martes, 4 de febrero de 2020

HISTORIAS CONTADAS A LA LUZ DEL CANDIL


Colaboración de Tomás Lendínez García
LA MUERTE Y CUMPLIR CON LA TRADICIÓN
Capítulo IV
Las familias que habían sido visitadas por la muerte tenían que luchar a diario contra el dolor de la pérdida del ser querido, trabajar a diario en las tareas del hogar y en la profesión para salir adelante y, también, no olvidarse de que vivían en un pueblo en el que la “tradición” les imponía unas costumbres que todo el vecindario se esmeraba en cumplir porque de no hacerlo serían observados, analizados y criticados. Como todos lo sabían pues nadie quería hacerlo mal.
Dicho esto, no debían olvidarse de que en las festividades de Semana Santa o Navidad se veía muy mal que estas familias las celebraran haciendo la tradicional repostería de esas fechas, el “arroz con leche” o los variados “dulces”.

En los últimos días de Octubre las mujeres afanosas comenzaban a arreglar y a adecentar los nichos para lucirlos en los días de “Difuntos”, como siempre más por vanidad que por honrar la memoria de los que allí descansaban, tarea que resultaba un tanto difícil en aquellos años dado el mal estado en el que se encontraba el Cementerio hasta el año 1922 en él se reconstruyó en su totalidad, siendo alcalde D. Tomás García Ciprián. Antes, por las derruidas tapias, se asomaban los oscuros cipreses y evocaban la soledad de la muerte entre el enmarañado ramaje que crecía en las terrizas paredes y el interior del recinto se mostraba cubierto por la maleza, donde buscaban refugio los conejos camperos, a veces.
Las raíces silvestres, al remover la tierra, sacaban a la superficie las calaveras y huesos enterrados en ella y por los derruidos muros se veía el interior de los nichos feos y oscuros donde, a veces, destacaba la amarillenta y carcomida osamenta entre restos de mortajas y astillas de madera que un día perteneció al ataúd allí sepultado. Los vecinos que de noche pasaban por el ejido próximo miraban siempre con temor supersticioso al viejo y derruido recinto pues por el pueblo se comentaba que se habían visto caminar entre la maleza a los fallecidos y que se alumbraban con huesos encendidos a manera de antorchas, fenómeno originado por los llamados “fuegos fatuos”, sin lugar a dudas, y que como es sabido se producen por los gases que desprende la materia orgánica al descomponerse y ponerse en contacto con el aire.
Un atardecer, el sepulturero se encontraba cavando una fosa que otro día le haría falta para un difunto que en ella había de enterrar y entonces vio una amarillenta calavera que se desplazaba de un lado a otro por entre la seca maleza. Un sudor frío le cubrió el cuerpo y las pupilas se le agrandaron llenas de pavor y espanto ante el insólito hecho que allí estaba viendo, soltó el azadón, se salió de la fosa y dando gritos de espanto llegó hasta su casa. Al escucharlo, los vecinos acudieron y llenos de curiosidad le propusieron regresar para ver si era verdad lo que decía; él aceptó muy asustado la propuesta pero los acompañó y cuando llegaron al Cementerio descubrieron la verdad, era una de las muchas ratas que por allí había la que metida dentro de una hueca calavera iba y venía de un lado para otro mientras intentaba salir de ella.
El día de Difuntos, como era tradicional, los vecinos visitaban el Cementerio, se paseaba en su entorno y, en la esquina de BlasicoEl del carbón”, se instalaba la señora Amparo con su puesto de castañas, una silla, un saco y el hornillo de carbón para asarlas. Primero las rajaba y, una vez asadas, las vendía a real la docena, las que metía en un cucurucho de papel.
Al atardecer, los vecinos acudían a la parroquia para asistir a la “Misa de Ánimas” igual que todos los años. En esta festividad, después de la misa, las campanas comenzaban a tañer y durante toda la noche lo hacían doblando tristemente mientras eran accionadas por el sacristán y los monaguillos. Como el relente de la noche era grande pues ellos, para mitigar sus efectos, encendían en el campanario una candela, ésta daba en la oscuridad de la noche un aire fantasmal al ambiente que era difícil de describir. Estas tradiciones son recordadas por los ancianos del pueblo que aún viven y las vieron, por esa razón cuando ahora escuchan el triste tañer de las campanas recuerdan lo que decían las mujeres: - ¡Callad, son las ánimas! ¡Rezad por ellas!
