martes, 31 de marzo de 2015

EL HOMBRE Y LA CONCIENCIA

Capítulo I
Colaboración de Fernando Jiménez Ramírez

TOMÁS MORO. EL TRIUNFO DE LA CONCIENCIA MORAL 
En este tiempo de Cuaresma, cuando la Semana Santa está llamando a nuestra puerta, considero que un motivo de reflexión e ilustración del conflicto moral que podemos llegar a vivir las personas puede ser la vida de Santo Tomás Moro. Éste fue condenado por alta traición al rey de Inglaterra, Enrique VIII, y decapitado el 6 de julio de 1535.

Sorprendente epílogo a la existencia de un hombre de una admirable humanidad que se entregó de lleno a la vida política, al servicio del país y del rey. Sin embargo, resultan proféticas las palabras expuestas en su obra cumbre: <No podrías acaso disponer tu voluntad para que tu ingenio y esfuerzo resulten beneficiosos al Estado, aunque ello te cause pena e inconvenientes> (Tomás Moro, “Utopía”).
Enrique VIII pretendía la nulidad de su matrimonio con Catalina de Aragón para casarse con Ana Bolena, circunstancia que le conduciría, de modo inevitable, a romper la unidad con la Iglesia Católica y a constituir, en consecuencia, la Iglesia anglicana, de la que sería su cabeza. Aquí empiezaron los problemas de Tomás Moro y su dilema moral: La elección entre el compromiso con el rey o el respectivo con Dios.
No obstante, ante la postura inflexible del monarca, Moro rehúsa rendir obediencia a Enrique como cabeza de la Iglesia de Inglaterra, pues sitúa por delante la obediencia a su conciencia, que va unida, ineludiblemente, a su fidelidad a Dios y, por ello, a la Iglesia y al Romano Pontífice.
Al mismo tiempo enfatiza el amor por la justicia, la libertad individual y el bien común frente al interés particular del soberano y de quienes se pliegan mansamente a éste: los Comunes y parte de la Iglesia, a excepción del obispo Fisher.
Moro, que intuye, con abrumadora lucidez, que el monarca empleará su ascendencia y opinión en beneficio de su propio interés, dimite de su cargo de Canciller, pues no quiere hallarse como sujeto activo en la ruptura con Roma. Esta decisión tiene un costo, la soledad. Tomás Moro se encuentra, obediente a su conciencia, solo frente a la presión de los grandes grupos de poder que le atosigan, durante el encarcelamiento en la Torre de Londres, para que preste juramento al “Acta de Supremacía” (1534), aprobada por los Comunes en el Parlamento, que inviste a Enrique VIII como cabeza de la Iglesia de Inglaterra – una vez el soberano recibe la excomunión por el Papa Clemente VII – y, al mismo tiempo, anula el matrimonio con la hija de los Reyes Católicos.
Así se pone de manifiesto el carácter “legalista” y “democrático” de Moro que se compagina con la pétrea fidelidad a su confesión religiosa. Así, si bien rechaza, por conciencia, participar de la ruptura con la Iglesia Católica, silencia su pensamiento y no se manifiesta en contra del rey – “No puedo condenar a nadie”, afirma para no arriesgar su vida, pero, también, por respeto al compromiso que le ata con Enrique VIII.
Con todo, una vez es evidente la sentencia a muerte, no vacila en exponer en público nítidamente y con detalle sus convicciones cristianas y el fervoroso deseo de no sacrificar, por coherencia, su conciencia para situar al rey por encima de Dios, pues considera que es innegociable la libertad moral de la persona, pero que moriría: “Siendo buen servidor de mi rey, pero primero de Dios”.
