miércoles, 21 de octubre de 2015

RECORDANDO A MACHADO

Colaboración de Tomás Lendínez García
PASEANDO POR BAEZA
Invierno. Tarde de lluvia. Lluvia menuda y persistente.
La vieja ciudad de Baeza, cuya historia se remonta a la civilización Oretana, primeros pobladores de la Península, se levanta sobre el altozano que domina el valle del Alto Guadalquivir.
La tristeza de la tarde invernal envuelve el caserío de la vetusta ciudad. Calles de angosto y moruno trazado se extienden formando un entramado de antiguas y solariegas casonas, de blasonados palacios taladrados por huecos protegidos con rejas de tosco forjado que sugieren la idea de cenobio y prisión, levantándose junto a humildes moradas de viejos y carcomidos muros. Unas y otras, todas parecen dormir en un apacible y dulce sueño.
Calles, plazas y rincones envueltos en retazos de niebla que, desde el cercano río que culebrea por el valle que lo bordea, hasta ella llega ocultando y difuminando el contorno de las cosas.
Calles, plazas y rincones silenciosos con sabor a historia.
Aunque son las cinco de la tarde, la palidez del invernal día ha descendido sobre la ciudad con su aire fresco y pegajoso. Contadas son las personas que en mi camino encuentro, van deprisa, inclinadas bajo el paraguas que en sus manos llevan y con el que se resguardan de la lluvia que no cesa de caer, gente arrebujada en sus prendas de abrigo.
Cerradas están las puertas, cerradas están las ventanas donde la lluvia resbala sobre el cristal.
El reloj, desde la torre, resto de la antigua muralla, lentamente las horas desgrana.
Pronto anochece, enseguida la luz del día es reemplazada por el frío y amarillento resplandor de la luz artificial que, desde las farolas, comienza a perforar la oscuridad de la noche con un fulgor indeciso que se esparce sobre la superficie desierta de la calle. Camino despacio, procurando no tropezar en alguna que otra laguna de sombra que en mi caminar encuentro.
Enclavada en la piedra que forma el muro que sostiene el arco conocido con el nombre del “Barbudo” o de las “Escuelas” se abre una pequeña hornacina que da cobijo a un piadoso lienzo, ennegrecido por la pátina del tiempo y el humo de los exvotos que junto a él arden, y que fueron puestos allí por los fieles y devotos al hacer sus peticiones y ruegos a la virgen en él representada y, bajo éste, en una pequeña cartela esculpida en una piedra, puede leerse: [Si quieres que tu tristeza se convierta en alegría no te pases, pecador, sin saludar a María.].
En la sosegada plaza de Santa María, como una montaña de piedra, se levanta la catedral, cuya fábrica fue proyectada por Vandelvira y reconstruida por Jerónimo del Prado, en el lugar que con anterioridad estuvo una mezquita.
Tras el chirriar de los goznes que sostienen la pesada puerta de la cancela de oscura y pulida madera por el continuo roce de los muchos visitantes, entro en el templo. Un viento helado me acaricia el rostro, mis pisadas resuenan sobre las losas del pavimento y al vislumbrar la silueta de un enterramiento tengo la sensación de caminar por el lóbrego laberinto de una catacumba. Una candelilla de aceite arde proyectando su pobre y humeante resplandor en macabra danza sobre la piedra del muro, donde junto a él hay una mujer cubierta con negro manto y musita sus rezos ante la macilenta imagen de un Cristo muerto.
De un confesionario sale un sacerdote envolviéndose en su manto y más que andar parece reptar sobre el suelo y, tras arrodillarse ante la capilla del Santísimo Sacramento, desaparece tragado por la penumbra que puebla el templo.
Cuando de nuevo vuelvo a la plaza, la lluvia ha aminorado y es entonces cuando inicio el camino de regreso por el añoso barrio que aún conserva todo el carácter de otro tiempo y al pasar por el edificio que fue la antigua Universidad, donde Antonio Machado impartió sus clases, inevitablemente le recuerdo y retrocedo en el tiempo.
Año 1912. Es entonces cuando el poeta llega a Baeza. Se le veía caminar apoyándose en su rústico cayado, torpeza y desaliño en el vestir, cubierto con un sombrero mal colocado, impecablemente afeitado, con traje oscuro moteado por las manchas de ceniza del eterno cigarrillo que siempre le acompañaba.
Le gustaba pasear solo por el viejo camino de Úbeda o de San Antonio, que serpentea por entre olivares, y descansar en el lugar conocido con el nombre de “El Encinar”. Paseos y lugares que en una de sus poesías así reflejó:

Sobre el olivar
se vio la lechuza
volar y volar.

Campo, campo, campo.
Entre los olivos,
los cortijos blancos.

Y la encina negra
a medio camino
de Úbeda y Baeza.

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