En las casas se encendían las candelillas que dejaban caer sobre un recipiente en el que se ponía aceite, en nuestro pueblo se las conoce como “mariposas”, y al depositarlas en el aceite iban musitando el nombre del fallecido por el que se ofrecían. Si la llama se apagaba indicaba que el alma del difunto nombrado ya había cumplido la pena impuesta pero si ésta continuaba encendida significaba que aún continuaba pagando sus culpas y pecados, cosa que solía ocurrir.
La familia, después de cenar el tradicional plato de gachas dulces, se reunía junto a la lumbre para calentarse, asar las típicas castañas y comer los frutos secos que se reservaban para estas ocasiones: Nueces, bellotas y almendras.
Cuando la noche se avanzaba, a los jóvenes les gustaba salir por las calles con los restos de las gachas que sobraban para tapar con ellas las cerraduras de las casas, esta era una costumbre muy antigua que se basaba en la creencia de que esa noche los difuntos vagabundeaban de un lugar a otro para recorrer las casas de los familiares y conocidos, siendo las cerraduras el lugar por donde podían entrar al encontrar la puerta cerrada y por esa leyenda las tapaban, así evitaban tan macabras visitas.
Antes de retirarse a dormir, los abuelos contaban a los nietos viejas leyendas e historias de aparecidos y espíritus que volvían en esa fecha para terminar algo que en vida no pudieron cumplir, sus promesas y ofrecimientos. Los niños escuchaban estos relatos  pero después se negaban a irse a dormir, estaban asustados.
La muerte traía consigo muchas creencias y supersticiones que, con el paso de los años, las nuevas generaciones han ido olvidando: - Cortarse las uñas antes de acostarse podía atraer a la muerte.
– En las misas de difunto siempre se debía dejar una silla sin ocupar para que el fallecido pudiera sentarse.
– En la festividad de los Difuntos, en el Cementerio, el familiar del muerto debía llevar un farolillo encendido para que éste lo reconociese.
– Nunca se debía vestir a un niño poniéndolo encimo de una mesa porque se podía atraer la muerte sobre él.
– Un puñado de sal gorda se debía poner sobre el vientre del fallecido porque así se retrasaba su descomposición.
 – El suicidio se consideraba pecado mortal y el que lo hacía condenado estaba al fuego eterno, no se podía enterrar en el Campo Santo y se le daba sepultura en un recinto aparte que estaba colindante con el cementerio ordinario. Ha estado vigente esta normativa hasta hace unos cincuenta años, más o menos.  
Y, no quiero terminar tan lúgubre y triste relato sin poner una nota jocosa que a mí, personalmente, me sucedió referente a ello.
En una cierta ocasión, cuando un vecino al que como familiar desde siempre traté, como a todos, a él también le llegó su hora, afortunadamente por el peso de sus muchos años, ya que sin enfermedad ni dolor se nos fue.
Por aquellos años aún se velaba el difunto en la casa y ya pasada la media noche, cuando sólo los más allegados allí nos encontrábamos, pues la familia, como ya lo había acordado con Juan Trinidad, el que de sacristán ejercía y cuyo apodo era “Campanero”, nos mandó a recoger “el pijama de madera” a uno de sus hijos, a dos de sus nietos y a mí. Fuimos al lugar indicado y cuando ya de vuelta caminábamos con el fúnebre encargo, próximos a la esquina donde la familia vivía, oímos unos ágiles pasos acompañados de un alegre silbido que a la esquina se acercaban. A uno de los nietos se le ocurrió la idea de que en medio de la calle la caja dejásemos y que nosotros en el quicio de una puerta nos ocultásemos. El susto  del viandante tuvo que ser morrocotudo  ya que al vislumbrar en la penumbra de la calle la macabra visión oímos cómo se pararon en seco los pasos y cómo al momento escuchamos su veloz carrera mientras se alejaba, parecía que bajo sus pies fuego candente tenía. Nosotros, mientras tanto y sin poder contener la risa, comentamos la macabra y cruel broma y, cuando pudimos recuperar la normalidad, cogimos de nuevo el féretro y continuamos nuestro camino.

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