miércoles, 14 de octubre de 2020

EN EL HUERTO DE JOSÉ

Colaboración de Paco Pérez

EL HAMBRE Y LAS GAMBOAS

Un día más el buzón de la correspondencia de casa fue visitado por Juan José Castillo Mata “El Espartero” para dejarme en él cinco folios manuscritos con los recuerdos y los detalles de su nuevo relato.
En esta ocasión los hechos también ocurrieron durante los meses de verano, él los sitúa entre 1952 y 1954, porque como en esos meses los días eran interminables al no tener que ir a la escuela pues les sobraba tiempo para jugar en los lugares de siempre, contarse sus penas, planear sus travesuras y ejecutarla.
¡Qué felices eran durante ese tiempo de vacaciones por no tener que coger los libros cada mañana!
Ese día, Juan José tuvo otros compañeros de aventuras porque fueron los únicos que se presentaron esa mañana al lugar de siempre a jugar, todos los días acudían muchos pero en esta ocasión sólo lo acompañaron José Álvarez CintasMaino”, fallecido, y Cristóbal Torres Tobalico Lulú”.
¡Vaya tres patas para un banco!
Cansados de jugar nos sentamos a descansar debajo de un árbol pues en esas fechas todavía seguíamos teniendo más hambre que un caracol pegado a un espejo, se nos abría la boca con frecuencia, el tema de la comida apareció en la conversación y José nos dijo:
- A estas horas una gamboa nos vendría muy bien y es lo único que podemos pillar si nos damos una vuelta por el “Huerto de José”, está a dos pasos de aquí.
Tobalico no estaba muy convencido de ir al huerto y dijo:
- Es una mala hora, puede estar José allí haciendo cosas y ya sabéis que nos tiene prometidos unos cuantos garrotazos cuando nos pille cogiendo cosas.
Yo tenía hambre, y como no pensaba en los garrotazos, di mi opinión positiva y les dije:
- Si está José y nos ve salimos corriendo, nosotros somos más rápidos que él y no podrá pillarnos.
– Llevas razón, así que en marcha – Tobalico cambió de opinión en unos minutos.
Para que no nos viera bajamos por detrás del Cementerio hasta la casilla de MiguelilloEl Pintao” y nos subimos hasta el huerto escondiéndonos por las cañas que crecían en ambas orillas del arroyo.
Estas visitas al huerto eran frecuentes pues el hambre había que matarla con algo y los “membrillos” de José arreglaban la necesidad aunque nos costara mucho trabajo tragarlos porque estaban muy “hogaizas”, nombre que le pusimos por lo de “gamboas”… ¡Había que tener muchas ganas de comer para atreverse con ellos!
De lo que nosotros estábamos sobrados y sí podíamos regalar era hambre, por eso hacíamos aquellas travesuras. Normalmente, lo hacíamos en la siesta y para ponernos de acuerdo decíamos:
- ¿Bajamos hoy a por unas cuantas “hogaizas”?
Como nuestras bajadas al huerto tenían a José muy cansado pues desde su casa vigilaban los árboles frutales y lo que tenían plantado. El error de aquel día fue hacerlo a una hora tan temprana y coincidió que ese día estaba en la casa Sebastián, el hijo de José, él tenía la misma edad que nosotros.
En aquellos años no había en esa zona los cocherones que hay ahora, solo había tierra calma y el edificio del “Matadero Municipal” y por eso hicimos la bajada tan alejada pero no nos valió porque al estar la casa de José en alto desde ella Sebastián tuvo una visión muy buena, nos localizó antes de llegar y comenzó a bajar hasta el huerto escondiéndose y, cuando estábamos en plena faena, salió corriendo desde lejos hacia los árboles y dando voces.
Nosotros, al sentirlas, salimos corriendo en dirección contraria, nos fuimos hacia las eras de la “Dehesa”, corríamos más que los gatos que trepan una olla y sin soltar las “hogaizas” que ya habíamos cogido pero él tampoco estaba cojo y venía detrás pisándonos los talones. Al llegar a la “Casilla del Caejo” decidimos separarnos y continuar por sitios diferentes, esa decisión fue la que nos perdió pues si hubiéramos seguido juntos y nos hubiera alcanzado, lo que dudo que ocurriera porque le llevábamos mucha distancia, no hubiera pasado nada porque éramos tres contra uno. Lo hicimos porque como lo nuestro era correr pues confiábamos en que no nos alcanzaría y no pensamos que seguir juntos era lo mejor.
Al separarnos Tobalico tomó el camino que iba para “El Baldío”, José continuó corriendo detrás de mí pero debió de sentirse cansado al llegar a la carretera de Torrequebradilla y se metió en una alcantarilla, yo la crucé y me fui para el “Cerro Pino”.
Sebastián observó desde lejos cómo se escondía José en la alcantarilla, lo cogió, le hizo comerse las “hogaizas” que llevaba y, cuando acabó con la última, se puso muy malo… ¿Qué ocurrió?
Pues que empezó a vomitar, Sebastián se asustó al ver lo mal que estaba y comenzó a llamarme:
- ¡“Esparterooo, bajaaa, que “Maino” está muriéndose!
Como en aquellos años sólo se ponían olivas en las cabezadas pues el resto era tierra calma y, como él me tuvo que ver subir hasta las olivas más cercanas, pues se imaginó que yo estaría escondido debajo de alguna de ellas y no se equivocó. Durante unos minutos estuve hecho un lío pues no sabía qué hacer pero en vista de lo que decía pues me decidí a bajar y me dejé las “hogaizas” debajo de la oliva por si acaso. Cuando llegué hasta donde estaban ya no vomitaba José, se quedó mirándome muy fijo y yo a él porque esperaba que me dijera algo pero no abrió la boca, por eso creo que su silencio y aquella mirada fija y prolongada era para decirme:
- ¡Vaya panzá de “hogaizas” que me he dado!
Después de estar en silencio los tres durante un rato José comenzó a reír, cada vez con más fuerza, y nos contagió también a nosotros hasta el punto de que los tres reíamos como tres chalados y ninguno sabíamos porqué lo hacíamos.
Una vez recuperado el enfermo regresamos al pueblo charlando y lo ocurrido sirvió para que nos hiciéramos muy amigos. Otro día nos invitó Sebastián a que bajáramos al huerto para coger unas  hogaizas” y “Maino” le dijo:
- ¿Qué has dicho?
No me las mientes, las he aborrecido, no pruebo ni una más hasta el año que viene y entonces ya veremos si tengo gana o no.

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