lunes, 21 de enero de 2013


ANÉCDOTA
DE
CAZA

Colaboración de Ramiro Aguilera Tejero

El mes de noviembre había sido abundante en lluvia, la quietud del solitario día invitaba a la caza en soledad, el suelo se hundía blandamente, como una almohada al peso de nuestras botas manchadas de  barro. El cielo vestido con su manto gris plomizo nos cubría de los hirientes rayos del sol en espera de que la lluvia volviera a descargar mansamente. La perra con la nariz al aire ampliaba su carrera buscando los efluvios que son el sentido de su vida. 

Andaba ya a media mañana, transportado, en trance,  buscando las escurridizas patirrojas que volaron del cerro anterior cuando sentí una discreta molestia en el vientre, que un buen amigo calificaría de “vértigo abdominal”, dada la cercanía de la ansiada presa hice oídos sordos a  la suave llamada fisiológica. Aumentaba la tensión, en cualquier momento esperaba la explosión de cacareo y sonido metálico del vuelo de la perdiz.  Al doblar un pequeño ribazo descubrí el rabo tieso de la pointer paralizada en escultural muestra a la vez que una necesidad primaria, brusca, áspera, mordiente, inapelable, lacerante, sin espera, que naciendo de la zona baja del abdomen me conminaba a una evacuación urgente, sin dilación. El aldabonazo abdominal no dejaba margen para ejecutar el lance iniciado, no se imponía la sordera fisiológica que reclamaba con urgencia la resolución del conflicto. Imposible me parecía la coincidencia de hechos tan dispares, tan disonantes, tan alejados y a la vez tan cercanos y primarios en la naturaleza. Dando tristemente por perdido el lance me retiré a una zona resguardada de miradas inoportunas y cumplí la obligación inexcusable que me imponía el organismo, quizás como protesta de los excesos de la noche anterior. Terminado el inoportuno trance, mas sosegado y tranquilo me propuse continuar con la interrumpida jornada. Al asomar de nuevo al mencionado ribazo, asombrado volví a constatar la tiesura del rabo de la perra, que impertérrita y consciente de las necesidades imperiosas de su dueño seguía mostrando y esperando la segura salida de la perdiz quebrada y aislada del bando. Recobré paso marcial e instinto de cazador  para acercarme nervioso a la quietud del cánido. La azorada perdiz no pudo aguantar más y llenó el silencio de la mañana con su explosiva salida. Sin prisa encaré la escopeta, cubrí la pieza con el cañón y esperé a que cumpliera. En el postrero momento de apretar el gatillo, desolado, comprobé que además de evacuar el intestino había descargado el arma, y la perdiz voló mansamente apuntada por el inofensivo cañón de la repetidora y en su vuelo me pareció oírla decir:
PILLOOOOO...............jódete cabrón, me perdiste por cagón”.

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