero, Tony Leblanc, Joselito... Los títulos que aún se recuerdan: A mí la Legión, Escucha mi canción, Los ladrones somos gente honrada, Marcelino Pan y Vino


También son inolvidables “El hotel de los líos”, con los Hermanos Marx o “Casablanca” con Humphrey Bogart e Ingrid Bergman.

Por aquellos años aún era frecuente encontrar por nuestras calles a esas mujeres que, vestidas a la vieja y tradicional usanza, vestían con el refajo de amplio vuelo que al ajustarse se rizaba el tejido; cubrían la cabeza con el tradicional pañuelo negro que anudaban bajo su barbilla, lo usaban como señal de duelo y ya difícilmente se lo quitaban. Mujeres que prematuramente envejecidas por el trabajo, las privaciones y por haber traído al mundo y criado a media docena, o más, de niños.

En el interior de la pequeña y blanca Ermita también era frecuente encontrarlas cumpliendo durante algunos días las promesas que se echaban, allí estaban recluidas desde que la abrían hasta que la cerraban y se postraban ante la pequeña imagen del Cristo para sus rezos o peticiones, los que interrumpían cuando alguien entraba, y después, cuando salían del recinto, ellas se mostraban curiosas y giraban la cabeza para observarlos. Quienes entraban salían rápidamente porque las señoras que allí había despedían el característico tufo de quienes no se lavaban y tampoco se mudaban de enaguas pues las llevaban puestas por el pueblo durante una larga temporada.
Cuando llegaba el atardecer se las veía caminar bajando la pequeña calzada de vuelta a sus casas, estaban macilentas, mostrando una expresión dolorosa, los ojos humedecidos por el temor supersticioso de haber cumplido y de haber realizado la petición o de dar las gracias por el favor recibido.
Eran los años que ahora son tristemente recordados como los del “hambre”, los que se vivieron bajo la impuesta y oscura dictadura.
Durante ellos, al atardecer, se veía por las esquinas y por las tabernas a los braceros del campo, hombres marginados y humillados, física y moralmente, que daban el jornal ganando lo justo para poder subsistir en el empeño de sacar a la familia adelante.



Fueron años de cartillas de racionamiento, de hambruna y de miseria que hizo surgir a los especuladores de siempre y éstos, aprovechándose de la situación, comerciaban y traficaban con la necesidad de los más desfavorecidos y así lograban su enriquecimiento y ascenso social. Eran prestamistas que vendían su dinero a un alto interés y que ellos, en caso de que no pudieran cancelar la deuda quienes se lo pedían, ya se quedaban con la fianza que los otros habían puesto en el documento: una cuerda de tierra, olivar o una casa.
El Ayuntamiento estaba regido entonces por caciques de pacotilla que eran adictos al nuevo régimen político que gobernaba España y que se ponían de perfil ante esos desmanes.
Así, a grandes rasgos, era aquel Villargordo de los años de la posguerra, los que siempre serán recordados por el hambre que se pasó.


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