Quizá se juzgue la actitud de Moro propia de la del mártir, pero ésta dista de toda su intención, pues no escatima ocasiones, si bien siempre dentro del ámbito de la justa ley y de la recta moral, para salvar la vida mediante el arte de la política y la retórica, que bien domina por su vocación de jurista: “Me agarraré a la vida con mano firme”. Sin embargo, ante la imposibilidad, estima oportuno mantenerse firme en el obrar virtuoso y no sacrificar su conciencia para que no reste al servicio de los intereses particulares del rey (de la reforma anglicana), que no responden a los generales y a los propios del hombre y que originarían un reinado de terror.
La débil llama de la vela no llegaba a iluminar los ángulos de la habitación. Sobre las paredes relucían algunas gotas de agua. Tomás Moro estaba sentado sobre la poltrona con la cabeza baja y el busto encorvado. Los dolores de la espalda se hacían cada vez más insoportables y visibles. El centinela se había marchado y así él podía hablar tranquilamente con su hija Margaret.
Levantando la mirada de la carta de su hija adoptiva Lady Alington y dándosela a Margaret, sonrió y preguntó:
- Entonces, ¿mi hija Alington hace de serpiente contigo, pequeña Eva, y te manda aquí con esta carta para inducirme a tentación? ¿Quieres de verdad persuadir a tu padre a jurar en contra de su conciencia y hacerse así, ridículo frente a sí mismo y frente al mundo entero?
- Si, yo deseo que tú te pliegues a la voluntad del soberano. Si no te concede la gracia será tu final.
Moro pierde por un momento la calma y muy seriamente dice:
- Margaret, ya hemos hablado muchas veces de esto y lo que tú me dices ahora, el mismo miedo que muestras ahora, me lo has dicho y comunicado ya dos veces. Te he respondido siempre que nadie sería más feliz que yo haciendo el juramento, si sólo fuera posible condescender con la voluntad del rey sin, al mismo tiempo, contradecir la propia conciencia.
- Pero, papá, el juramento sobre la invalidez del primer matrimonio del rey con Catalina, sobre la legitimidad de ser herederos al trono para los hijos del segundo matrimonio con Ana Bolena y sobre la supremacía del rey sobre la Iglesia de Inglaterra es exigido por una ley que se ha aprobado regularmente por el parlamento y por lo tanto nos obliga.
Tomás Moro dejó caer la carta de las manos:
- Hija mía, no resuelve mucho lo que tú dices. Recuerda que aunque cada uno de nosotros está obligado a observar las leyes del Estado, ninguno de nosotros podrá ser obligado nunca a jurar sobre la rectitud de una ley. Ninguno de nosotros puede ser obligado a observar ni siquiera la parte más insignificante de una ley que resultase injusta. En todas las cosas que se refieren a la conciencia, de hecho, incluso el más fiel súbdito está obligado a seguir su conciencia y a respetar la propia dignidad más que cualquier otra cosa en el mundo, al menos cuando, así, no se alimenta, como en mi caso, la revuelta contra el rey.
- A excepción de algún caso rarísimo, todos han jurado ya: obispos, nobles e incluso yo misma.
El padre vuelve a sonreír:
- Este es el mismo lenguaje usado por Eva. Ella no ofreció a Adán un fruto malo, ni más malo del que ella ya había comido.
Tomás Moro sabía muy bien que Margaret había hecho el mal a sí misma con el juramento. Ella, sin embargo, lo había hecho con la cláusula «en la medida en que no contradice la ley divina». Esto, naturalmente, hacía insignificante el juramento e incluso Tomás no habría tenido dificultad en emitirlo en estos términos. Sin embargo el rey no admitiría de una persona como él un semejante compromiso puramente formal.
- De hecho —prosiguió dirigiéndose a Margaret— yo no he tratado de disuadir a nadie de hacer el juramento. No he instigado a ninguno y no lo haré nunca. No me intereso por la conciencia de aquellos que han jurado, ni mucho menos los juzgo. Su conciencia, de hecho, está situada en el centro de su corazón y está oculta a mis ojos. Y pienso que sería simplemente justo que también dejasen en paz mi propia conciencia. De todas formas estoy casi seguro que si esto no se da en Inglaterra, en toda la cristiandad la mayor parte de las personas están de acuerdo conmigo.
