sábado, 1 de marzo de 2014

EL DEL CINTO

Colaboración de José Martínez Ramírez

Cuando entró por la puerta, el del cinto, mi hermano menor y yo nos encontrábamos haciendo los deberes. Mi madre había salido y estaba en algún centro comercial de compras.

Fuera, un fuerte viento mecía las hojas secas de un otoño frío y gris. Desde nuestro cuarto se veían los tejados humedecidos por esa llovizna que en el norte llaman sirimiri. Una bandada de tordos, a cual más negro, se posaba en el suelo en ese instante. Las nubes como de algodón negro viajaban por el espacio con una prisa inusitada. Un ruido, como de nueces rotas, se escuchaba a mi alrededor.
En la mañana de hoy, nuestra tutora en el colegio donde cursamos primero de la ESO, ha estado hablando con varias personas y, entre ellas, dos eran Guardias Civiles. Nos miraban  a mi hermano y a mí, de reojo, sé que nos miraban. Los niños tenemos una capacidad innata para ver eso. Aunque dicen que con los años ese sentido se pierde.
Anoche, cuando nos acostamos, alrededor de la luna se formó un círculo blanco. Ésta estaba casi llena. Creí ver un inmenso cráter en su superficie. Pensé que quizá en ese lugar haya un sitio para mi madre y para nosotros. Lleno de plantas y frutas tropicales como las que compra mi madre de vez en cuando. Donde los pájaros cuajados de colores vuelen cerca de nosotros y alegren los amaneceres con sus hermosos cantos. Donde las personas no nos hagamos agravios y mi madre nos pueda preparar todos los días los tallarines que tanto nos gustan a los dos. Que al salir de la playa mi madre nos abrace, mientras nos rodea con esa inmensa toalla azul que tiene guardada para cuando vamos al río en verano. Que nos bese como nadie nos ha besado nunca. Un lugar donde la oscuridad no tenga sitio, que todo sea luz clara, límpida, pura, cálida y persistente. Que la temperatura no te obligue a dormir arropado. Un lugar donde las habitaciones no tengan puertas, donde tanto las paredes como las personas sean transparentes y no haya escondite  para los sentimientos. Que se piense en voz alta, que todo el mundo viva desnudo porque no haya nada que ocultar.
Estaba absorto en mis pensamientos y, de pronto, una voz seca y autoritaria me despertó de aquel sueño bonito que estaba teniendo con los ojos abiertos:
- Acostaros en la cama, nos ordenó.
Llevaba en la mano el bote de esa odiosa crema y un preservativo. Mi hermano, lloriqueando, le decía:
- ¡NO, POR FAVOR, OTRA VEZ NO!
Él, como respuesta a sus súplicas, le golpeaba con el cinto en la espalda hasta que se dejaba.
    

                                     

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