- Papá… ¡Tú estás tan seguro de tus cosas! ¿Cómo haces para tomar tan en serio tu conciencia?
En el pueblo se dice que tu inflexibilidad es comparable a la de tu amigo John Fischer, el obispo de Rochester.
El padre moviendo la cabeza responde:
- No, mi pequeña. Aun no conociendo ninguno en Inglaterra, como tú bien sabes que pueda ser comparado con él por sabiduría, sagacidad y virtud, no afirmaría nunca lo que se dice. Esto surge del hecho de que yo me haya negado a jurar antes de que a él le llegara la propuesta. En cuestiones que se refieren a mi profunda dignidad humana o a mi propia salvación yo no seguiré el ejemplo de nadie, aunque fuese el hombre mejor  del mundo, sin haberlo examinado atentamente; yo, de hecho no sé dónde podría llevarme su ejemplo; no hay nadie en el mundo de quien pueda fiarme en cuestiones de este género, sólo de mí puedo fiarme.
- Son tan pocos ya aquellos que siguen tu concepción sobre la primacía absoluta de la propia convicción de conciencia, repuso Margaret… ¿Cuándo has descubierto por primera vez tal exigencia?
- Por primera vez, me he aferrado a ella en los días de mi infancia, cuando aprendí a leer y a escribir. También te lo enseñé a ti con los ejemplos de la Biblia. Me acuerdo muy bien de tu entusiasmo cuando con el dedo me indicabas los pasajes de Juan el Bautista, de Esteban, de Pedro y sobre todo de Cristo Jesús nuestro Señor. Así es como me ha sucedido. Pronto he reflexionado sobre todo esto y lo he entendido profundamente. Aquello que aprendí apasionadamente de niño se ha convertido en una convicción cada vez más arraigada.
- Si es tan fuerte tu convicción, ¿resistirás hasta el final aun cuando éste sea tan amargo? Cromwell, y no sólo él, afirma que sólo tu orgullo y tu soberbia te hacen tan obstinado.
- Hija mía, tú sabes lo aprensivo que soy por naturaleza y lo poco que me arriesgo a soportar el dolor. Mi confianza aún es grande aunque me veo débil frente a la tortura. Yo espero en Dios y me imagino que no usarán medios violentos; pero si debiesen usarlos mi única esperanza está en la fuerza que me viene de la gracia de Dios, con la cual podré resistir a todo. Yo haré como Pedro, cuya resistencia no era ni mucho menos grande, e invocaré la ayuda de Cristo.
Estoy seguro que él no me hará caer. E incluso cuando yo cayese, incluso cuando debiese jurar así como lo hizo Pedro, no perdería nunca la confianza en mi Señor, en su bondad. Él me mirará siempre con ojos de misericordia de forma que yo pueda reconocer de nuevo, y libremente, la verdad, pagando con la vergüenza y la pena mi pasado.
- Pero, ¿sobre qué fundas en último término tu esperanza? ¿No es un contrasentido ir al encuentro de las más graves consecuencias por el camino de la propia convicción de conciencia?
- Doy gracias al cielo de que mi conciencia se haya mantenido limpia. Podré sufrir, pero no se me podrá hacer mal. Un hombre en mi situación puede incluso perder la cabeza pero no su dignidad. ¿Y tú me preguntas cómo se puede sostener una tal convicción incluso ante la muerte? Cada día nos encontramos con Dios cuya fuerza va más allá de la muerte. Nosotros creemos en la resurrección y en la vida eterna. Y esto es ya suficiente.

Tomás Moro fue decapitado el 6 de Julio de 1535. Sus últimas palabras fueron: <Muero como fiel servidor del rey, pero sobre todo como servidor de Dios>.


Santo Tomás Moro y la conciencia
R. GUNTER Valori, norme e fede cristiana, Marietti, Casale Monferrato 1882.


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